Quien es bueno, no necesariamente es sabio; quien es sabio, no necesariamente es bueno. Ser bueno y sabio, como individuos y como pueblo, es una meta ideal de nuestra existencia, y no un atributo de clase o condición social. En el curso de nuestras vidas, no obstante, en cualquier lugar, en cualquier momento, podremos encontrar seres humanos con notables dotes de bondad y sabiduría; son ellos los santos laicos que no han necesitado ser canonizados por nadie. Los reconocemos tan solo acercarnos a ellos. “Nadie nace santo -decía Miguel de Unamuno-, es la vida de santo la que los hace santos”.

Ser bueno y sabio, al igual que creer y pensar, son atributos exclusivamente del ser humano, y como tales se debaten entre lo divino y lo terrenal, lo que el Unamuno llamaría “el sentimiento trágico de la vida”.

Mi punto de partida para las siguientes líneas resulta de mi convicción de que las creencias pertenecen al mundo de los divino, de lo espiritual, de la fe, sin más ciencia que el deseo de creer; el pensamiento, en cambio, es el ejercicio intelectual que nos lleva a razonar sobre las cosas, indagar sobre su esencia y la interacción del ser humano sobre ellas: crear, recrear, destruir, volver a construir…, en una dialéctica interminable que nunca llega a la verdad absoluta, sino tan solo a la última verdad conocida. El pensamiento es una verdad relativa, cambiante; la creencia es una, absoluta.

Lo dicho en los párrafos anteriores -que he pretendido sean filosóficos-, lo contrasto con una enseñanza que habré de guardar como valioso tesoro. No fue, por cierto, Santa Claus ni los Reyes Magos quienes me hicieron llegar esta pieza de verdadera sabiduría: fue un video -uno de tantos que llegan- de origen desconocido, en el que el protagonista es un modestísimo bolero, o aseador de calzado, cuya memoria y capacidad narrativa las acompaña con una desbordada sonrisa y que, a pesar de sus pesares, mostraba estar en paz consigo mismo. Descubrí, de pronto, que estaba frente a un hombre bueno y sabio (quien quiera se interese en este video, hágamelo saber en jcampillo07@gmail.com y se lo mando a su WhatsApp).

Nuestro personaje (al que llamaremos “Juan”), al tiempo de ejecutar con maestría un feroz cepillado sobre el zapato de un cliente, diserta magistralmente sobre la diferencia entre “creer” y “pensar”. El cliente, por su parte, extasiado por lo que estaba escuchando (y sin duda también por la casi erótica sensación del cepillo masajeando sus pies cansados), graba con su celular lo que sabía no podría repetir si tan sólo a su memoria se atenía.

El relato de Juan se inicia cuando platica que su hijito Gabriel sufría de hipotonía (debilidad del tono muscular que hace que el paciente parezca “un muñeco de trapo”) y que antes de haber cumplido un mes de nacido ya había tenido cinco cirugías. Como fortuna de su infortunio, su hijo es tratado en el Instituto Nacional de Rehabilitación, en donde, un buen día, le dicen que pase a una plática de apoyo. Así inició la plática:

-Desde este momento está prohibido creer en Dios.

Acto seguido, el facilitador (que al parecer era teólogo) abrió su computadora y echó a andar un video del cual, estoy seguro, Juan no perdió ni una coma. El bolero, entre sonrisas y cepillazos, lo narra a detalle:

-Lo graban -dice- en Ámsterdam, en Holanda; el primer congreso de economía que hay lo hacen los dueños del mundo: los illuminati Rothschild y los masones Rockefeller. El invitado especial es Albert Einstein.

-Le preguntan a Einstein algo de este señor (refiriéndose a Dios) -y Einstein responde-: ¡No, jamás, eso (de creer en Dios) no sirve; eso deberían de quitarlo!

-Y le dice el Rochi a Albert: “A ver Albert, ven, porque quiero que me expliques, ¿por qué no crees en Dios?”

