Hace algún tiempo el Instituto de Investigaciones Jurídicas publicó una obra de la que somos coautores el doctor Juan Silva Meza y yo, con el mismo título que he puesto a este artículo, para el que solicito  la hospitalidad de “Siempre!”. En ese libro, que está disponible libremente en la página web del Instituto, examinamos con cierto detalle algunos errores  —y horrores—  que se han filtrado a la legislación sobre seguridad y justicia, y también, por supuesto, a la práctica cotidiana en este ámbito, esencial para la vida de la sociedad y para el cumplimiento de los deberes primordiales del Estado bajo el transitado concepto de “Estado de Derecho propio de una sociedad democrática”. En “Siempre!” y en “El Universal” me he referido en diversas ocasiones a esta materia, destacando algunas áreas críticas de nuestro Derecho y de nuestra práctica en el orden de la seguridad y la justicia.

A la cabeza de los problemas que actualmente enfrenta la nación se halla, en mi concepto, la inseguridad de los ciudadanos por la expansion de la violencia, que ha adquirido inauditos caracteres, y el avance de la delincuencia. Estoy al tanto, como lo están millones de compatriotas, seguidores del discurso oficial que se propala en las consabidas matinées y en otros foros, de que el gobierno de la República ha combatido con eficacia  —dice el discurso—  esa violencia y esa criminalidad y conseguido avances muy apreciables en la prevención y persecución de muchos delitos, entre los más graves. Pero también estoy al tanto, como esos mismos millones de compatriotas, de que la criminalidad prevalece y cobra cada día infinidad de víctimas en delitos que lesionan a individuos, grupos y poblaciónes enteras. De esto dejan constancia los noticieros a los que tenemos  acceso cotidiano. Existe, pues, un abismo entre el discurso official y los hechos. Toca al gobierno probar que éstos se ajustan a las palabras y que los mexicanos podemos vivir en paz.

En días recientes, nuestra prensa dio cuenta de ciertos hechos que ponen de nuevo en el scenario delitos  muy graves, así como errores y desvíos de la legislación en materia de justicia. Se han iniciado investigaciones y procesos a los que de momento no me referiré, en espera de que en su curso quede perfectamente establecido, en bien de la legalidad y la justicia, que tienen cimiento jurídico y desembocarán en decisiones justas exclusivamente amparadas por el propósito de hacer justicia. Aguardemos que así sea. Pero también se ha dado cuenta de hechos que atañen a la justicia desde la vertiente de lo que llamamos medidas cautelares.

Ciertas decisiones de tribunales nacionales llaman la atención sobre esas medidas, su legitimidad y pertinencia. Y además estamos pendientes de las decisiones que adopten la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ésta en dos casos sometidos a su conocimiento, que entrañan violaciones a derechos humanos imputables  —se sostiene en las respectivas demandas—  al Estado mexicano. Esos casos pondrán en el escenario, a través de los cargos formulados en contra el Estado (relacionados con violaciones procesales), algunas figuras del procedimiento penal bien conocidas y temidas, como son el llamado arraigo  —un “monstruo jurídico”—  y la prisión preventiva oficiosa  —otro “monstruo” inaceptable—.

Los casos justiciables ante la Corte Interamericana, que pueden ser conocidos (y conviene que lo sean) por quien lo desee a través de la página web de ese Tribunal, se identifican con los nombres de las presuntas víctimas: caso García Rodríguez y otro vs Méxicocaso Tzompaxtle Tecpile y otros vs México. Como se advierte, no se trata de litigios entre particulares, sino de demandas directas contra el Estado mexicano. Pronto veremos los resultados de estas contiendas judiciales, que tienen a nuestro gobierno en el banquillo de los acusados. No es la primera vez que esto ocurre, aunque sería muy deseable, obviamente, que fuera la última.

Dije que los temas de esta nota y de esos juicios internecionales y nacionales son diversas violaciones procesales, entre ellas el llamado arraigo; también, directa o indirectamente, la prisión preventiva oficiosa, dejando a salvo otros datos y detalles. Recordemos que el arraigo es una forma extravagante de privación de la libertad generada por la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996, como medio para combatir esa criminalidad insoportable. Pero el combate en favor de la seguridad y la justicia debió correr por vías legítimas y no por una privación anticipada de la libertad en agravio de un sujeto a quien el Ministerio Público atribuye, con  algunos indicios a la mano, la comisión de un delito que aún no se ha probado.

