Nunca pensé iba a escribir un artículo con tan pequeño título, pero, bueno, así salió. En realidad, el encabezado de estas líneas debió ser La Quinta Transformación, que poco tiene que ver, por cierto, con las transformaciones oficiales, es decir, esas a las que se pretende asignarles tal categoría como son la Guerra de Independencia, la Reforma, la Revolución Mexicana y, ahora… ¿y, ahora…? Bueno: dejémosla en la 4T (whatever it means, gringos dixit).

Para mi, debo decir, las verdaderas transformaciones en México fueron muy otras.  Antes de mencionarlas, sin embargo, ubico al lector en mi ámbito existencial: nací justo a la mitad del siglo pasado, de aquí que dos de estas transformaciones no las viví; las otras tres sí que las he vivido. Previo a entrar en materia, también es menester aclare qué entiendo por transformación, en una colectividad tan grande como un país, México, en donde su población -el Pueblo- adopta una actitud espontánea, inesperada, imprevisible, como secuela de un hecho de las mismas características. Digamos que la transformación -como yo la entiendo- sería equiparable a una experiencia postraumática.

Enumero mis cinco transformaciones: la primera, cuando se arriaba la bandera norteamericana en el Zócalo capitalino, el 14 de septiembre de 1847; la segunda, la expropiación petrolera, el 18 de marzo de 1938; la tercera, los sismos del 19 y 20 de septiembre de 1985; la cuarta, la elecciones presidenciales del 1º de julio de 2018. La quinta, y más reciente, la marcha ciudadana del 13 de noviembre de 2022.

Pero ¿por qué -se preguntarán- ubico en estos hechos históricos momentos de transformación guardados en el inconsciente colectivo de los mexicanos y que afloran por acontecimientos inesperados, no previstos o de dimensiones más allá de las esperadas? Me explico.

Cuando fuimos invadidos por el ejército norteamericano en 1847, la masa abigarrada que contemplaba el espectáculo de nuestra humillante derrota, los más humildes, los empleados de toda índole, las clases medias, las altas, los curas, hombres, mujeres, todos se volvieron uno, el País se volvió uno. En masa se lanzaron con lo que pudieron sin importar que fueran masacrados. Desde entonces nació nuestro antiamericanismo; de ahí conservamos ese sentimiento de unívoca solidaridad cuando se nos ofende allende el Bravo. Ahí está en nuestro inconsciente colectivo y nos identifica, sin diferenciación de etnias, clases sociales o partidos políticos.

Igual sentimiento emergió cuando, con una guerra mundial en ciernes, el gobierno de México decretó la expropiación petrolera. En todo el pueblo reinaba ese sentimiento de solidaridad incondicional: las aportaciones en dinero y en especie (gallinas, máquinas de cocer, alhajas) fueron un hecho -quizás exaltado por los medios- pero que se convirtió en leyenda. Ahí estaba, otra vez, el mexicano que siempre hemos querido ser y del que nos sentimos orgullosos, porque sabemos que existe; el mexicano generoso, hospitalrario, valiente, solidario sin regateos.

Hasta aquí, los acontecimientos que relato -lo creo sinceramente- transformaron nuestra manera de ver al mundo y de vernos a nostros mismos. Nos activaron un resorte en nuestras mentes y en nuestros corazones que hace saltar lo mejor de nostros mismos cuando la salud de la Nación está en peligro. Y, de pronto, todos somos uno y uno somos todos. Desde luego que no viví ambos momentos, pero los he heredado como cultura y eduación que todos, absolutamente todos los mexicanos, hemos recibido en la escuela, en la familia y a pie de calle. Tan los siento que por eso lo platico.

