Aunque los tiempos que corren en México y en el resto del mundo no son precisamente pacíficos, preocupa que en este país casi pasó inadvertido el horroroso atentado en contra del escritor originario de la India —nacionalizado británico y estadounidense—, Ahmed Salman Rushdie, autor del libro Los versos satánicos —lo que le granjeó que el fanático ayatolá de Irán, Ruhollah Musavi Jomeini, en 1989 le dictara una fatua (fatwa) en la que pedía que lo ejecutaran, porque consideraba que su novela escrita en inglés The Satanic Verses (Los versos satánicos, en español, y en italiano I versi satanici entre otros tantos idiomas como ha sido traducido), blasfemaba contra el profeta Mahoma y el Corán. De hecho, la condena del tristemente célebre ayatolá inauguró una época de censura religiosa que subsiste hasta el momento. El mismo año que fue impreso, el régimen iraní prohibió su difusión en el país. Y como si se tratara de perseguir delincuentes del Viejo Oeste de Estados Unidos de América, se ofreció una recompensa “oficial” de más de tres millones de dólares para cualquiera que enviara a mejor vida a Rushdie. Durante muchos años el hombre de letras angloindio fue el hombre más amenazado del mundo.
Desgraciadamente, Rushdie no ha sido el único: otros nombres se han agregado a la lista de los “blasfemos” a los que el fundamentalismo ha querido silenciar. Como el del egipcio Naguib Mahfuz, único escritor árabe que hasta el momento ha recibido el Premio Nobel de Literatura. Ahora, el atentado da pie para que algunos escritores franceses, como Bernard-Henri Lévy pidan que el máximo galardón literario se entregue a Rushdie: “No puedo imaginar a ningún otro escritor que tenga la audacia, hoy en día, de merecerlo más que él. La campaña empieza ahora”, reflexiona Lévy, el mediático filósofo y autor francés, en el semanario Le Journal du Dimanche.
Al parecer, México ya perdió su capacidad de asombro e indignación apabullado por los miles de muertes que la delincuencia —organizada o no—, causa cotidianamente desde hace varios años. Los ríos de sangre que corren en el país apagan la protesta que la sociedad mexicana debería demostrar frente a actos criminales como el que acaba de sufrir Salman Rushdie, dedicado a escribir libros, dictar conferencias, es decir ser ejemplo de uno de los derechos más valiosos del ser humano: el de la libertad de expresión. En las épocas moralizantes, la hipocresía es rampante. Abundan los lobos con piel de cordero. Pero, la polarización y el odio que sufre el país lo mantiene en un indignante sopor que se agudiza cada vez más, sobre todo desde que se inició la Cuarta Transformación. Esta situación debe cambiar radicalmente. La “estrategia” contra la delincuencia que se ha utilizado en los últimos años está equivocada. Tal y como se han desarrollado los acontecimientos, México está al borde de perder el “Estado de Derecho”. Con solo buenos propósitos el problema de la inseguridad no se resolverá. Pero, esa es otra historia.
De vuelta al tema del atentado contra Rushdie —del que parece, pese a la gravedad de las diez o más heridas que sufrió, se recuperará, aunque con muchas secuelas—, el gobierno de Irán se distanció de la fatwa de Jomeini, aunque el sentimiento anti-Rushdie ha persistido. La organización Index on Censorship, que promueva la libertad de expresión, dijo que se recaudó dinero para aumentar la recompensa por su asesinato en 2016, subrayando que el decreto del ayatolá continúa en pie. Eso explicaría, en parte, el ataque de Hadi Matar —joven descendiente de libaneses divorciados— de 24 años de edad, residente en Fairview, Nueva Jersey, que propinó varias puñaladas al escritor en el cuello, en el abdomen, en el hígado y en los brazos. El sospechoso fue capturado casi inmediatamente de cometer su crimen, una vez que el autor estaba a punto de iniciar una conferencia sobre la libertad de expresión en el auditorio de la institución Chautauqua, en el estado de Nueva York, EUA. Además, Henry Reese, presentador del conferenciante en el sitio, a unos 88.5 kilómetros al sur de Buffalo, en un área rural, también fue herido, aunque levemente en la cabeza.
Las primeras investigaciones indican que el atacante cuenta con un amplio historial de apoyo en redes sociales a movimientos radicales del chíismo, la versión del Islam que domina en Irán. Las autoridades estadounidenses no han dado a conocer ningún tipo de información acerca de la posible motivación del crimen, aunque se sabe que Hadi Matar es un declarado simpatizante de la Guardia nacional iraní, y que actuó con premeditación.
