Un antiguo dicho, que alguna vez he recordado en estas páginas, advierte que quien siembra vientos cosecha tempestades. Vale para la vida personal y para la vida colectiva. En este caso, la nación cosechó tempestades que no había sembrado. ¿O sí? Es México, en su conjunto, quien levanta la grave cosecha, con sus múltiples consecuencias. Pero la siembra se hizo —y prosigue— desde la cumbre del poder político. El Ejecutivo Federal ha operado en esa siembra a lo largo de tres años, con ahínco. Y todo hace pensar que se aplicará fervorosamente a llenar de vientos los surcos en los que luego levantaremos la cosecha.

Hoy me referiré solamente a algunos sucesos recientes y a su raíz en estos años, que han conmovido a la sociedad, extraviado caminos y poblado horizontes con muy graves resultados. Forman parte de la agenda nuestra de todos los días y de los años que comienzan cada mañana, a la luz  —o mejor dicho, a la sombra—  de infinitas ocurrencias que no ceden ni cesan.

Veamos algunos hechos de ahora, tiempo de cosecha, desde la perspectiva de lo que fuera tiempo de siembra. Tras la clamorosa toma de posesión del poder político, amparado en una votación copiosa (que no fue salvoconducto para colmar de daños a una nación atribulada), el mandatario inició su imperio y tomó una decisión muy grave, que sería emblemática para fijar el derrotero.

Declarado el triunfo electoral, estableció las primeras consecuencias de esa victoria: medición de fuerzas, para mostrar quién gobierna en México. Por supuesto, no se trató de afianzar el Estado de Derecho, tan quebrantado, sino de asumir al Estado como un instrumento para la concentración del poder personal y la satisfacción de intereses, pasiones o resentimientos largamente acumulados. Éstos tuvieron desahogo a partir del 1º de diciembre de 2018, fecha que no podríamos olvidar en función de las tempestades que vendrían.

En esa medición de fuerzas, cuyo resultado inmediato era previsible (y cuyos efectos mediatos se han acumulado y gravitan sobre el presente y el futuro), el depositario del Poder Ejecutivo resolvió, de golpe y porrazo, cancelar la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México, que lo sería, en rigor, de la zona metropolitana y de su amplísima área de influencia. Los motivos expuestos para adoptar semejante determinación, al cabo de una extrañísima consulta a un pequeño grupo de feligreses, fueron la improcedencia técnica del proyecto (odiado por ser el fruto de una administración precedente) y la corrupción que prohijó esa obra emblemática.

Nunca quedó acreditada, no obstante los esfuerzos desplegados para hacerlo, la impertinencia técnica del emplazamiento y de las características del proyecto de Texcoco. El punto sigue en el debate. En cuanto a la corrupción propiciada por ese proyecto, tampoco hubo claridad persuasiva: nadie fue formalmente inculpado (más allá de las sobadas imputaciones históricas a los conservadores y neoliberales) ni sancionado. En suma, se aclaró quién gobierna en México, a despecho de la razón y por obra del poder en tuno.

Para remontar el problema creado por el abandono de una obra tan relevante y necesaria, se emprendió la conversión del aeropuerto militar de Santa Lucía. Lo que vino en seguida no es responsabilidad de quienes llevaron adelante la construcción de esta obra, que cumplieron órdenes con diligencia. Es responsabilidad de quien giró las instrucciones para despojar al país de un proyecto magno y volcar recursos en el nuevo aeropuerto. Es ocioso decir qué resultados ha obtenido México, hasta ahora, como efecto de la medición de fuerzas que ganó el Ejecutivo. Se halla a la vista el funcionamiento del flamante aeropuerto, que no despega.

A esta derrota de la razón, abatida por el imperio de la política, se ha sumado una problemática inesperada: el hundimiento, con cráteres o sin ellos, de la Terminal 2 del aeropuerto Benito Juárez, que hasta hoy ha suportado las comunicaciones aéreas con la ciudad de México. Frente a este “hallazgo” catastrófico, que debió preverse y resolverse hace tiempo, la respuesta del sembrador de vientos ha sido desconcertante, por decir lo menos: apuntalar las instalaciones declinantes o demoler de plano las obras caducas, dejando la solución final en las manos del futuro gobierno. Sin perjuicio de lo que finalmente se resuelva en esta emergencia, lo cierto es que México ya cosecha los costos de una tempestad que pudimos ahorrarnos, pero que alguien (¿saben quién?) favoreció sembrando vientos.

