Hay una tendencia de las autoridades federales, y de algunas locales, consistente en dejar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la labor de definir si sus actuaciones son contrarias o no a la Constitución. Lo hacen a sabiendas de que hay irregularidades en sus actuaciones y le apuestan a que no haya acciones en su contra o se tarde la resolución que defina la inconstitucionalidad.

Esa tendencia es contraria a la obligación de toda persona servidora pública de guardar la Constitución ¿Cómo pueden guardar la Constitución si ellas no pueden definir si sus actuaciones son constitucionales?

La Constitución es el instrumento más importante para dar efectividad a las expectativas normativas de mayor significado para una sociedad. Su creación garantiza los principios fundamentales para el Estado que beneficían a las personas. Las autoridades y particulares deben apegarse a los mandatos de la Constitución, de lo contrario su actuación es inválida, al respecto Hamilton señala lo siguiente:

“…todo acto de autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría a afirmar que el mandatario es superior al mandante, … que los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo y que los hombres que obran en virtud de determinados poderes pueden hacer no sólo lo que estos no permiten, sino incluso lo que prohíben” (1).

Una vez institucionalizados los acuerdos políticos fundamentales en la Constitución estos se deben de preservar. La Constitución es un ordenamiento normativo que obliga a todos, autoridades y particulares, a cumplirla y garantizarla. Es fácil hacerlo. La constitucionalidad no es una ciencia oculta que solo pueda entender y descifrar el Poder Judicial Federal o, en específico, la Suprema Corte. En la mayoría de los casos, basta con saber leer o tener un poco de sentido común para determinar si una norma, acto u omisión es contraria a la Constitución.

Quienes ejercen una función estatal deben tener, por lo menos, la capacidad de entender sus competencias y los límites de sus actuaciones que marca la Constitución. La ignorancia de las autoridades es un mal, y un mal mayor es el cinismo, cuando a sabiendas de que se actúa irregularmente se dice: si está mal ¡Que lo defina la Suprema Corte!, como si el Máximo Tribunal fuese el único encargado de garantizar la Constitución. Eso no es así.

Las autoridades administrativas y legislativas también ejercen control constitucional, está función se identifica con la restauración de las normas, actos u omisiones inconstitucionales que hayan generado a través de sus actuaciones. Lo pueden hacer por sí mismas. Incluso cuando hayan pasado los plazos para impugnar sus obras, a través de reformas o de revocar sus anomalías. La obligación para realizar esa restauración se desprende de los siguientes fundamentos constitucionales:

  1. La obligación genérica de las autoridades en materia de derechos humanos, prevista en el artículo 1°, párrafo 3: “Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad;”.
  2. La protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanan, prevista en los artículos 87, 97 y 128.

La Suprema Corte es un subsistema inmunológico de las anomalías del sistema estatal. El subsistema inmunológico no es el único encargado de mantener el bienestar del sistema; actúa como defensa ante el incumplimiento de autoridades y particulares. En la tendencia comentada, cuando una autoridad incumple un mandato constitucional le apuesta a que sea el subsistema inmunológico, la Corte, quien repare el mal. Eso es tan absurdo como el hecho de que una persona ingiera un alimento en mal estado y confíe en que su subsistema inmunológico actúe para mejorarse, cuando pudo evitar la enfermedad. El subsistema actúa ante la enfermedad. Lo relevante es no enfermar al sistema, y de eso se encargan las autoridades legislativas y ejecutivas. La función judicial, en el ámbito constitucional, se activa para eliminar las anomalías ya existentes.

Un sistema jurisdiccional activo no es sinónimo de un buen Estado de Derecho. La frase de Robert Baden-Powell: “No es más limpio el que más limpia, sino el que menos ensucia”, se puede parafrasear de la siguiente forma: “No es mejor el Estado de Derecho en el que hay mayor judicialización, sino en el que menos se incumplan las leyes”.

En México hay un subsistema inmunológico saturado. Se ha degenerado y es ineficaz ante el exceso de trabajo. Su función ya no la cumple a cabalidad, basta con verificar el número de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad que están en la congeladora en la Suprema Corte, o los múltiples juicios de amparo que esperan una resolución. En el peor de los casos, el subsistema inmunológico ha caído en manos del causante de la enfermedad.

Seguimos en un sistema estatal enfermo. No hay prevención. No hay inmunidad. Sí hay mucha impunidad –el peor de todos nuestros males–, y se extiende a la vista de todos: se incumplen suspensiones, se invaden competencias, se violan derechos humanos, se incumple la Constitución, y no pasa nada.

Nota:

  1. Hamilton, Alexander, El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, nota 117, cap. LXXVIII, p. 332.