En un parte médico, apoyado por uno de los hijos de Salman, se informó que tras varias horas de operación, Rushdie estuvo conectado a un respirador artificial y no pudo hablar desde el viernes 12 de agosto por la noche. Y su asesor, Andrew Wylie, detalló posteriormente que podría perder un ojo, y que su hígado estaba dañado y que los nervios de uno de sus brazos fueron cortados. No obstante, para el sábado por la noche ya pudo hablar y reconoció a su interlocutor con el que gastó alguna broma. Asimismo, el fiscal de Distrito, Jason Schmidt dijo que el ataque contra el autor fue premeditado y dirigido. El joven inculpado compró, con tiempo, el boleto para asistir a la conferencia del escritor, y viajó al lugar desde un día antes de la cita. Pese a todos estos datos, el abogado de la defensa, dijo que el joven se “declaraba inocente de todos los cargos”.
LOS ANTECEDENTES
Las amenazas de muerte y la fuerte recompensa ofrecida por el ayatolá obligaron a Rushdie a mantenerse a buen recaudo bajo un programa de protección del gobierno británico, a la sazón dirigido por Margaret Hilda Thatcher, que incluía una guardia armada las 24 horas. Después, Rushdie poco a poco emergió después de casi una década de reclusión y cautelosamente reanudó sus apariciones públicas, manteniendo su critica abierta al extremismo religioso en general.
Desde el 14 de febrero de 1989, cuando Jomeini lanzó la fatwa, Rushdie pasó trece años recluido y vivía entre las sombras. Cada dos o tres días cambiaba de domicilio, dentro de lo posible evitaba el contacto con su familia (sus dos hijos y su segunda mujer, en aquellos tiempos era Marianne Wiggins). Prácticamente desapareció de la vida pública. Vivía, si a eso se le puede llamar “vida” —como la han sufrido otros escritores amenazados por la delincuencia o por el fanatismo religioso—, por ejemplo el italiano Roberto Saviano que continúa escribiendo en condiciones semejantes, rodeado de guardaespaldas, sospechando de todos, porque era posible que un mal día pudieran traicionarlo presionados por sus enemigos, sometido a un complejo sistema de seguridad dirigido desde Scotland Yard. Rushdie pasó a ser una sombra, a “vivir” demasiadas horas nocturnas en hoteles de una noche, o de “paso” como se les llama en México, aunque, de hecho, todos los hoteles son “de paso”. O en pisos francos. Salman Rushdie (Bombay, ahora Mombay, 1947), pasó, de escritor a fugitivo por obra y gracia del fundamentalismo. Mientras el ser humano se consumía por la acción de sus detractores integristas, Versos satánicos, como todo libro prohibido, en muchos países se convirtió en un éxito de ventas.
En México tardó en llegar a las librerías, lo cual no es ninguna novedad. De hecho, leí la obra del “escándalo”, en un volumen prestado por un recordado compadre, mi paisano (que en paz descanse) el doctor Ramón Ojeda Mestre, padrino de mi hijo Bernardo, en su versión italiana que a su vez le facilitó el novelista y periodista italiano que radicó en México durante muchos años, Carlo Coccioli, colaborador de la revista Siempre, misma en la que ahora aparece esta ISAGOGE. A pesar de la fatwa de Jomeini, que por estos lares no representaba prácticamente nada, en algunas radiodifusoras piratas de países islámicos —incluso de Irán—, se hacían lecturas en farsi de la novela.
Cuando Rushdie publica su cuarta novela, precisamente Versos satánicos, contaba
Con la nacionalidad británica. Había llegado a la Gran Bretaña a los catorce años de edad, en enero de 1961, enviado por sus acomodados padres para estudiar en Rugby School, uno de los más prestigiados internados británicos. En ese centro educativo pasó dos años atormentado por sus condiscípulos: en su contra jugó su origen indio y su poca habilidad deportiva. Después ingresó en el King´s College de la Universidad de Cambridge, donde obtuvo la maestría en historia en 1968, especializado en temas islámicos. Inmediatamente inició su fructífera vida de escritor y de académico, así como una reconocida capacidad de conferenciante y defensor de la libertad de expresión, lo que le ha causado no pocos sinsabores.
