Si se analiza con frialdad geopolítica el trasfondo de la IX Cumbre de las Américas, el punto central se localiza en una versión 2.0 de la crisis en las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y América Latina ocurrida en 1962 cuando la Casa Blanca ordenó a la OEA que todos los países de la región rompieron relaciones diplomáticas con Cuba en versión de revolución cubana marxista-leninista, pero en su fase de originaria que había despertado un idealismo independentista en las sociedades al sur del río Bravo.

La instrucción estadounidense se basaba en el criterio fundador de esa organización interamericana fundada en 1948 en el escenario de la configuración de la primera doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos de 1947 que fundamentó la guerra fría ideológica contra la Unión Soviética y preparó la disputa del planeta entre los intereses geopolíticos del capitalismo y del comunismo.

La OEA se convirtió, en el escenario de la disputa de sistemas ideológicos, en el Departamento de Colonias de Estados Unidos, porque la definición marxista-leninista de la revolución cubana de Fidel Castro ocurrió en el escenario de la invasión de contrarrevolucionarios cubanos entrenados y financiados por la CIA en bahía de cochinos. En un discurso formal en La Habana, Castro anunció que Cuba pasaba la condición de país comunista y abrió sus canales de comunicación y dependencia con Moscú.

El único país que se negó a romper relaciones ordenadas por la Casa Blanca fue México, lo hizo en función de su capacidad soberana de política exterior y basado en la doctrina Estrada que establecía que México tomaría la decisión de mantener o no relaciones diplomáticas con un país sin juzgar su régimen. El comportamiento diplomático mexicano en la reunión de Punta del Este, Uruguay, de 1962 pasó a la historia mexicana como un timbre de orgullo nacionalista frente al expansionismo dominante de Washington, además de que Cuba se convirtió en la piedra de toque del funcionamiento y existencia ideológica de la izquierda mexicana en su pluralidad de la radical comunista procubana hasta la del nacionalismo revolucionario del PRI.

El debate sobre la lista de invitados a la IX Cumbre de las Américas tiene su referente en la reunión de 1962, pero actualizados sus principios de dominación estadounidense sobre la región latinoamericana y caribeña en los términos de la llamada Carta Democrática Interamericana de la OEA, suscrita en el 28 período extraordinario de sesiones el 11 de septiembre de 2001 en Lima, Perú, y en cuyo contenido se definía la obligación de sustentar un régimen político de democracia representativa, dándole actualidad a los criterios de exclusión de países con tentaciones socialistas, pero ya en fase populista regional estimulada desde 1999 por la revolución bolivariana de Hugo Chávez.

El dato anecdótico se localizó en las coincidencias de tiempo histórico porque esta carta fue negociada con anticipación por la diplomacia neoconservadora de Estados Unidos y firmada casi durante los ataques terroristas World Trade Center de Nueva York, pero ya la Casa Blanca en línea de guerra directa con el terrorismo musulmán radical que había atacado posiciones estadounidenses en Europa y Africa.

El dato subyacente era quizá más importante: la radicalización ideológica marxista guerrillera de países latinoamericanos y caribeños se había agotado en 1979 con la aceptación por parte de la guerrilla sandinista de las reglas del juego de la democracia procedimental. El discurso ideológico de Chávez hablaba de manera retórica de un “socialismo del siglo XXI”, pero sin nada que ver con las raíces ideológicas del socialismo con el marxismo y con la revolución cubana marxista-leninista.

La desviación ideológica de la izquierda socialista pasó a llamarse populismo, un régimen político que no modificaba las relaciones de producción y se basaba en una hegemonía autoritaria y dominante del Estado y su burocracia, todo ello ajeno a los criterios de lucha de clases del viejo marxismo. Inclusive, los gobiernos populistas de entonces a la fecha han llegado al poder por la vía de la democracia representativa, aunque varios de ellos –con el caso prototípico de Nicaragua– usaron el camino democrático para transformarse en dictadura autoritaria de una familia.

Con excepción de Cuba y Nicaragua, en los hechos todos los demás países siguen con las reglas de la democracia procedimental electoral, oscilando de manera pendular entre gobiernos de izquierda y de derecha y apostando en la temporalidad democrática la vigencia de los liderazgos que han querido perpetuarse en el poder.

La disputa real en torno a la IX cumbre de las Américas se localiza en el principio de política exterior del presidente Biden definido en el discurso en la conferencia de seguridad de Múnich en febrero de 2021: Estados Unidos regresa a retomar el liderazgo del mundo, una propuesta que se reduce de manera simple al dominio estadounidense en lo militar, ideológico, geopolítico y económico.

Lo que está logrando EU en Europa y Ucrania a través de la OTAN, la comunidad que domina las decisiones de política exterior en Estados Unidos la quiere reproducir en América Latina y el Caribe: los intereses de dominación y liderazgo de Estados Unidos al sur del río Bravo con la exclusión de los gobiernos populistas antiestadounidense. De ahí que las IX Cumbre tenga la función de fijar una nueva línea roja monroísta –“América para Estados Unidos”– ahuyentando el expansionismo de Rusia, China e Irán en el coto estadounidense de su patio trasero.

Al final de cuentas, Biden está reconstruyendo el modelo neoimperial estadounidense Nixon, Reagan, Bush Sr., Bush Jr., Clinton, Obama y Donald Trump.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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