Si algún lector está abordando este artículo atraído por su título, pensando me voy a enfilar contra quien ustedes ya saben, siento decepcionarlos. Es un truco mercadológico para inducirlos a conocer al sátrapa y dictador que fue Lucio Cornelio Sila, (siglo I a. C.). Sangriento e inescrupuloso que fue, nos da algunas lecciones de cómo llegar a ser un jefe máximo, con recetas tan antiguas como vigentes, que algunos ignoran y, otros, conocen a la perfección.

Confieso que en esto días aciagos en los que veo con tristeza por lo que está pasando México -mi país-, opté por refugiarme en la lectura amable, constructiva, bella, profunda; esa que nos lleva lejos de las matanzas de todos los días, de las editoriales y de otros comentócratas que hacen el obligado recuento -repetitivo ya- de las pifias y desvaríos de nuestros líderes políticos, del desmantelamiento de sistemas e instituciones. Pretendía, pues, mantenerme lejos de la Casa Gris o del Rey del Cash, lejos de las amenazas a nuestro sistema electoral y del imparable avance de la militarización en México.

Opté por leer una obra singular, que, como abogado y aficionado a la historia que soy, me brindara ese placer solitario, cercano al onanismo, al bíblico “pecado de Onán”. Y así fue el libro de Santiago Posteguillo, Roma soy yo. La verdadera historia de Julio César. (Penguin, 2022). Una delicia. Su contenido versa sobre la lucha encarnizada por el poder político-militar en la que Julio César se enfrenta en juicio -y después militarmente, siendo casi un adolescente- a Sila, Dolabela y al propio Cicerón. La novela, siendo histórica, adopta una narrativa brillante, emotiva, mas, no por ello, desapegada a los verdaderos hechos hasta ahora comprobados.

En este relato, sin embargo, que esperaba plácido, contiene pasajes estrujantes, de una vigencia sorprendente en cuanto se asoma a esas perversidades de la condición humana cuando del ansia desmedida de poder se trata. La trama y los diálogos ahí contenidos, inevitablemente me causaron un efecto de analepsis (para los más modernos: “flashbacks”) que me arrastraban a un presente del que pretendía despojarme, al menos por un rato. Imposible lograrlo.

En Roma soy yo, Posteguilla relata un episodio que me golpeó como trapo sucio en la cara: “Así -dice el autor-, Lucio Cornelio Sila, como líder supremo de los senadores, pocos años antes de convertirse en el dictador del gran imperio, expidió las leyes Sila que habían abolido la separación entre justicia y Senado”, lo que en la lógica -pensé- de un buen populista (de antes y de ahora), es una condicion previa, sine qua non, para arribar a la dictadura. Me quedé pasmado tan solo pensar que en México ya se respira ese tufo del gobernante tiránico.

Sila, en el año 81 a. C., logró imponerse como dictador. “De hecho, el título que Sila se había arrogado para sí era muy descriptivo en sus capacidades y poderes: dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae, esto es, un dictador que podía promulgar leyes al tiempo que podía reorganizar el Estado a su conveniencia. Poder absoluto”.

El miedo que inspiraba este hombre -salvo para Julio César y sus seguidores- era una constante. Cualquier opositor podía perder sus privilegios, su patrimonio, ser desterrado o asesinado en un oscuro callejón de Roma. Sila, el sátrapa y stategos, es decir, gobernante único y máximo, provoca en Donatelo -su incondicional y execrable aliado- una íntima reflexión:

“…Empezaba a gustarse (Sila en su papel de dictador). Sabía que muchos en Roma, en ese mismo momento estaban rezando a los dioses, ofreciendo sacrificios e implorando la clemencia de todas las deidades, pues temían una nueva guerra civil. Pero él tenía su propia religión, su Dios era él mismo; su panteón, sus deseos; su sacerdotes, las legiones. Una nueva religión para un nuevo mundo: su mundo.”

En el año 82 a. C., el senador Dolabela, le pregunta a Sila cuánto tiempo habrá de durar su dictadura, y éste respondió:

-¿Qué cuánto tiempo durará esta dictadura?- repitió Sila de forma retórica y artificial desde el centro del Senado. Se permitió una amplia sonrisa antes de dar su respuesta-: El tiempo que sea necesario.

Lo cierto es que Sila tenía pensadas muchas sesiones del Senado -nos relata Santiago Posteguilla- “para promulgar cuantas leyes fueran necesarias para controlar todas las instituciones. De manera constante y metódica.” En Sila, no obstante, percibía el peligro que en un futuro fuera juzgado y condenado por sus actos. Pero también para ello tenía la solución: la primera, era la compra de votos. Cuando Sila hubo de enfrentar unos comicios populares fuera del dominio del Senado que él ya controlaba, su consideración fue, “Los votantes de esos comicios son igual de corruptibles que nuestros compañeros del Senado (entiéndase, los legisladores); además, por mucho menos dinero, “que se compren tantos votos como sean necesarios, pero que no salga elegido su representante”.

