Desde luego, los quehaceres de la justicia lo son del Estado, y en este sentido no se hallan al margen de la gran política de una nación. A cargo del poder público está perseguir culpables, enjuiciar imputados, aplicar sanciones, ejecutar penas. En una sociedad democrática se hace todo esto a la luz del día, con transparencia, rendición de cuentas y asunción de responsabilidades. Pero el Estado tropieza y la sociedad padece cuando los poderes públicos se utilizan para ejercer justicia con afanes partidistas, reivindicaciones personales, aplicación de vendetas.  Mal que los órganos de investigación y persecución operen al servicio de un proyecto faccioso, y no menos mal que las facciones  —y las pasiones de quienes militan en ellas—  se valgan de los instrumentos penales para llevar adelante sus propios designios en la lucha por el poder.

El propio presidente de la República, que suele propinar a sus adversarios  —en realidad son sus conciudadanos, merecedores de respeto— andanadas de improperios, expresó su malestar por muy recientes acontecimientos en la pista de la justicia. Y reconoció el error de sus oficinas al propalar informaciones penales que no le competen. Lo primero ocurrió cuando se llevó a cabo un notorio atropello, que vimos con sorpresa  —¿sorpresa?—,  en los medios de comunicación al ejecutar un cateo en la casa del presidente del PRI en Campeche: los ejecutores parecían combatientes en un conflicto bélico. Lo segundo también sucedió en agravio del mismo político a su llegada a México después de un viaje por Europa. En ambos casos la política contaminó a la justicia, que padece las consecuencias.

Vayamos al primer incidente, absolutamente reprobable. Se vincula con investigaciones penales practicadas en la entidad de la que el actual dirigente del PRI fue gobernante. Ya hemos visto  —con vergüenza, digo yo— cómo algunos gobernadores entrantes se vuelcan contra los salientes, con el ánimo de cosechar el favor del pueblo a través del ejercicio del castigo. Flagrante demagogia, aunque luego ocurren los “revires”: el que a sangre mata, a sangre muere.  No objeto que se haga justicia, pero no saludo el ejercicio de ésta en escenarios públicos, a voz en cuello, con proclamas populistas, que convierten el delicado oficio de la justicia en un espectáculo deplorable.

Lo que pasó en Campeche fue indigno, dijo el presidente de México, si no recuerdo mal sus palabras. En efecto, lo fue. Vimos a un grupo de agentes tomar por asalto la casa del exgobernador y abrir la puerta a golpes de marro. Por supuesto, estamos al tanto de que la autoridad judicial puede ordenar medidas de investigación o precautorias, y que la autoridad administrativa está obligada a cumplirlas, con o sin la voluntad de los afectados. Pero media una gran distancia entre el puntual cumplimiento de una orden judicial y el despliegue de violencia escandalosa. ¿Era necesario lo que vimos en los medios de comunicación? ¿Se ajustó a las normas constitucionales y legales? ¿Lo era difundirlo como se hizo desde fuentes oficiales? ¿Lo era justificarlo a coro, como si este lujo de fuerza constituyese apenas un acto ordinario en el marco de un procedimiento penal?

No estoy disculpando a quien deba cargar con culpas. Ese es tema de tribunales, en su hora, en su foro y bajo el imperio de la ley. Pero tampoco paso por alto la conducta de quien debe ejercer la función punitiva con serena observancia de la ley y la razón. No debemos ignorar lo que ocurre en estos casos, atribuyéndolo a un desliz o al fragor del combate político, que justifica. De ahí que mencione la reacción del presidente de la República, condenando la conducta de quienes incurrieron en tal “uso” de autoridad. Fue indigno de los que ordenaron y de los que ejecutaron.

En la misma línea de extrañeza se inscribe la conferencia “justificatoria” que dieron ante los medios, en operación conjunta, el titular el Ministerio Público local  —hombre con cultura y experiencia—  y la titular del Ejecutivo local. Ante todo, se trata de órganos diferentes, que en ese “paso en falso” actuaron como si fueran uno solo. Se expresaron, inclusive, en primera persona de plural. Esto no fue una licencia gramatical, sino una licencia política. Luego vendría la difusión de investigaciones, errando la forma y la fuente para hacerla. Y también el tropiezo en la verificación migratoria, tema de autoridades federales, supuestamente por gestión de autoridades locales.

