Se ha emitido la convocatoria a una marcha por la democracia (no sólo por el INE: por la democracia en pleno) el domingo 13 de noviembre de 2022. La democracia interesa a todos los mexicanos, como asunto de vida individual y colectiva. La convocatoria a esa marcha, que iniciará a las 11 horas en el monumento a la Independencia, se dirige al pueblo en general, sin distinción de partidos o sectores sociales. En las siguientes líneas expongo datos y comentarios sobre el tema de la marcha, su origen y su propuesta. Pero desde ahora sostengo que se requiere la presencia del mayor número de ciudadanos en esta expresión colectiva, políticamente oportuna y moralmente necesaria. Es útil para nuestro presente y necesaria para nuestro futuro.

Conozco diversas opiniones acerca de la convocatoria y la organización de la marcha. Hay quienes consideran que debió provenir de otras fuentes, agregadas a las que la emitieron. También existen diversos puntos de vista sobre la fecha y la logística del encuentro. En suma, hay coincidencias y discrepancias formales, pero en el fondo prevalece un acuerdo sustantivo que no debemos ignorar y al que conviene corresponder: la propuesta se halla en pie, no tenemos otra por ahora  —aunque quizás lleguen más, a lo largo y ancho de México— y es oportuno expresar sin tardanza el parecer de los mexicanos sobre el tema que ha promovido la convocatoria.

Por ello me sumo a las voces que se elevan en favor de la marcha y espero sumarme a las filas de quienes harán ese recorrido reclamando el respeto a la democracia y a los derechos de los ciudadanos. Sabemos que hay oídos sordos de la autoridad a ciertas reclamaciones civiles. En el curso de los últimos años nos hemos acostumbrado a esa sordera contumaz y corrosiva. Pero también sabemos que es un deber civil y moral no guardar silencio, exponer en voz alta la opinión de quienes queremos preservar el futuro de México y afianzar los derechos y las garantías   —siempre en riesgo— que hoy consagran la Constitución y las leyes de la República.

La dictadura que padecimos hasta la explosión revolucionaria del siglo XX insistió en que el gobierno —no el pueblo—  debe hacer las elecciones de las que provendrán los funcionarios encargados de conducir a la República. Luego varió el discurso y comenzaron los cambios civiles y políticos que sostendrían, como se ha hecho hasta el pasado reciente, que elegir a los gobernantes es tarea del pueblo y que éste se vale, para ello, de instituciones construidas a partir de la voluntad de los ciudadanos, no del capricho o la ocurrencia, la ambición o el encono de gobernantes erigidos en caudillos providenciales.

Muchos analistas estiman que apenas en los últimos lustros se ha presentado una verdadera transición a la democracia. No lo veo así: la transición ha sido larga y penosa, sembrada de obstáculos, con pasos de diverso origen y distinto alcance, que en conjunto ampliaron la base popular del poder. Primero, el voto directo; luego, el sufragio de las mujeres; más tarde, el ingreso de los jóvenes a las filas de los ciudadanos; después, la representación proporcional; en seguida, el establecimiento de instituciones que velan por el respeto al sufragio libre. Sea lo que fuere, lo cierto es que hemos avanzado al cabo de muchos   —demasiados—  años y que este progreso se halla en grave riesgo.

Padecemos un gobierno de origen legítimo, instalado con mayoría de votos en las urnas, que ha perdido legitimidad de ejercicio y de resultados. En los últimos años hubo  —y persiste—  una mengua notoria de derechos y libertades, se ha extraviado el camino de la democracia y han aparecido, con creciente fuerza, signos de concentración del poder en una sola persona. Esto es inconsecuente con la democracia, tanto en su versión formal como en su vertiente material. No es admisible que el rescate del poder en las manos del pueblo y sus instituciones legítimas se pierda a través de medidas autoritarias e incluso reformas constitucionales que nos llevan por un camino y hacia un destino poblados de sombras.