El arraigo es, en sustancia, una figura desviada de prisión preventiva, que nuestro Derecho no aceptó hasta 1996 y que fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que para ello tuvo a la vista alguna de las primeras incorporaciones del arraigo en la ley estatal de Chihuahua. . Para superar este escollo de inconstitucionalidad no se nos ocurrió nada mejor que “constitucionalizar” el arraigo incluyéndolo en la ley suprema.  Este fue uno de los graves desaciertos de la muy celebrada reforma penal constitucional de 2008, que por otra parte también adoptó aciertos dignos de aplauso.

El otro tema al que quiero referirme, que ha vuelto a la opinión pública en estos días, a raíz de la excarcelación de una ciudadana que había permanecido en prisión  —innecesaria e injustamente—  durante varios años, corresponde a la prisión preventiva en general, y particularmente a la preventiva  oficiosa, que es otro de los productos aberrantes de la reforma constitucional de 2008, agravado a fondo por la de 2019. Desde luego, no quedaron ahí los errores y desvíos. Es preciso agregar a la relación oscura de estos tropiezos la privación de dominio también incorporada en la reforma de 2008 y extremada en la de 2019. Pero no pretendo ocuparme de esta medida, que he cuestionado en diversas ocasiones.

No debo suponer que quienes me hacen el favor de leer estas líneas son conocedores del Derecho y saben en qué consisten las medidas a las que ahora me refiero, particularmente la prisión preventiva. Por ello debo recordar que ésta, muy antigua, consiste en recluir a un sujeto al que se atribuye responsabilidad como autor o cómplice de un delito, antes de que esa responsabilidad se haya probado plenamente y exista en contra del imputado una sentencia condenatoria. Sin embargo, se ha entendido que la buena marcha de la justicia, puesta al servicio de la seguridad, requiere la adopción de medidas cautelares para evitar que un individuo sujeto a proceso se sustraiga a la justicia, altere las pruebas o ponga en serio peligro a la víctima, a la sociedad o a los encargados de hacer justicia. Por ello se admite  —de “mala gana”, digamos—  la posibilidad de que se imponga prisión preventiva a un ciudadano antes de que se dicte sentencia.

Ahora bien, esa prisión debe sujetarse a condiciones que legitiman semejante invasion del derecho a la libertad. Es preciso que existan datos de prueba  —o mejor dicho, pruebas—  que permitan saber, razonablemente, que el imputado se sustraerá a la justicia, alterará la marcha de ésta o afectará a las víctimas y a la sociedad. Estos son los motivos que legitiman una medida tan severa, contrapuesta obviamente a la denominada “presunción de Inocencia”, pieza clave del procedimiento penal en una sociedad democrática. Por lo tanto, es tan ilegítimo como lamentable  –contraviene principios del Estado de Derecho–  aplicar la prisión en otros casos. Sin embargo, nuestra legislación permite esta posibilidad, que se presenta con frecuencia, e inclusive la ha ampliado y profundizado a través de una figura absolutamente reprobable a la que se denomina preventiva oficiosa.

En el caso general de la prisión preventiva, corresponde al Ministerio Público probar seriamente que hay peligro de fuga del imputado o riesgo cierto de alteración del proceso. Pero en el caso específico de la preventiva oficiosa, instituida por la reforma de 2008 y agravada, como dije, por la de 2019, la ley misma dispone  —con independencia de lo que quiera o pida el Ministerio Público y convenza o no al juez—  que en muchos casos laprivación de libertad se imponga a los imputados por determinados delitos, cuyo número se ha incrementado a capricho del Ejecutivo y/o del legislador, promotores o autores de las correspondientes reformas. De esta manera, la prisión preventiva se convierte en un “adelanto” de la prisión punitiva, es decir, en un anticipo del castigo con base en un juicio previo  –un “prejuicio”, pues–  del legislador.

Además de que la aberrante figura procesal del arraigo se podrá analizar ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, destaca el hecho, muy afortunado, de que nuestra propia Suprema Corte de Justicia revisará el tema de la preventive oficiosa y adoptará una decisión, que será trascendental, a partir del estudio que haga de un proyecto presentado por el ministro Luis María Aguilar Morales (quien ha sido, por cierto, autor de otros proyectos de signo liberal y progresista sometidos al alto Tribunal mexicano). No pretendo juzgar los méritos, que los tiene, de esa propuesta, sino destacar la esperanza de que sea la justicia mexicana (no sólo la interamericana, directa o indirectamente) quien rechace de una vez por todas el enorme desvío que entraña la prisión preventiva oficiosa, a reserva de que llegue el día en que una revisión más amplia y profunda y una política  más racional y competente permita reducir drásticamente el empleo de la prisión preventive en general y humanizer la forma en la que ésta se aplica.