En un tiempo remoto, los perseguidores de delitos y los administradores de justicia actuaban como comparsa del soberano absoluto. Éste decía “el Estado soy yo” y mandaba a la guerra, para que lidiaran en sus filas, a policías y tribunales. Pero eso fue en  un tiempo lejano, al menos si nos atenemos al curso general de la historia y a la evolución de las instituciones. Hoy debe prevalecer y operar una distancia rigurosa entre las potestades del Ejecutivo y las actuaciones de quienes se hallan sujetos solamente al magisterio de la ley en el cumplimiento de la justicia penal, pero no, nunca, bajo ningún concepto, al ánimo, la pasión o el desahogo político del gobierno en turno o de los partidos contendientes. Por cierto, también hay quejas desde el frente del partido hegemónico.

Hoy nos movemos en un ambiente cargado de tensiones. Nuestra circunstancia, poblada de sombras, propicia enconos y enfrentamientos, alimentados desde la cúspide del poder político. Se avecinan procesos relevantes en la lucha por la nación, que es el “botín” al que aspiran muchos contendientes. Es explicable, en consecuencia, que el discurso se haya vuelto más altisonante que nunca y las reclamaciones estén a la orden del día, en procuración de sufragios. Así ocurre y ocurrirá en los próximos meses. Pero nada de esto  —que debiera encauzarse en la más estricta civilidad, que ciertamente no prevalece—  justifica conductas que atentan contra el Estado de Derecho, tan frágil e incierto, y contra el progreso de la democracia, tan débil. Parecemos empeñados en dar marcha atrás a las manecillas del reloj y volver a estadios caracterizados por el abuso del poder.

Este paisaje desolador no es el único que miramos en esta hora difícil. También se violenta la ley y se altera la moral política con otros actos en que el poder se desborda para patrocinar a las facciones en pugna. Fue costumbre que los funcionarios públicos desplegaran sus fuerzas y sus recursos en la promoción de candidaturas —la suya o las de otros—, con descuido de la imparcialidad y la objetividad que deben presidir el desempeño de las tareas a cargo de esos funcionarios. Si eso sucedió, fue antes y no debe suceder ahora. “Ahora no es igual”, se predica en Palacio. Se nos ha prometido una transformación. Se nos ha asegurado que los vicios del pasado se corregirán con las virtudes del presente.

Es pueril fijar “fronteras horarias” entre el tiempo destinado a la Administración Pública, que se ejerce de tal hora a tal hora, y el entregado a la faena electoral en las siguientes horas, con absoluto desenfreno. ¿Desde cuándo se puede “desdoblar” el funcionario entre su yo administrativo y su yo político-electoral? ¿Cesa de ser funcionario a partir del mediodía del sábado y hasta las primeras horas de la noche del domingo, para convertirse en activista de una facción? Eso es absurdo, ridículo, y constituye otra forma  de  violentar la aplicación de la ley  —la  mismísima Constitución— y quebrantar la más elemental ética civil. Sin embargo, está sucediendo a la vista de todos, clamorosamente, con jubiloso desenfado, pese al sonido de las campanas que llaman a cordura y legalidad desde las torres de la autoridad electoral.

Tuvo razón el Ejecutivo Federal, y hay que reconocerlo, cuando desechó por indigna la violencia ejercida contra un dirigente político, y cuando reconoció el error en que su despacho incurrió al propalar noticias en espacios que no le competen. Vale la pena que el propio Ejecutivo, propenso a deslices, y quienes lo secundan en las filas del gobierno o de sus partidos, tomen nota de la necesidad imperiosa de rectificar esta conducta y reemprender el camino de la ley. Es lo que aguardan y merecen los ciudadanos, partidarios o adversarios del “señor” de Palacio.