La discusión en torno a un reforzamiento de la participación de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública por una crisis de la seguridad interior derivó de manera lamentable en una disputa de posiciones políticas y partidistas y se hundió en el contexto de sucesión presidencial adelantada que en nada contribuyó el tema central: qué estructura de seguridad requiere el Estado ante el fortalecimiento del crimen organizado y sus tentáculos en la delincuencia desorganizada que se han convertido en un poder cuasimilitar que le disputa hegemonía y soberanía al propio Estado.

El presidente de la República ha centralizado en su área de responsabilidad la capacidad de decisión que debe de pasar de manera obligada por instancias legislativas y sociales, en tanto que la oposición ha construido un muy eficaz discurso de resistencia –o “contención”– que se opone a las decisiones ejecutivas y que a su vez quisiera dictaminar las orientaciones y decisiones operativas de la estructura de seguridad pública.

El Ejército, otra vez, ha quedado atrapado en su disciplina y lealtad en los mecanismos institucionales que cumple de manera estricta, pero en medio de nuevos parámetros políticos, geopolíticos y estratégicos que han configurado ya un escenario de seguridad del Estado como la única garantía para resistir las expansiones criminales y delictivas no solo al interior del mismo Estado, sino a las áreas territoriales de la soberanía de la República.

Las organizaciones del narcotráfico han expandido sus redes de dominación en el Estado y el territorio, mientras la autoridad tiene casi 40 años en que ha realizado modificaciones parciales al aparato de seguridad desde el Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988 y es la hora en que todavía se mueve en la cuadratura de un círculo.

El error estratégico del Estado –de funcionarios, clases y sectores– se localiza en el escenario sexenal de decisiones, en la confusión de los tiempos priistas de que la seguridad del grupo gobernante debía ser la seguridad de la sociedad y en la falta de supervisión directa del jefe del Ejecutivo federal sobre la seguridad. Y en todos los tiempos, la solución de emergencia ha querido ser asumida como la solución permanente: la militarización de los cuerpos de seguridad, pero sin que se hayan dado los pasos legales necesarios para construir un marco jurídico y doctrinario para la seguridad.

En este sentido, las decisiones gubernamentales –mal que bien– han operado en una lógica no muy razonada pero válida: el eje de la estabilidad de la República y de sus instituciones es la seguridad en su doble dimensión, para garantizar el funcionamiento cívico de las estructuras gubernamentales y para generar condiciones de estabilidad en la República para la generación de la riqueza y la distribución del bienestar.

Los presidentes Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Vicente Fox crearon estructuras especiales para la seguridad, pero permitieron la contaminación de los titulares. Los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto acudieron al auxilio del Ejército para combatir en campos de batalla a los delincuentes, pero a su vez permitieron la perversión de los cuerpos civiles de seguridad.

El presidente López Obrador definió una estrategia de pacificación, pero sin decisión de perseguir a las bandas delictivas; en los meses de la actual administración se han aumentado inversiones y atenciones sociales en el interior de la República, pero al mismo tiempo la falta de órdenes operativas dejaron que las bandas delictivas del narcotráfico se convirtieran en un poder cuasimilitar, es decir, con estructuras, recursos, personal, armas y fuerza operativa para mantener sus territorios y expandirse a otros, dejando la impresión de que el crimen organizado tiene capacidad de batalla para resistir las ofensivas del Estado.

En las discusiones de las reformas que involucran el sector militar en la tercera semana de septiembre nada de esta realidad se presentó en el Congreso, ni de parte del Estado ni de la oposición, y entonces la discusión de las leyes quedó solo en una confrontación polarizada de posiciones parciales, con la circunstancia paradójica de que una mirada fría al escenario puede concluir que los dos, el gobierno y la oposición, tenían la razón parcial.

Los tres puntos más importantes de la discusión legislativa no podrán tener atención si no se asumen en un contexto integral:

1.- La seguridad de la sociedad es responsabilidad del Estado y sus organismos civiles y militares vistos como un todo.

2.- La doctrina integral de seguridad percibe los tres universos integrados: seguridad pública, seguridad nacional y seguridad interior.

3.- La pasividad del Estado y del sistema político por la incomprensión de la realidad de la seguridad beneficia de manera correlativa el fortalecimiento de la delincuencia en todos sus niveles.

En la discusión y conclusión de una de las fases últimas del debate político-institucional-legislativo de la seguridad perdieron todos los sectores involucrados en el debate y los delincuentes fueron los únicos que salieron ganando.

La reorganización del área de seguridad del Estado debe medir resultados en función de la capacidad de estructuración del crimen organizado. Mientras la oposición legislativa le redujo capacidad operativa a las oficinas de seguridad del Estado, las bandas criminales siguen expandiendo su control sobre partes territoriales de toda la República y han comenzado ya a dictar decisiones que afectan a sectores sociales y productivos.

La oposición legislativa perdió la oportunidad para contribuir al perfeccionamiento la estructura de seguridad del Estado al reducir su participación en un sonoro no que tendrá sus peores efectos en una criminalidad ensoberbecida que se ha beneficiado de los pleitos –por no llamarle de otro modo– entre gobernantes y estructuras legislativas.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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