-Yo no creo en Dios -responde Albert- porque es más fácil creer que pensar; la creencia se me hace muy chiquita y el pensamiento muy grande. Yo no creo en Dios -agrega-, yo pienso en Dios.

-Entonces -continúa Juan con su relato-, Albert dice: “pero les voy a decir por qué no creo. Miren: yo no creo porque la creencia no se puede discutir y algo que no se puede discutir no se puede mejorar, y el pensamiento, en cambio, cada que se discute, se mejora”.

En este punto del video, Juan -nuestro hombre bueno y sabio- adopta un lenguaje corporal lleno de vida y energía, dando a entender que Einstein ya está caliente, ya se prendió, ya está encarrerado con su idea: -Pero vamos a ver: una persona que cree, está aquí en la Tierra, pero su creencia aquí se queda, el pensamiento lo activas y se va al universo, al infinito; es cuando tienes contacto con Él. Pero la creencia, dice, es tan mala porque… toda la gente que cree, cree y espera; la gente que piensa, piensa y actúa.

-Yo prefiero -dice Juan- pensar y actuar, que creer y esperar.

A estas alturas Juan ya ha transmitido la esencia de su mensaje, lo que sigue vendrá a ser el colofón del bolero -a ese personaje anónimo al que hemos llamado “Juan”, ese que lleva el peso y la gracia de un hijo enfermo, ese hombre bueno y sabio- que supera desde mi parecer cualquier conclusión que hubieran podido dar Rothschild, Rockefeller o el propio Einstein:

-Por eso, cada que hago algo, no estoy creyendo que Él me va a venir a ayudar ¿no? Yo estoy pensando en lo que Él está haciendo conmigo. Y la creencia -agrega-, la creencia se me hace muy ambigua, la gente sólo acude cuando lo necesita. Por eso, los pueblos creyentes crecen muy poco y los pueblos que piensan se desarrollan enormemente.

Así concluye el video. Lo vuelvo a ver dos, tres veces, extasiado de lo que acabo de escuchar. Reflexiono. No me lo puedo quitar de la cabeza. Decido entonces escribir este texto.

Debo confesar que gracias a este regalo que me trajeron las (no sé si benditas o malditas) redes, logré explicarme de manera sencilla y certera, por qué me cuesta tanto trabajo entender y discutir con quienes creen en las personas como si fueran poseedoras de la verdad absoluta, del dogma que no admite dudas, del discurso con etiqueta “Palabra de Dios”, del “yo tengo otros datos”, como si sólo ellos tuvieran acceso exclusivo al Oráculo de Delfos y se les revelara la verdad verdadera.

Entendí, entonces, por qué emergen los populismos, de izquierdas y de derechas, en un mundo desigual, violento, caótico y en su mayoría ignorante.

Quienes creen sin darse la libertad de pensar, acaban siendo esclavos de su propia quimera. Creer para algunos es un buen remedio, pero tiene su precio: someterse a dictadores, a tiranos, a lideres mesiánicos, en el que todos somos masa, plebe, pueblo. Pensar también conlleva costos: duda, rebelión, lucha, oposición, confrontación, triunfo y derrota. La diferencia entre unos y otros es que los pensantes ejercitan su libertad al optar; los creyentes tienen su libertad hipotecada a quien dicta el credo. Además, es más probable que quien piensa abrace como valores la democracia, la equidad, la justicia y la tolerancia. Los creyentes, en cambio, se ocuparán más de combatir la razón con la sinrazón. Estos últimos, en la actualidad y por desgracia, parece son mayoría. No los culpo: en ocasiones pensar nos lleva a verdades muy dolorosas.

Por todas estas divagaciones -que espero haber transmitido al lector-, me quedo con la tesis del bolero Juan: prefiero pensar y actuar, que creer y esperar. O, en otras palabras: prohibido desde este momento creer en Dios: pensar en Él, obligado.