En la sesión del 24 de noviembre, el Pleno de la Suprema Corte resolvió la acción de inconstitucionalidad 130/2019 y su acumulada 136/2019, promovidas, respectivamente, por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y una minoría de integrantes del Senado de la República.
En la sentencia se invalidaron normas del Código Nacional de Procedimientos Penales y de la Ley de Seguridad Nacional que calificaban como amenazas a la seguridad nacional a los delitos de contrabando, defraudación fiscal, sus equiparables, así como los delitos relacionados con comprobantes fiscales. Al considerarlos como delitos que amenazan la seguridad nacional, ameritaban la prisión preventiva oficiosa.
Además, se invalidaron disposiciones de la Ley Federal de Delincuencia Organizada que consideraban como delincuencia organizada a esos delitos, cuando tres o más personas se organizaran con la finalidad de cometerlos.
Al excluir a esos tres delitos fiscales de ser considerados como amenazas a la seguridad nacional y delincuencia organizada, se desincorporó la posibilidad de que en ellos se aplique la medida cautelar de la prisión preventiva oficiosa.
La resolución no eliminó esos delitos del sistema jurídico mexicano ni los excluye de que en dichos delitos se dicte la prisión preventiva justificada. Se les excluye de la prisión preventiva oficiosa, que implica una medida cautelar que viola los derechos humanos de libertad personal y presunción de inocencia. La resolución no implica impunidad, como lo apunta el Ejecutivo Federal, porque esos delitos se pueden perseguir, investigar e, incluso, se puede dictar prisión preventiva cuando resulte justificada.
La resolución es una victoria parcial para los derechos humanos porque genera un precedente para combatir esa figura contraria a los derechos humanos. Fue un paliativo para un virus que subsiste arraigado en nuestra Constitución.
La Suprema Corte no se consideró a la altura de remediar un vicio existente en nuestra Constitución. El proyecto discutido proponía la armonización del artículo 19, segundo párrafo, constitucional, con los derechos de libertad personal y presunción de inocencia consistente en entender a la prisión preventiva oficiosa como una medida cautelar no automática, por lo que el juez de control no podría dictarla sin justificación.
Esa alternativa implicaba una distinción entre prisión preventiva oficiosa y la prisión preventiva automática. En esos términos, el carácter oficioso de la medida cautelar significa que, sin necesidad de que sea solicitada por el Ministerio Público, el juez de control debe abrir el debate para determinar si se justifica su imposición. Esa oportunidad se perdió.
A mi juicio, la Suprema Corte sí podía inaplicar la porción constitucional de la prisión preventiva oficiosa o interpretarla en los términos que lo proponía el proyecto. Una solución en esos términos la adoptó la Suprema Corte en la resolución de la contradicción de tesis 6/2008, en donde armonizó el sentido del artículo 38, fracción II, de la Constitución General, con el principio de presunción de inocencia, para que la sanción de suspensión de los derechos político-electorales de los ciudadanos surta efectos hasta que exista sentencia condenatoria que imponga esa sanción, y no cuando se dicte el auto de formal prisión o de vinculación a proceso –como expresamente prevé el citado precepto–.
No se ha perdido por completo la oportunidad de eliminar de nuestro sistema jurídico a la prisión preventiva oficiosa. Una posibilidad es la reforma a la Constitución General, otra es una interpretación auténtica del legislador en donde se adopté la propuesta interpretativa del proyecto del ministro Luis María Aguilar, o esperar una nueva reflexión de los ministros que se opusieron a esa interpretación; una alternativa vergonzosa sería la condena que imponga la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado Mexicano en el caso Daniel García y Reyes Alpízar, en donde es posible que obliguen al Estado a eliminar la prisión preventiva oficiosa, a pesar de estar prevista en la Constitución.