Cuántas veces nos han dicho que el hubiera no existe, justo cuando al conjugar el verbo en su forma de copretérito subjuntivo, nos ha servido para rememorar una decisión ya tomada y que, en circunstancias distintas, tal vez habríamos optado por un camino diferente, de mayor provecho o de menor daño. Piénsese en frases como “si no hubiera comido todo lo que anuncian en el Super Bowl hoy no tendría diabetes”; “si le hubiera puesto límites a mi suegra hoy no estaría divorciado”; “si hubiera estudiado plomería y no Medicina, hoy ganaría más dinero”; “si hubiera consultado al médico de este dolorcito de barriga, hoy no tendría cáncer de estómago”. El hubiera nos hace aparecer ingenuos, aunque también reflexivos y previsores.

Cuando tomamos decisiones como colectividad, también solemos expresar con un “hubiera” nuestro desatino o arrepentimiento: “si hubiera votado por tal o cual candidato, hoy no me estarían cobrando derecho de piso ni me hubieran secuestrado”; “si de verdad hubieran erradicado la corrupción, hoy habría escuelas de tiempo completo y medicinas para todos en mi clínica de salud”; “si hubieran valorado a la sociedad civil, no habrían convertido un aeropuerto civil -o un Metro- en uno militar, ni un aeropuerto militar en uno civil”.

Cuando usamos esta expresión, es porque recordamos un momento pasado en el que optábamos por un camino del que esperábamos un cierto resultado, que, al final de cuentas, no nos satisfizo, nos perjudicó, o simplemente nos habría puesto en un escenario distinto al que vivimos en el momento presente. Esta inferencia no es más que una reflexión, un mirar hacia adentro, en la que imaginamos ser una persona, un país o una sociedad, distinta a la que somos. Lo cierto es que las decisiones que tomamos en lo individual modelan nuestro carácter, son la máscara que portamos labrada por propia mano; es aquella que mostramos en el mundo exterior y la que en ocasiones nos desagrada cuando nos miramos al espejo. “Yo podría ser mejor, si hubiera…”

Cuando decimos “si hubiera”, estamos dejando una marca en nuestro yo consciente para, por ejemplo, no cometer el mismo error dos veces. El problema es que el hombre es el único animal que se tropieza con la misma piedra, una y otra vez. Si en el contexto individual las malas decisiones nos llevan a situaciones no deseadas o insospechadas, en los social es aún más grave, pues -obvio- numéricamente afecta a más individuos.

Lo anterior viene a cuento a raíz de un reciente comunicado de COPARMEX, que no por el estigma que arrastran sus integrantes, carece de lógica y de verdad. El organismo empresarial se plantea la siguiente hipótesis: “¿Qué hubiera pasado con México si AMLO hubiera perdido por tercera vez?”. Sus escenarios hipotéticos, valga decir, tienen el melancólico sabor de los paraísos perdidos miltonianos. Veamos algunos de sus supuestos.

1) Ya tendríamos -dicen- uno de los mejores aeropuertos del mundo; 2), el Seguro Popular seguiría dando servicio a 53 millones de  mexicanos; 3), subsistirían las Estancias Infantiles con niños atendidos y madres con empleo formal; 4), el Tren Maya no habría causado el ecocidio actual y las cargas económicas presentes y por venir; 5), la millonaria inversión en Dos Bocas se hubiera canalizado a proyectos de energías limpias y renovables; 6), Napoleón Gómez Urrutia y Nestora Salgado no serían senadores, sino delincuentes; 7), Slim, Salinas Pliego, Hank, Vásquez Aldir, Azcárraga y Miguel Rincón, seguirían siendo parte de “la Mafia del poder” y no miembros distinguidos del Consejo Asesor Empresarial del Presidente; 8), el manejo adecuado de la Pandemia no habría dejado a más de 600 mil víctimas; 9) no hubiéramos alcanzado la cifra récord en un sexenio de casi 150 mil muertos vinculados al crimen organizado ni más de 100 mil desaparecidos; 10), los organismos autónomos seguirían siendo independientes (CENACE, CRE, Banxico, CNDH, COFECE, COFEPRIS -¿INE?-). Y agréguele, lector, los “hubieres” faltantes:  la inversión extranjera que hubiera llegado; los empleos que se hubieran creado; habría medicamentos si no hubiéramos demonizado a la industria farmacéutica mexicana y evitado las importaciones de la UNOPS.