En la gran tarea colectiva de construcción de la democracia figura, como dije, el establecimiento de instituciones vigilantes de la representación popular y la pureza del sufragio. Entre ellas cuentan el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Por supuesto, no son las únicas instituciones generadas para limitar el poder omnímodo que conduce a la dictadura. Entre las instituciones de antigua o reciente factura que son freno contra el desbordamiento se hallan, naturalmente, el Poder Judicial y el Poder Legislativo, hoy sujetos al asedio de un Ejecutivo impetuoso. Y también figuran en esa lista de instancias llamadas a evitar el exceso diversos entes constitucionales autónomos, a los que igualmente se asedia con presiones desde el Poder Ejecutivo, que limitan sus recursos y desvían el ejercicio de sus facultades.

Entre las iniciativas de reforma constitucional planteadas al Congreso por el presidente de la República, se halla la relativa a una amplia reforma del sistema electoral. Va en la línea errada de otras propuestas de cambio constitucional que ya hemos comentado en estas columnas y que también alteran el orden republicano. No pretendo ocuparme de todas, sino sólo de la que se halla en la fragua y motiva la convocatoria a la marcha popular el 13 de noviembre de 2022.

Este proyecto de alteración de nuestra vida democrática se instala sobre una falacia: el sistema actual se halla al servicio de conservadores que contrarían la voluntad del pueblo y detienen su progreso; para ello ha consumado fraudes electorales. Tras esta falacia llega un conjunto de ocurrencias autoritarias que menguan el federalismo, quebrantan a los partidos, alteran la representación proporcional del pueblo en los órganos legislativos y alteran la estructura y la misión del Instituto Nacional Electoral, dejándolo a merced del Poder Ejecutivo, es decir, bajo el designio y el imperio de un solo hombre.

Se ha relatado con abundancia la historia de nuestro sistema electoral en la etapa, muy larga, dominada por la presencia del Ejecutivo. En sucesivos esfuerzos, que costaron lágrimas, sudor y sangre — para decirlo con una expresión muy conocida—ese sistema acogió modificaciones de gran calado. Una de ellas fue el establecimiento del Instituto Nacional Electoral (antes Federal Electoral) y del Tribunal a cargo de decisiones trascendentales que alguna vez se hallaron en otras manos. Todo esto significa progreso democrático, que la iniciativa presidencial pone en evidente riesgo. Se ha dicho que “no hay que tocar al INE”. En rigor, lo que necesitamos es evitar que con pretexto de reorganización administrativa y presupuestal se suprima al INE, en sus términos actuales, y se toque a la democracia. Hay que evitar esto, no sólo aquello: evitar que se destruya el progreso democrático.

Son muchos los aspectos que merecen —o exigen—  análisis en el estudio de la iniciativa autoritaria del Poder Ejecutivo, pero entre ellos conviene reparar  —como ha ocurrido—  en el sistema que se pretende imponer para la elección arbitraria de los integrantes del órgano directivo de ese Instituto: su Consejo General, cualquiera que sea el nombre que finalmente se le asigne. Se propone que esos integrantes surjan del voto expresado a partir de candidaturas propuestas por el Presidente de la República y otros Poderes, fuertemente influidos por aquél. En realidad, lo que se propone implica una integración facciosa sometida al Ejecutivo, que sigue acumulando poder en agravio de la democracia.

Es bien sabido   —aunque el discurso proferido desde la más elevada tribuna del país, día a día, con una cauda de ofensas para muchos ciudadanos—   que la actual estructura electoral ha garantizado la buena marcha de las elecciones. Con esa garantía, que hoy desconocen sus más evidentes beneficiarios, realizamos los comicios de los últimos sexenios y trienios. El Instituto Federal garantizó la limpieza de las elecciones, sin usurpar el sufragio de los ciudadanos ni apoderarse de sus votos.  Dio certeza a las elecciones, amparadas por millones de mexicanos que custodiaron las urnas y contaron los votos.

