Casi de manera inopinada, la Suprema Corte abrió el debate sobre una de las vertientes importantes de la estrategia de seguridad –actual y anteriores– con la revisión del modelo judicial de prisión preventiva oficiosa (PPO), es decir el arresto preventivo de presuntos infractores de la ley en presuntos casos de presuntas ilegalidades a la espera de terminar expedientes acusatorios.

El modelo de PPO ha venido funcionando casi desde siempre en el sistema judicial penal mexicano, pero en los últimos tiempos ha tenido un posicionamiento mediático no por algún presunto delincuente mantenido en prisión por sospechas y a la espera de elaboración de la averiguación previa completa, sino por su uso le ha permitido el encarcelamiento por razones políticas.

Los casos de Rosario Robles Berlanga y Jesús Murillo Karam podrían ejemplificar este debate. Varias investigaciones periodísticas basadas en elementos probatorios de presuntos delitos que debieron haber sido integrados de manera formal en una averiguación previa han supuesto la responsabilidad de ambos exfuncionarios en irregularidades susceptibles de conducir a enjuiciamiento y sentencias condenatorias.

Sin embargo, el modelo de la PPO permitió encarcelar a ambos en tanto la autoridad elaboraba y completada la carpeta acusatoria. Aunque los datos periodísticos contra ambos pudieran considerarse contundentes, debe corresponder a la autoridad judicial su valoración y acreditación en procesos ante tribunales, con el riesgo de que las pruebas no oficiales pudieran no cumplir con los requisitos del Código Penal y en ambos casos los dos funcionarios no solamente deberían de obtener su libertad, sino que no debieron de haber sido encarcelados.

Los dos casos de alta visibilidad política han puesto en el debate de los derechos y garantías de los ciudadanos bajo señalamientos de regularidades penales por razones de Justicia política y no penal. Y el asunto se agrava, como en el caso de Emilio Lozoya Austin, que fue encarcelado para obligarlo a llegar a algún acuerdo de negociación política intercambiando acusaciones contra otros funcionarios del Gobierno de Peña Nieto para obtener su libertad.

El mecanismo de los acuerdos está permitido por las legislaciones judiciales, pero en México se han aprovechado para vender impunidad a cambio de comprar delaciones. La falta de experiencia procesal en el manejo de estos mecanismos ha llevado a que Lozoya se haya burlado de manera impune de las leyes y de las autoridades, dejando entrever que su encarcelamiento fue solo por razones políticas de cambios sexenales.

El problema no radica en el uso de los mecanismos de la PPO, sino en el abuso de la autoridad para ocultar incompetencias. La Constitución señala claramente que ninguna persona podrá ser detenida sin mediar una acusación formal y una orden precisa y ésta solo se puede ser liberada u obsequiada a partir de que la autoridad judicial reciba un expediente integrado de acusaciones con suficientes elementos de prueba para concluir una presunta responsabilidad.

En este contexto, la PPO suele estar ocultando la incapacidad pericial de las autoridades y tiene que confiar en la presión y hasta chantaje a los presuntos inculpados para que aporten los elementos probatorios de sus presuntos delitos que la autoridad debería de haber tenido elaborados con anticipación. En este contexto, puede darse el caso de que la presunta responsabilidad no tenga elementos probatorios y entonces esté condenando a presuntos inocentes o no-culpables a pagar presuntas por sospechas de lo que hicieron.

El debate sobre la PPO en la Suprema Corte tiene elementos suficientes para votar por la anulación del mecanismo, independientemente de que hubiera sido útil para casos delictivos de alta visibilidad por temas de criminalidad y narcotráfico. La facilidad en el uso de la PPO en casos de delincuencia política ha atropellado los derechos de la delincuencia común que desde la nueva doctrina de los derechos humanos de 2011 tiene prioridad sobre las intenciones de impartición de Justicia de la autoridad.

El camino cómodo de la PPO ha evitado que el aparato de impartición de justicia del Estado se profesionalice en materia pericial, de tal manera que no se ejerza prisión preventiva para cubrir las deficiencias de investigación y optar por el chantaje de la autoincriminación de los detenidos. El sistema penal de Estados Unidos, por ejemplo, impide el arresto de presuntos delincuentes solo basados en sospechas y se exige la aportación de pruebas contundentes a juicio de la autoridad penal para liberar las órdenes de aprehensión.

Para que se entienda en pocas palabras, el sistema judicial penal de México ha requerido desde la modificación de criterios por derechos humanos de la existencia de equipos de investigación pericial tipo CSI –investigaciones de escenas criminales– para aportar todas las pruebas contundentes al juez en la solicitud de órdenes de aprehensión. Con base en la PPO, cualquier ciudadano puede ser detenido y tendría que revertir el principio toral de todo sistema judicial democrático de que se es inocente hasta demostrar lo contrario para imponer el nuevo dogma de que se es culpable hasta que el detenido demuestre su inocencia.

El resultado del debate en la Suprema Corte sobre la legalidad o ilegalidad de la PPO será punto de inflexión para entrarle ahora hacia la modernización del sistema judicial-penal de México para superar el modelo antiguo de los arrestos sin presentar pruebas de culpabilidades.

El dilema al que se enfrenta en la Suprema Corte definirá también su propio rumbo institucional: o defiende la existencia del derecho simbolizado en la mujer con la balanza en la mano y un pañuelo tapándole los ojos –la justicia es ciega– o consolida el mecanismo de prisión preventiva que seguirá violando los derechos constitucionales de los ciudadanos, culpables o no. Y el desafío más importante de la Suprema Corte estará en responder a los criterios de la Corte Internacional de Derechos Humanos que determinaría la validez o no de la PPO o acreditar la prioridad de presiones políticas para mantener un modelo judicial que de todos modos no ha contribuido a disminuir la inseguridad.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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