La última arremetida (espero que sea la última) del presidente de la República contra el Poder Judicial de la Unión, puso de manifiesto, nuevamente, que aquél funcionario opera como Poder Ejecutivo de la Desunión. Al cuestionar en términos muy ofensivos una sentencia de la Suprema Corte de Justicia, el Ejecutivo calificó la actuación de ese tribunal como vergonzosa. En realidad, lo vergonzoso e inaceptable es la posición que una vez más asume el presidente de la República.

En este caso se trató de rechazar la sentencia de la Suprema Corte acerca de la prisión preventiva oficiosa aplicable en ciertos supuestos de infracción fiscal. En diversas ocasiones he analizado la prisión preventiva oficiosa introducida en la Constitución mediante reformas de 2008, agravadas por nuevas modificaciones en 2019. A mi juicio, la preventiva oficiosa vulnera derechos básicos del individuo, afecta el debido proceso y quebranta el Estado de Derecho. Contraviene frontalmente las disposiciones del Derecho internacional que nuestro país se ha obligado a cumplir en ejercicio de su soberanía, no a pesar de ella.

Pero no me interesa impugnar  ahora y aquí la figura deplorable de la preventiva oficiosa, sino llamar la atención sobre la reacción del Ejecutivo ante una sentencia de la Suprema Corte y ante los integrantes y la autonomía de ésta. Al rechazarla con expresiones violentas y ofensivas, ha exhibido de nueva cuenta su menosprecio por la ley y la razón y su distancia, muy grande, del principio que merece un principio básico del Estado de Derecho propio de una sociedad democrática: la división de poderes.

Por supuesto, el Presidente puede diferir de una sentencia judicial y criticar ciertas disposiciones jurídicas. Sin embargo, cuando esto sucede el Ejecutivo tiene la facultad de promover reformas al orden jurídico por la vía señalada en la Constitución, pero no debe  —nunca y en ninguna circunstancia—  reaccionar con ira autoritaria e injuriar al Poder Judicial en su conjunto y a algunos de sus integrantes en particular. Es preocupante e inaceptable este ímpetu ofensivo, propio de un dictador, no del más alto funcionario de un Estado democrático.

El presidente ha ido demasiado lejos y cruzado las fronteras de la cordura y, la legalidad. Es su costumbre ofender  a ciudadanos y a sectores sociales.entero, cuando éstos no comparten sus puntos de vista y ejercen derechos que les reconoce la Constitución, pues en este caso   —como en otros anteriores—  el agravio abarca a los integrantes del más alto tribunal de la República y provoca o puede provocar reacciones que hagan más profunda y peligrosa la discordia que el caudillo ha fomentado en el seno de la sociedad. Es así que quien debe ser custodio del Derecho se convierte en enemigo del orden jurídico y provocador de incumplimientos y violaciones que dañan a la nación.

Para colmo, las invectivas y el malestar del presidente han incluido una especie de convocatoria a la inobservancia de las decisiones de la Suprema Corte, que resultarían inoperantes porque así lo considera y dispone el Poder Ejecutivo. Esto es absolutamente inconsecuente con el Estado de Derecho (del que deriva la propia autoridad presidencial, así como su legitimidad) y entraña una suerte de subversión.

Lo que ha sucedido no es apenas una ocurrencia más, un disparate adicional que se agrega a la larga lista que conocemos. Es un notorio y muy severo paso en falso en el largo camino del Estado de Derecho. El Ejecutivo arroja por la borda muchos progresos alcanzados por México, con gran esfuerzo y sacrificio, en ese camino siempre poblado de riesgos y acechanzas.

Ojalá que el autor de esta deplorable desviación rectifique su conducta. Sería para bien de México. Sin embargo, sabemos que este género de rectificaciones no figura en la hoja de ruta del actual depositario del Poder Ejecutivo. Por ello conviene mantener en alerta el examen democrático de la gestión de gobierno y elevar la voz, con la mayor energía y el mejor fundamento, cada vez que observemos  —como ahora ha ocurrido—  una alteración en la marcha del Estado de Derecho y la democracia. No es debido guardar silencio y mirar hacia otro lado. Es muy alto el precio que pagaremos por la indiferencia.