Si continuaremos en la ruta de las obras públicas, cubiertas con extrañas declaratorias de seguridad nacional, tendríamos que pasar revista a otros trabajos de Hércules, personaje mitológico que ha encarnado en un mexicano poderoso y  dispendioso, dueño del tesoro público. En esta ruta veríamos lo que ha ocurrido con la discutida refinería de Dos Bocas, inaugurada parcialmente pese a que no refina ni una gota de petróleo. Y en el mismo camino revisaríamos un proyecto estelar, emprendido sin suficientes fundamentos ni conocimientos de sus riesgos y condiciones: el Tren Maya, en el que todos queremos viajar algún día, pero que no transita debido al freno de atendibles razones ventiladas en los tribunales.

Pero no me detendré ahora en esas otras obras públicas, que también dan testimonio de quién manda en México y en qué forma ejerce su mandato. Hay otro tema sobresaliente, que resurgió en el escenario  –nunca abandonado–  en estos días de cosecha. Me refiero a los problemas que atraviesa la salud pública, ensombrecida por decisiones tomadas cuando “llegó la bola y nos alevantó” (bola del Covid, quiero decir, no bola revolucionaria de la que habló Mariano Azuela).

En el cartel de las novedades anunciadas en el nuevo programa de gobierno, a partir de días finales de 2018 y primeros de 2019, figuró la destrucción de los progresos alcanzados durante muchos años en materia de salud pública, que serían relevados por aventuras costosas, cuyos deplorables resultados también tenemos a la vista. Había que destruir el trabajo de varias generaciones y elevar sobre la tumba del pasado los testimonios del presente. Una vez más: siembra de vientos, de los que provienen actuales  —y futuras—  tempestades.

Hace unos días, el colectivo “Unidos por la salud de los mexicanos”  —en el que figuran médicos eminentes, conocedores a fondo del sector salud y de los problemas que éste enfrentó y enfrenta actualmente—  difundieron un valioso documento bajo el título “Con la salud no se juega”. Lo apoyaron numerosas federaciones y asociaciones médicas a lo largo y ancho de la República. Quien lea este testimonio, bien sustentado por quienes lo suscribieron, probablemente modificaría el título: “no se juega, pero se ha jugado”. ¿Y quiénes han sido los rectores del juego? ¿Y las víctimas actuales y potenciales de los tropiezos en este ámbito, donde hubo y sigue habiendo contagios innumerables y gran número de fallecimientos?

Los conocedores del sector salud, que había caminado pese a la carencia o a la limitación de recursos, recuerdan las aportaciones del Seguro Popular y cuestionan los resultados del llamado INSABI, que ha sido sustituido —-aguardemos a ver lo que pase— por el IMSS-Bienestar. En “Con la salud no se juega” se da cuenta de los pasos atrás del sistema de salud pública, los quebrantos acumulados, los contagios y fallecimientos, la “lógica” de las decisiones en este campo, los costos de proyectos erróneos y luego abandonados. Todo ello sin perjuicio de lo que traiga, que no será poco, la pobreza (o peor aún: miseria) franciscana. También se pone el acento obre la necesidad que hubo (y sigue vigente) de someter a verdadero análisis por expertos el sistema de salud y la ruta que éste ha emprendido. Quizás todavía podríamos prevenir nuevas tempestades.

En fin de cuentas, los mexicanos hemos tenido oportunidad de recordar y acoger, con altísimo costo para el presente y el futuro de nuestro país, la veracidad del dicho popular con el que inicié estas líneas: quien siembra vientos cosecha tempestades. En estos casos no las ha cosechado quien sembró aquéllos; las hemos cosechado ciento treinta millones de mexicanos, que aguardábamos, con regular esperanza, el cumplimiento de las promesas de un nuevo gobierno. Se las llevaron los mismos vientos que nos trajeron las tempestades.