Inicio con una cita de lo dicho por el Embajador en retiro Francisco Olguín Uribe: “Uno de los más urgentes retos que enfrenta la comunidad internacional, y en particular las grandes potencias, es detener la destrucción y pérdida de vidas que en Ucrania. Alcanzar ese objetivo no pasa por la vía de las armas sino por la construcción de un nuevo esquema de seguridad europeo que reduzca los focos de tensión y favorezca la estabilidad estratégica a largo plazo. De nada sirven las treguas temporales si se convierten en simulaciones o intersticios de paz para preparar nuevas agresiones bélicas.”

Antes de proseguir en el planteamiento del Embajador Olguín, debo confesar mi admiración por los diplomáticos de carrera en México: unos han corrido por la Ruta Revlón (de las representaciones más glamorosas a las más modestas), la Baygón, la Greyhound y la Metro. A todos, además, los distingue una carrera basada en sus propios méritos, siempre estudiando, siempre examinándose, siempre esperando un modesto nivel superior y siempre dispuestos a sacarles la chamba a aquellos que han sido designados, sin méritos propios los más, en los mejores puestos. Los diplomáticos de carrera conocen su trabajo, saben cómo hacerlo, han estudiado los países y regiones de su adscripción y, lo más importante, tienen mucho que enseñarnos.

Francisco Olguín, con cuarenta años en el servicio, es uno de ellos. El tema con el diplomático no podía ser otro que el conflicto en Ucrania, un país al que le han pasado por encima varias veces. Tan sólo en 1933, año del hambre artificial, la URSS quiso hacer creer al mundo que vivía en la abundancia inundando los mercados con granos rusos, dejando a Ucrania en la inanición y causando la muerte por hambre ¡de cinco millones de ucranianos!; en la Segunda Guerra Mundial, los Nazis los arrasaron de ida, y los rusos, de regreso. Ahora, la sed expansionista insaciable de Rusia vuelve a llenar de sangre y destrucción a ese país que se defiende heroicamente. José Sarukhán, ex Rector de la UNAM y notable miembro de la comunidad ucraniana en México, nos puede dar buena cuenta de ello.

El diseño del planteamiento –nos dice Olguín– requiere, primeramente, de un nuevo esquema de seguridad en el que participen tanto las grandes potencias mundiales como los propios países europeos, teniendo en cuenta, además, que la nueva solución debe apoyarse en las experiencias históricas registradas en el decurso de las dos guerras mundiales. Es de recordar que, poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, tras la derrota de las potencias del Eje, la Unión Soviética y Estados Unidos, aliados durante el conflicto, se vieron confrontados por razones políticas y estratégicas, acentuadas por ideologías incompatibles y antagónicas que buscaban su expansión en el resto del mundo. Así fue como, por una parte, Europa del Este, liberada de la ocupación Nazi, había quedado bajo la tutela de la URSS, y Europa Occidental del lado de Estados Unidos; por la otra, Austria y Alemania quedaron divididas entre esos dos poderosos bloques. Sus regiones orientales fueron ocupadas por la URSS y las occidentales por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido.

En 1949 Estados Unidos creó una alianza militar con países de Europa occidental –la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– y la URSS reaccionó en 1955 con el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua con las potencias de Europa oriental bajo regímenes comunistas –un acuerdo de defensa conocido como Pacto de Varsovia– en respuesta al rearme de la República Federal Alemana y su ingreso a la OTAN. Entre tanto, el desarrollo de armas nucleares y su acumulación en ambos bandos, con creciente poder destructivo, dio lugar a la doctrina de la “Destrucción Mutua Asegurada” (MAD por sus siglas en inglés). Hoy esas condiciones prevalecen y penden como espada de Damocles sobre la humanidad: se ha afirmado que, tras una guerra nuclear, en la que no habría vencedores, los supervivientes envidiarían la suerte de los fallecidos.

Sin embargo –y aquí viene la esencia de la propuesta de Olguín-, un día después de la firma del Pacto de Varsovia, Austria firmó con la URSS el Tratado de Estado, por el cual recuperó su integridad territorial. Para ello, Austria asumió una política de neutralidad permanente, de manera similar a la que acordó Finlandia en el Pacto de Amistad, Cooperación y Asistencia que firmó con la URSS en 1947. Este último acuerdo estipula que el territorio finlandés no podría ser utilizado para agredir a su vecino soviético; por ello, se le llama neo-neutralidad.

Es así que, mientras Alemania permanecía dividida hasta 1990, Austria y Finlandia contribuyeron a reducir las tensiones en Europa gracias a que, por su neutralidad, no representaban una amenaza para la URSS. No es ocioso notar que la expansión de Rusia a lo largo de los siglos aparece como una potencia insaciablemente defensiva: creció hacia el Este motivada por el temor a la repetición de las invasiones de las hordas mongolas de los siglos XIII a XV, convirtiéndose en el Estado más extenso del mundo, y en el Oeste se rodeó de “Estados tapón”.

Volviendo al siglo XX, tras la disolución de la Unión Soviética en 1991 y la desaparición del Pacto de Varsovia, Rusia se vio humillada ante la caída de su imperio, la desarticulación de su sistema de gobierno y el colapso económico en la difícil e incierta transición de una economía comunista centralmente planificada, a una dirigida por las fuerzas del mercado. Un verdadero caos: desempleo, inflación, desabasto y hambre, al tiempo que se han fortalecido lo que hoy conocemos como los Oligarcas rusos y La Mafia Rusa. El número de suicidios casi se duplicó en la década de los noventa.

