Hay quien se ha atrevido a decir que para acabar con la pobreza no hay como dejar morir a los pobres. Lo cierto es que la Naturaleza, más que las guerras, se ha encargado de bajarle la cuenta a esa monstruosa estadística, ayudada, valga decir, por ciertas políticas públicas que, basadas en creencias y atavismos, también han puesto su granito (o “granote”) de arena. Aun así, las víctimas siguen siendo en su mayoría los más pobres… Pero no quisiera desviarme apenas empiezo: mi tema hoy son las epidemias.

Desde épocas remotas la premisa darwiniana se cumple inexorablemente, esto es, los organismos más débiles habrán de perecer ante los más fuertes. En el contexto de la raza humana, son -y serán- los más pobres los que primero perezcan frente a uno de los más pequeños, pero más poderosos, enemigos: los virus.

Un breve repaso nos puede ilustrar un poco más: en Europa, tan sólo en el siglo XIV la peste bubónica arrasó con 85 millones de personas; se calcula que en ese siglo, hasta el 60% de la población europea murió a causa de la Peste Negra o bubónica, llevándose de corbata a Alfonso XI, Rey de Castilla, seguramente por su pobreza, no de fortuna, sino de hábitos de higiene (es de recordar que en esa época el remedio más recomendado en contra de la viruela era no bañarse, consejo que poco seguían los indígenas de la Nueva España, “quienes tenían la extraña costumbre de bañarse con frecuencia”). Más reciente, la influenza española (1918-1919) es de obligada referencia: se estima fueron infectados 500 millones de seres humanos, y murieron entre 50 y hasta 100 millones.

Esta y otras curiosidades nos relata José N. Iturriaga en uno de sus 48 libros publicados (sin contar los referentes a la comida) entre novelas y crónicas de extranjeros en México (Iturriaga, José N., Historia de las epidemias en México, ed. Grijalbo, 2020). En esta formidable obra, Iturriaga se centra en el ámbito mexicano, y, aunque sin dejar de mencionar episodios precolombinos, se arranca recién iniciada la conquista con el testimonio de fray Diego de Landa, de 1480, en el que (lector: si está por meterse un bocado a la boca le recomiendo no hacerlo) “sobrevinieron por toda la tierra (yucateca) unas calenturas pestilenciales que duraban 24 horas y después de cesadas se hinchaban los enfermos y reventaban llenos de gusanos”.

Seguramente morían por no seguir las recomendaciones de los frailes, “al no dejar de bañarse y rascarse”, pero quizá también porque sus propios remedios eran ineficaces. Nos dice Sahagún: “se curan tomándose los orines calientes y lavarse el rostro con ellos, y después untarse con chile amarillo molido” (Nota: espero con estos relatos no estar generando tentadores remedios a nuestras actuales autoridades sanitarias).

No sobra decir que estas horripilantes escenas se repitieron hasta inicios del siglo XX y que no fueron tan distintas a las acaecidas en fechas tan remotas como el 1052, en el que la cultura Tolteca sucumbió en un 90%, merced a una epidemia en la que -según Francisco Javier Clavijero- “el aire inficionado de mortal corrupción llenaba la tierra de cadáveres, y de terror y consternación los ánimos de los que sobrevivían a la ruina de sus nacionales”. Según cita Jorge Verdugo Quintero, cuando llegan los españoles a México había alrededor de 21 millones de habitantes, un siglo después esta población se había reducido a un millón.

En virtualmente todos los episodios epidémicos, sin embargo, hay una constante: es el hambre y la pobreza la que precede y prohíja las muertes masivas causadas por algún virus. Pero, cabe preguntarse, ¿de dónde provenía esta situación de pobreza y debilitamiento de la población? Con frecuencia provenía de períodos prolongados de sequía (en el caso de los toltecas duró ¡26 años! Hoy en Etiopía se acumulan cuatro años de sequía y 6 millones de niños están en peligro de muerte) y ésta, seguramente, por graves afectaciones al medio ambiente, ya fueran por causas naturales o inducidas por el hombre. Lección, por cierto, hasta ahora no aprendida.

Otra pregunta: ¿y qué enfermedades fueron las que más nos mermaron? A riesgo de generalizar y sin ser experto en el tema, diría que principalmente el sarampión, la viruela y la escarlatina, así como la influenza, en todas sus variantes. Iturriaga rescata el siguiente cantar popular: “Sarampión toca la puerta / Viruela dice: ¿Quién es? / Y escarlatina contesta: / ¡Aquí estamos los tres!”

Aun cuando desde el siglo XVIII ya se habían inventado las vacunas, ciertas creencias -decíamos al principio- y políticas públicas, en no pocas ocasiones nos han dejado a merced de las más espantosas enfermedades transmisibles. Por un lado, las corrientes antivacunas fueron particularmente virulentas (nunca fue más descriptivo el término) a finales del siglo XIX (como la de Leicester, en 1885, que movilizó hasta 100 mil participantes), resultado de creencias seudocientíficas y religiosas. Sobre esto último, el clero mexicano reclamaba al doctor Balmis haber traído la vacuna del sarampión, porque “era contraria a la fe católica y a los designios de Dios”.

Pero también desde épocas inmemorables las políticas públicas han jugado un importante papel exterminador. En ciudades y poblaciones de todo el orbe, los gobernantes fueron omisos en cuidar los más mínimos estándares de higiene y limpieza, no obstante ser las causantes de lo que se llegó a denominar “miasmas”, olores pútridos que acompañaban a toda epidemia. En el México actual, la obcecada reticencia a medidas preventivas, como el uso de cubrebocas, evitar las reuniones públicas masivas y el abandono de la vacunación universal, nos dejaron una pequeña factura de ¡más de 600 mil muertos!, pobres la mayoría de ellos. Ahora, la falta de vacunas orilla a la autoridad a pedir el sacrificio de los jóvenes mexicanos, a fin de privilegiar a niños y ancianos con la vacuna de la influenza ¿Podrán -me pregunto- los orines calientes y el chile amarillo molido paliar la falta de vacunas?

Iturriaga de la Fuente hace un recuento de las epidemias mejor documentadas, desde la Conquista y hasta lo que va del presente siglo: 95 en total, incluyendo las nuevas: SARS, SIDA, AH1N1 y COVID 19. Más las que se acumulen…: ¿gripe aviar, fiebre del camello, fiebre del mono, vacas locas?

La buena noticia es que ya estamos regresando a la “normalidad” ¿Normalidad?

Me sumo a las preguntas del autor: ¿Normalidad es la pobreza de cerca de 60 millones de mexicanos y 10 en pobreza extrema? ¿Es no poder vivir tranquilos por la inseguridad reinante? ¿Es la contaminación de nuestras cuidades y deforestación de bosques y selvas? ¿Es el enriquecimiento de líderes y políticos? ¿Es temer por igual a policías y delincuentes? ¿Es la discriminación de mujeres, indígenas, científicos e intelectuales? ¿Es la escasez de medicinas y servicios médicos?, ________ (dejo espacio para que el lector agregue sus propias preguntas)

Pues ¡bienvenida la normalidad! Y sálvese el que pueda.