Aunque todo lo que diga el presidente Donald Trump es descartado de modo automático, su referencia a que el problema de las armas no está en su venta a los ciudadanos sino al estado mental de quien las usa es lo más cercano a la explicación de la sociopatía que padece la sociedad estadounidense.

El origen de la mentalidad violenta de los americanos se puede encontrar en las bases mismas de la fundación de Estados Unidos como un imperio mundial basado en el concepto de destino manifiesto que permitió que colonos traídos de Europa fundaran uno de los imperios territoriales, políticos y militares más importantes de la historia humana.

Asimismo, la autorreferencia al destino manifiesto de Estados Unidos para mantener el control del mundo tenía que sustentarse sobre todo con el uso de la fuerza colonos de la nueva sociedad americana para catapultar una de las expansiones imperiales más impresionantes de la historia partiendo de la zona territorial de las trece colonias del este –alrededor del 10% del espacio territorial actual de EU– y conquistar a sangre y fuego hasta la costa del Pacífico asesinando a más de doce millones de indios originarios y quitándole por la fuerza de las armas la mitad del territorio mexicano que hoy forma parte de la zona de Texas hasta California.

La Segunda Enmienda que permite la propiedad individual de armas sin restricciones se promulgó en 1791 en el escenario del expansionismo territorial que requería de colonos armados para conquistar territorios indios. Los sectores liberales que hoy repudian la Segunda Enmienda deberían pasar primero por un acto de contrición y disculpas a los descendientes de indios y mexicanos que fueron aplastados por la fuerza de las armas y las leyes del Estado de derecho imperial para construir el poderío de Estados Unidos.

En este sentido, se encuentra una exoplicación más racional sobre el estado mental violento del estadounidense medio en función de que las armas le dan dos espacios fundamentales: la autonomía respecto de la seguridad armada que debe ser garantizada por el Estado con la capacidad individual del ciudadano para comprar armas para su autodefensa por sí misma y contra el Estado y la extrapolación natural de este enfoque de violencia consustancial al imperio en todas las guerras de invasiones y conquistas que ha encabezado Estados Unidos a lo largo de su historia para consolidar su destino manifiesto como la misión encargada por Dios a EU para dominar el mundo.

La única justificación sobre el uso de las armas radica en el viejo modelo interpretativo que se utiliza mucho en México: las armas las carga el Diablo, pero las disparan los tarugos. En este contexto, el problema no es la posesión de armas como un mecanismo de seguridad personal y familiar, sino su utilización como una forma de imponer una superioridad, ya sea de tipo racista por la supremacía blanca o solo de violencia, con el mensaje preocupante de que la comunidad hispana, en el caso de Uvalde, fue una expresión de violencia entre hispanos, pero ya con la enfermedad mental del dominio de la fuerza.

Si en realidad los estadounidenses liberales quisieran regular el significado de la propiedad de uso de las armas con restricciones legales, entonces deberían comenzar por nuevas leyes que impidan el expansionismo militar de Estados Unidos en el mundo para defender el modelo capitalista y cristiano, lo mismo en Corea, que en Vietnam, Irak, Afganistán y la forma en que el militarismo estadounidense amenaza con usar su fuerza para imponer su régimen ideológico en América Latina y el Caribe.

La fuerza de las armas de Estados Unidos es la única que se utiliza, en los tiempos modernos, para la expansión imperial norteamericana, porque la Unión Soviética y hoy Rusia y China financiaban revoluciones, pero no explotaban la industria de las armas con la economía de guerra. El punto sustancial se dio en 1961 con la denuncia del presidente Eisenhower sobre la existencia del complejo militar-industrial que representaba el principal grupo de poder en Estados Unidos.

En un rasgo demagógico, el presidente Joseph Biden llamó a combatir el lobby de las armas, pero a sabiendas de que las armas que se venden con libertad en tiendas y tianguis dentro de Estados Unidos forman parte del complejo armamentista que produce todo el material bélico que utiliza el Ejército estadounidense para sus conquistas y expansiones territoriales.

En este sentido es que toda convocatoria a terminar con el lobby de las armas debería comenzar con la decisión estadounidense de liquidar su estructura militar imperial, declarar que nunca más un soldado estadounidense armado estará en otro territorio extranjero y entonces comenzar a combatir a las empresas armamentistas dentro de Estados Unidos obligándolas a pagar daños y perjuicios como ha ocurrido con las grandes victorias sociales en el tema del tabaco.

La industria de las armas, por lo tanto, debe ser considerada como la columna vertebral del imperio estadounidense para dominar a las clases menores en Estados Unidos y a otros países que quieran mantener sistemas independientes de los intereses económicos y militares estadounidenses.

Como siempre ha ocurrido en los últimos años, los presidentes de Estados Unidos derraman algunas lágrimas por las víctimas inocentes de las matanzas con armas de fuego, amenazan con aplicar restricciones severas para impedir su venta libre y al final de cuentas las cosas siguen igual porque el lobby armamentista es uno de los principales aportadores de financiamiento a toda la clase política estadounidense, sea demócrata o republicana, además de que el complejo militar-industrial se consolida por la industria de la producción de armas.

Lágrimas o lágrimas menos, los propios estadounidenses saben que para terminar con las masacres producto de la venta libre de armas y que impulsan la mentalidad destructiva es necesario terminar con el mandato de destino manifiesto y convertir Estados Unidos en un modesto país sin objetivos expansionistas.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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