Ese mismo año desapareció también el Pacto de Varsovia. La OTAN, en cambio, comenzó a expandirse hacia Oriente incorporando a países que habían formado parte del Imperio Ruso o de la URSS. Occidente no quiso, o no supo, cómo apoyar eficazmente a la Federación Rusa en esos difíciles momentos, particularmente en la transición hacia una economía de mercado funcional.

Las condiciones estaban dadas para el resurgimiento de un nacionalismo que buscaba, no sólo poner algún orden político y económico, sino, sobre todo, recuperar el orgullo nacional y la antigua grandeza de Rusia, añorante –si cabe decirlo- de la Rusia zarista. “Eso es –afirma el Embajador Olguín-, precisamente, lo que mueve al actual gobierno de Moscú”.

La paz en Ucrania, sin embargo, no se logrará por vía de la derrota militar de alguna de las partes (la guerra está sujeta a la perversa dinámica de la escalación del conflicto), sino mediante la creación de un sistema que ofrezca garantías de seguridad, tanto a Rusia como a toda Europa (lo que vendría ser el punto medio de la negociación). Tal sistema podría seguir el modelo de los países nórdicos durante la Guerra Fría, con Dinamarca y Noruega en la OTAN, Suecia permanentemente neutral y Finlandia neo-neutral. Hoy la situación ha cambiado –reconoce el diplomático- pero conviene reconsiderar el modelo: buscar una “nordificación” de Europa en materia de seguridad. Ciertamente la propuesta resulta contra-intuitiva ante el creciente apoyo a Suecia y Finlandia para unirse a la OTAN tras la invasión rusa de Ucrania; pero este esquema jugaría en contra de las motivaciones que han llevado a Rusia a embarcarse en esta guerra que la desgasta y debilita.

La propuesta, en suma, de Francisco Olguín es construir un corredor de países con neutralidad permanente en Europa central, integrado por Suecia, Alemania, Austria (y Suiza). Ese corredor se extendería a Europa Central con un corredor de países con neo-neutralidad formado por Finlandia, los países bálticos (Estonia Letonia y Lituania), Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría y, desde luego, Ucrania. Ambos corredores, además, deberán renunciar a la eventual posesión, o despliegue en sus territorios, de armas nucleares. Varios de estos países tendrían que renunciar a su membresía (o sus aspiraciones a ingresar) en la OTAN. Justificadamente podrían sentirse más vulnerables, pero la OTAN podría –en el nuevo sistema de seguridad– ser garante de su neutralidad en caso, y sólo en caso, de agresión externa.

Como un elemento a favor –entre muchos otros– es que bajo este esquema, Rusia tendría garantías de no quedar rodeada por Estados “adversarios” y ese atractivo ofrecería una excelente plataforma para negociar un arreglo conveniente para Ucrania. Por su parte, Ucrania podría considerar la concesión de autonomía a las regiones (óblasts) de población mayoritaria rusa, a condición de que la gran potencia no intervenga en sus asuntos internos. La fórmula propuesta podría, además, incluir otros elementos, como la libertad de tránsito terrestre –sin concesiones territoriales a Rusia– hacia Kaliningrado, que actualmente se encuentra aislado del resto del territorio ruso. Este tránsito se podría dar por rutas prefijadas a través de Belarus –país aliado de Rusia– y el sur de Lituania.

La OTAN puede considerar que la continuación del conflicto debilitará a Rusia, y tendría razón. Pero un arreglo bajo los supuestos anteriores reduce los costos que está generando la guerra y los riesgos de que salga de control y –lo más importante- ofrece la oportunidad de detener la destrucción y muertes en Ucrania, sin vencedores ni vencidos (las victorias dejan resentimientos en los derrotados que, con el tiempo, generan nuevos conflictos). Además, permitiría a los jefes de Estado y de gobierno de las grandes potencias y los países europeos, dejar un legado de paz sobre el cual pueda florecer la cooperación y el progreso económico a futuro de los Estados involucrados y de la comunidad internacional en su conjunto. Hasta aquí el legado que me deja el encuentro con el experimentado diplomático. Lo que sigue, son comentarios propios a manera de colofón.

Así como un 5 de marzo de 1953 (día en que murió Stalin) se oyó el grito jubiloso en los campos de concentración y prisiones rusas de los prisioneros de guerra españoles – “¡Murió Pepito; murió el Bigotes!”, gritaban-, es predecible también se oiga un día: “¡Murió Vladimiro, el Pelochas ha muerto!”.  Putin no estará ahí por siempre. Mientras ello sucede, al corto plazo lo que parece urgente es poner sobre la mesa propuestas en las que se satisfagan razonablemente las ambiciones y vanidades de todas las partes. A Putin, en lo particular, habría que darle una salida digna a su obsesión expansionista, a su previsible derrota y satisfacer su innata naturaleza de macho alfa; al resto de Europa y del Mundo, darle una situación de paz y sana convivencia.

Hay que intentarlo: no podemos permitir se pase de una economía mundial de mercado, a una de guerra. La industria militar dominante (europea, americana o asiática) ya siente el olor a sangre y de las grandes ganancias cifradas en billones de dólares que, todos juntos, no pagan una sola vida de las que hoy se están perdiendo.