Los sismos del 85 sí son parte mi historia. Desde el día 1 me incorporé a los voluntarios rescatistas. Me encontré -en las calles, entre escómbros, en hospitales, en un estadio de beisbol lleno de cadáveres- a un mexicano maravilloso al que se le presentó la oportunidad de representar el ensueño que llevaba dentro. Los vi -hombres y mujeres, en Tepito, en la Colonia Obrera, en la Condesa, en la Del Valle- transformarse en rescatistas, policías, médicos, soldados, repartidores de pan y café. Lo que fuera: era el momento de ser héroes. Y lo fueron.

Llorábamos a nuestros muertos, pero cantábamos nuestra alegría de ser quien eramos. Esa es mi 3T, mi Tercera Transformación.

La cuarta transformación (la llamada 4T) la ubico el 1º de julio de 2018, el día de las elecciones presidenciales, en las que bajo la consigna de “Juntos Haremos Historia”, 30 millones de ciudadanos, 53 por ciento del padrón electoral -una inmensa mayoría-, paladeó esa sensación de victoria y, a la vez, de venganza. Venganza contra el cínico saqueo del corrupto gobierno de Peña Nieto (fresco en la memoria de los mexicanos), pero también de los gobiernos anteriores, generadores de inmensas fortunas de nuevos y viejos ricos; venganza de todos los agravios acumulados; venganza por el abandono de los pobres que crecían ( y crecen) inconteniblemente.

Agravios acumulados por tres décadas, ese domingo de julio cobraron la factura, pobres, ricos, de izquierda, de derecha y hasta los abstencionistas de siempre. 30 millones de votantes convirtieron su pasivo acumulado en una cuenta por cobrar, a corto plazo y con amenaza de embargo. “No a la corrupción; no a la violencia; no al depilfarro; no a la enfermedad; no a los militares; no a la marginación de pobres y minorías; no, no, y no. El 1º de diciembre de ese año, vi gente llorar escuchando el discurso de toma de posesión del ganador idiscutible: Andrés Manuel López Obrador ¡Estábamos felices! El mexicano, empático, esperanzado, optimista, solidario con las causas que habían llevado al triunfo un nuevo proyecto de Nación que, se esperaba, beneficiaría a todos y daba escape a una presión social que amenazaba la pax pública, volvía a aparecer en todo su esplendor, en toda su escencia, en toda su inocencia y en toda su credibilidad. Nos había llegado de nuevo la transformación de nuestro más íntimo ser.

Y así lo vivimos un tiempo -más bien corto, diría yo-, ya que en el curso de los últimos cuatro años, sin embargo, el desengaño de lo ofrecido vs. lo actuado; el contratismo; el millón de muertos (por COVID, por violencia, desaparecidos, enfermos sin atención); el insulto; el enfrentamiento de gobernantes contra gobernados; la unificación de Poderes, el desmantelamiento de instituciones e infraestructura; y un largo etcétera, hizo que desapareciera el encanto. Los que creíamos que juntos haríamos historia, poco tardó en que uno se convirtiera en dos: los buenos y los malos. Asi, el ser y sentir del mexicano, nuestro yo íntimo, se resguardó en el invierno de la desesperanza.

Pero ha vuelto; ahí esta.

El 13 de noviembre de este 2022, el día de la marcha cívica, se rompió de nuevo el capullo de la hibernación. La gigantesca ciudad se vistió de rosa, decenas de ciudades más brincaron a la fiesta ciudadana, cientos de miles se hicieron uno. Los ciudadanos, el pueblo todo, volvió a otrificarse. “Yo soy tú, tú eres yo”. “Yo te cuido, tu me cuidas”. “Yo te escucho, tú me escuchas”. Las esporádicas manifestaciones de partídos políticos, la presencia de líderes impresentables, los saboteadores y los anarco-rompehuesos de siempre, se apagaron como brasas ardientes que caían en un mar de ciudadanos.

¡Estabamos felices!. ¡Estamos felices!. Estoy seguro -estamos seguros- que la Quinta Transformación se ha iniciado: somos distintos. En el curso de los últimos cuatro años, afortunadamente, ya no somos iguales.