Otra parte de su solución la expresaba en estos términos -según la pluma de Posteguilla-:

-En la composición de los tribunales, a veces hay ciudadanos de la clase ecuestre o incluso de otros estamentos y, con frecuencia, hay tribunales muy contrarios a la clase senatorial y eso nos crea problemas, pero esos problemas van a desaparecer de manera que nuestras acciones de gobierno, de administración o de legislación nunca puedan ser juzgadas o, si lo son, siempre quedemos exonerados.

“Dolabela -descibe Posteguilla- no pudo por menos que admirarse de la audacia de Sila. El nuevo dictador de Roma simplificaba los problemas hasta un extremo inimaginable. Estaba comprendiendo que su mentor pensaba aniquilar cualquier resorte o institución romana que pudiera presentar algún tipo de oposición al nuevo régimen, a esa nueva realidad de la que les había hablado esa misma mañana.”

Al leer este párrafo -bien supondrá el lector-, una nueva analepsis me hizo presente los embates que hoy está sufiendo nuestro sistema electoral; el riesgo de muerte de nuestra democracia; la sumisión de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo; el empoderamiento de la clase militar; la abdicación a su razón de ser precisamente de quien está encargado(a) de la defensa de los derechos humanos… Y cuántos dislates más. Pero la trama de mi novela, afortunadamente, me volvía a atrapar.

En este proceso (¿o transformación, diríamos ahora?), no obstante, el sátrapa y dictador (me refiero a Sila, desde luego) tenía sus miedos. Miedo a que se le enfrentara un valiente, o un grupo de valientes, dispuestos a jugarse el todo por el todo. Ese valiente sería Cayo Julio César, quien lo combatió hasta su muerte, no por el frío filo de la espada, sino víctima de sus excesos de comida, sexo y vino.

Apenas rebasados  los veinte años de edad, César percibía a la perfección los temores de Sila. Shakespare tuvo muy clara la diferencia entre uno y otro: “Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte; los valientes sólo saborean la muerte una vez”. (Julio César). (Cowards die many times before their deaths; The valiant never taste of death but once”).

Desde muy joven, César tuvo presente la máxima latina: Corruptio optimi, pessima, “La corrupción de los mejores es la peor de todas”. Todavía no cumplía los 18 años cuando ya se había echado a cuestas la defensa jurídica de los Macedonios, agraviados por la opresión de Roma, y se hacía aconsejar por Cayo Mario, tío y consejero de Julio César, quien le decía:  “Cuando hay una crisis grave, no es momento de disputas políticas. Primero hay que resolver la crisis, luego ya habrá tiempo de la política. Sólo los malvados o los imbéciles -concluía- ponen la política por delante en tiempos de grave crisis.”

César sabría desde temprana edad cuáles eran los caminos para la conquista del poder; de hecho, los anduvo todos, incluido el infame recurso de comprar la voluntad de la plebe a cambio de dádivas y promesa incumplidas. Pero también sabía que el poder absoluto exige gobernar a una nación que desbordaba orgullo por la riqueza de su leyes e instituciones.

Como abogado que era, César afirmaba dentro de sus alegatos: “por esas armas y esas legiones, han quedado sujetas todas las naciones a nuestro Gobierno. Ahora desean saber si somos sólo conquistadores o si somos además gobernantes”. Pues sí, César gobernó, y gobernó bien.

En su defensa por los macedonios y en su carácter de accusator, acusador del infame Dolabela, decía: “soy no ya el abogado de los macedonios, sino el abogado de la justicia. El abogado de todos los ciudadanos de Roma, hartos de ver cómo un senador corrupto busca salir indemne después de haber cometido crímenes sin fin, y, después de haber enfangado el nombre de Roma, allí donde ha gobernado y después, en consecuencia, de haber generado el caldo de cultivo para una rebelión y una guerra, en lugar de haber administrado la paz romana.”.  Asi concluye Santiago Posteguilla este bello capítulo.

Al finalizar la lectura, advertí la tranquilidad emocional que, al paso de la horas y de las páginas, me había regalado el libro. Remanso de paz y sosiego en medio de la tormenta. Me regaló paz, sí, pero también el refuerzo de una convicción: ser accusator, y más que acusador, ser defensor implacable de la justicia, la libertad y la democracia, donde quiera que corran peligro de mermar o desaparecer. Son estos ingredientes la suma de las luchas civilizatorias, como lo es también la mejor arma -siempre perfectible- que nos ha dado la sociedad moderna: la Ley.

Te invito, lector, a volverte accusator.