Pero ¿es que alguien se imaginó lo que habría de venir al elegir un gobernante populista, egocéntrico y militarista? Pues sí, sí hubo quien. Ikram Antaki, antropóloga y periodista siria nacionalizada mexicana, nos los dijo alto y claro, hace exactamente 23 años, en un artículo publicado en El Universal, en febrero del 2000, mismo año de su muerte.

En este artículo periodístico, titulado “¿Quién es López Obrador? El bárbaro y los cobardes”, Antaki se pregunta por qué un hombre “que no cumple con los requisitos de residencia, (…) salta por encima de la ley y organiza un referendo”. “¿Por qué los demás lo dejaron competir? Y responde: “Por cobardía”. “Las instancias legales –afirma– y sus propios adversarios públicos aceptaron la violación de la ley como acto fundador de la contienda.”

Antes y ahora, el pronóstico de Ikram Antaki parece certero: “¿Acaso se dan cuenta los habitantes del -entonces- D. F. de lo que va a ser su vida durante los tres o seis años? ¿Acaso tienen idea del infierno que podría ser? Quien los va a gobernar no es James Dean, sino un provinciano ignorante, violento y fanático”.

Es sorprendente la aguda percepción que tuvo Antaki del carácter del personaje de marras. La pregunta es si en este 2023 habremos de tropezarnos con la misma piedra de hace casi un cuarto de siglo.  La advertencia que hiciera Antaki en aquél entonces, sigue vigente: “AMLO – advertía– no tendrá límites. No será el educador que se opondrá al pueblo si el pueblo yerra; para él, el pueblo tiene la razón simplemente porque es pueblo”. No tengo duda de que existe una sabiduría popular (los dichos, refranes, arte, usos y costumbres son parte de ella), pero es distinto tener un pueblo sabio, a uno educado. Sin un pueblo educado es difícil tomar buenas decisiones, éstas las toma quien dice representarlos. “Existe –nos dice la antropóloga– algo peor que la ignorancia y es saber poco. El ignorante generalmente se sabe ignorante; el que sabe poco cree que sabe, y su prepotencia lo lleva a cometer todos los errores”.

Es claro: cuando se tiene la mayoría numérica -cierta o maquillada, por la vía del referendo, la encuesta o la consulta a mano alzada-, infunde miedo a jueces, legisladores y partidos. Es la derrota del Estado de derecho frente al número; la razón legal sometida a la sinrazón numérica. Y no hablo de elecciones, sino de decisiones.

En la antigua Roma, el Senado tenía el derecho de nombrar al César tiránico damatio memoriae, o maldición de la memoria, y se borraba toda huella de su existencia. Ahí quedaron inscritos Calígula, Nerón y Domiciano. Bajo la misma lógica, en un Senado dominado por la razón y no por el número, en México tendríamos en tal categoría a tres o cuatro personajes; por ejemplo, Santa Anna, Victoriano Huerta y Porfirio Díaz ¿Apostaría usted -lector- por quién podría ser el cuarto candidato en la lista? Seguro tiene a alguno en mente…

Pero condenar el pasado no resuelve el daño consumado, como no lo fue en la Roma incendiada por Nerón. Condenar, en cambio, la visión de un futuro no deseado para nosotros y nuestros hijos, es tanto como quitarle al hubiera la ingenuidad que le empobrece, y es darle el sentido de acción y convicción que le enriquece.

Concluyo estas líneas con las mismas palabras de Ikram Antaki:

Estamos llegando a los tiempos fanáticos e inseguros, no es este el cambio con el cual soñábamos. Este cambio no es un paso adelante, es un retroceso.

“Esa atmósfera de intolerancia y de odio, de envidia, de maledicencia y de condena, no es una alternancia normal”.

Optemos, pues, por la normalidad; erradiquemos a los bárbaros y a los cobardes.