A pesar de sus resultados positivos, la operación de los órganos electorales —de la que dan testimonio directo esos millones de ciudadanos—  ha sido impugnada sistemáticamente, en la medida en que no se ha puesto al servicio de una voluntad personal caprichosa y decirlo con una expresión muy conocida—, ese sistema acogió modificaciones de gran calado. Una de ellas fue el establecimiento del Instituto Nacional Electoral (antes Federal Electoral) y del Tribunal a cargo de decisiones trascendentales que alguna vez se hallaron en otras manos. Todo esto significa progreso democrático, que la iniciativa presidencial pone en evidente riesgo. Se ha dicho que “no hay que tocar al INE”. En rigor, lo que necesitamos es evitar que con pretexto de reorganización administrativa y presupuestal se suprima al INE, en sus términos actuales, y se toque a la democracia. Hay que evitar esto, no sólo aquello: evitar que se destruya el progreso democrático.

Son muchos los aspectos que merecen —o exigen—  análisis en el estudio de la iniciativa autoritaria del Poder Ejecutivo, pero entre ellos conviene reparar  —como ha ocurrido—  en el sistema que se pretende imponer para la elección arbitraria de los integrantes del órgano directivo de ese Instituto: su Consejo General, cualquiera que sea el nombre que finalmente se le asigne. Se propone que esos integrantes surjan del voto expresado a partir de candidaturas propuestas por el Presidente de la República y otros Poderes, fuertemente influidos por aquél. En realidad, lo que se propone implica una integración facciosa sometida al Ejecutivo, que sigue acumulando poder en agravio de la democracia.

Es bien sabido   —aunque el discurso proferido desde la más elevada tribuna del país, día a día, con una cauda de ofensas para muchos ciudadanos— que la actual estructura electoral ha garantizado la buena marcha de las elecciones. Con esa garantía, que hoy desconocen sus más evidentes beneficiarios, realizamos los comicios de los últimos sexenios y trienios. El Instituto Federal garantizó la limpieza de las elecciones, sin usurpar el sufragio de los ciudadanos ni apoderarse de sus votos.  Dio certeza a las elecciones, amparadas por millones de mexicanos que custodiaron las urnas y contaron los votos.

A pesar de sus resultados positivos, la operación de los órganos electorales —de la que dan testimonio directo esos millones de ciudadanos—  ha sido impugnada sistemáticamente, en la medida en que no se ha puesto al servicio de una voluntad personal caprichosa y arbitraria. Y por ello se pretende arrojar al fuego el trabajo de varias generaciones y dar marcha atrás a la libertad y al progreso. Para consumar este retroceso de la vida democrática se han acumulado argumentos de todo género y se ha empleado un discurso engañoso que encubre el propósito genuino de la propuesta de reforma que analiza el Congreso de la República.

De la mano de la opinión pública —que desea expresarse en actos legítimos y democráticos, como la convocatoria a la marcha del 13 de noviembre— deben ir los partidos políticos representados en el Congreso. Por supuesto, las facciones dominadas por el imperio del Ejecutivo se pronunciarán en favor de la reforma antidemocrática, pero es posible y necesario que los partidos que aún mantienen la fuerza de la razón y comulgan con el buen futuro de México, presenten un valladar inexpugnable ante la presión política a la que se hallan sujetos. El destino de la reforma propuesta   —como de cualquier otro cambio mayor que afecte la vida de la nación— depende de la posición que finalmente adopten esos partidos.

Sobre este último punto también hemos escuchado diversos pareceres y abrigado temores que no carecen de fundamento. Hemos presenciado transacciones a la hora de resolver reformas previamente cuestionadas y posteriormente adoptadas como fruto de negociaciones deplorables. Aguardamos —con la más viva esperanza, pero también con el temor que suscitan las malas experiencias sufridas— que en esta ocasión no se doble la voluntad de los legisladores ni tiemble su mano a la hora de votar en el Congreso.

No se trata de aprobar una ley más, entre las muchas que pueblan el bosque de nuestra legislación copiosa. Lo que está en juego es el destino de México, que oscila entre los designios democráticos que ilustran las mejores horas de nuestra historia, y los apetitos dictatoriales que pueblan las peores etapas y que podrían prevalecer en el futuro.  Para tomar la decisión que decida nuestro destino se llama a la sociedad civil y a los partidos políticos, el PRI entre ellos, que tendrá presencia decisiva para rechazar una reforma constitucional que compromete la vigencia de la democracia en México. Obviamente, no se trata de un asunto negociable.