En las letras debutó con el libro Grimus, con poco éxito, en 1975. Le siguió la muy bien recibida Hijos de la medianoche, 1981, que ganó el famoso Premio Booker del año, y Vergüenza en 1983. Y la cuarta fue Versos satánicos, en 1988: su maleficio, su infierno, su delito. La secuencia de calamidades que desató esta obra es de antología: el 5 de octubre del mismo año se prohibió en la India, después en Egipto y en Sudáfrica. Al inicio del siguiente año, la británica cadena de librerías WHSmit retiró el libro de sus 430 locales. Pakistán se sumó al rechazo, después de que el 12 de febrero se declararon disturbios frente al Centro Cultural de EUA, en Islamabad, con el resultado de cinco muertos y sesenta heridos. Razón por la cual la Gran Bretaña e Irán rompieron relaciones diplomáticas. Y muchos otros episodios más.
De tal suerte, el gobierno de la conservadora Margaret Thatcher acogió el caso Rushdie como asunto casi personal protegiendo al escritor con un nutrido equipo de ocho guardaespaldas. Sus movimientos por todo el mundo eran secretos y cada uno de sus desplazamientos suponían riesgos por los que había que movilizar a varias agencias estatales de seguridad y de otras partes del globo. Además, Rushdie pese a tan dura situación no dejó de escribir. De hacerlo hubiera perdido la razón, pero su vida era un asunto demasiado complicado. Después salió de Inglaterra con destino a EUA, a Nueva York, donde había encontrado el sitio ideal para desarrollar su carrera de escritor. Pero, lejos de la certeza del condenado a muerte y de la leyenda del furtivo, tres décadas después la garra de Jomeini le alcanzó en territorio estadounidense. El celo y el odio islámico, o por lo menos, el islamismo a la Jomeini, no perdonan. Poco más de tres décadas tardó en suceder aquello que el novelista procuraba no hablar, aunque sí escribir. En Nueva York encontró el hogar con libertad, hasta que sucedió lo que acaba de suceder. La puñalada en el cuello es un siniestro volver a empezar. ¡Ojalá!
Para finalizar esta ISAGOGE, cito unas líneas que no han perdido validez pese al tiempo transcurrido, de “Una plegaria por Salman Rushdie”, que escribió hace 23 años el admirado hombre de letras estadounidense Paul Auster en la que rezaba porque el escritor que nació en la India salvara su vida, en peligro, por haber escrito un libro, que “es una manera extraña de vivir la vida”, que solo “una persona sin alternativa la escogería como profesión”:
—“Cuando me senté a escribir esta mañana, lo primero que hice fue pensar en Salman Rushdie. He hecho esto cada mañana por casi cuatro años y medio, y ahora es parte esencial de mi rutina diaria. Tomo mi pluma, y antes de empezar a escribir pienso en mi colega novelista al otro lado del océano. Ruego para que siga viviendo otras 24 horas. Ruego para que sus protectores ingleses lo mantengan oculto de la gente encomendada para asesinarlo —la misma gente que ya mató a uno de sus traductores (el japonés) e hirió a otro (el italiano)—. Sobre todo, rezo para que llegue la hora en la que estas oraciones ya no sean necesarias, cuando Salman Rushdie sea libre de caminar por las calles del mundo como lo soy yo”.
“Rezo cada mañana por este hombre, pero en el fondo sé que también estoy rezando por mí. Su vida está en peligro porque escribió un libro. Escribir libros también es lo mío, y sé que si no fuera por los giros de la historia y por simple suerte, yo podría estar en sus zapatos. Si no hoy, quizás mañana. Pertenecemos al mismo grupo: una fraternidad secreta de solitarios, inválidos recluidos y extravagantes, hombres y mujeres que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo encerrados en pequeñas habitaciones luchando por acomodar palabras en una hoja. Es una manera extraña de vivir la vida, y sólo una persona sin alternativas la escogería comía profesión. Es muy arduo, demasiado mal pagado, demasiado lleno de desilusiones para embonar en la vida de cualquiera. Los talentos varían, las ambiciones varían, pero cualquier escritor que valga la pena te dirá la misma cosa: para escribir un trabajo de ficción, uno debe de ser libre de decir lo que tiene que decir. He practicado esta libertad con cada palabra que he escrito —y también Salman Rushdie lo ha hecho. Esto es lo que nos convierte en hermanos, por eso, su predicamento es el mío”.
En fin, el lunes 15 de agosto, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Irán, Naser Kanani, niega “categóricamente” cualquier vínculo con el agresor que apuñaló a Rushdie, pero aclara: “en este ataque, sólo el escritor y sus partidarios merecen ser culpables e incluso condenados…nadie tiene derecho de acusar a la república islámica”. Sin comentarios. Como si se tratara de las “meigas” (brujas” gallegas), “de haberlas, haylas”. VALE.

