El domingo, en un contexto de marchas y más marchas, casi pasó desapercibida la movilización de militares en defensa del Ejército. El detonante del descontento fue la detención de cuatro militares vinculados a proceso por el asesinato de cinco personas. Pero el descontento de la tropa tiene raíces mucho más profundas, que se remontan a la creación de la Guardia Nacional.

El Congreso de la Unión aprobó una Guardia Nacional de carácter civil, bajo un mando civil. Este diseño, que resultó de un ejercicio democrático de Parlamento Abierto, fue estéril. El presidente nombró, como primer comandante de la Guardia, al general retirado Luis Rodríguez Bucio, con una composición de más del 80 por ciento de elementos de las Fuerzas Armadas.

Los conflictos iniciales y las preocupaciones vertidas por militares por la posible pérdida de derechos, así como la negativa de integrantes de la Policía Federal de incorporarse al nuevo cuerpo de seguridad, fueron silenciados con amenazas y premios.

El poder que gradualmente se le ha dado a la Guardia ha sido creciente a través de asignaciones presupuestales importantes y con el otorgamiento de misiones adicionales a sus funciones específicas. Gradualmente, las y los militares se han convertido en albañiles, policías, hoteleros, empresarios, ferrocarrileros, guardianes del metro y constructores.

La militarización de las tareas civiles es en extremo preocupante, y es además un grave error de concepción estratégica y una muestra de falta de visión de Estado. Si con la Guardia Nacional se dio un paso inaceptable hacia la militarización total de la seguridad pública, con la expansión de las actividades militares a tareas civiles se está cruzando un umbral muy peligroso, dando excesivo poder a los altos mandos y causando un malestar profundo en la tropa.

Mientras la militarización del país se da a marchas forzadas, bajo los designios e imperativos del solitario habitante de Palacio Nacional, crece también, a pasos acelerados, el descontento de la tropa.

La lealtad y la disciplina castrenses, supremos valores de una noble y añeja institución, han sido puestos en cuestión por quien busca convertir a los altos mandos en promotores de un movimiento, renegando de su lealtad a la patria para subordinar su lealtad a la figura de una persona solitaria.

La disciplina castrense ha sido cuestionada ante las condiciones inhumanas de prestación de servicios por parte de la tropa. La división entre la tropa desfavorecida y olvidada, y los mandos enaltecidos y henchidos de recursos es evidente.

El presidente había prometido desmilitarizar al país, regresar a los militares a los cuarteles y pacificar definitivamente a México. En su lugar, ha cometido otro más de los errores históricos de su sexenio: la militarización centraliza y concentra la función de seguridad bajo un mando único, violando la naturaleza concurrente de la seguridad pública; deja de lado el fortalecimiento de las instituciones civiles de seguridad pública, las policías estatales y municipales; dota a las fuerzas armadas de recursos desproporcionados a la vez que deja a estados y municipios sin fondos para la seguridad.

La combinación entre militarización y la desastrosa estrategia de “abrazos y no balazos” es un coctel explosivo que tiene al país sumido en un interminable baño de sangre y sufrimiento, con cifras históricas de desapariciones forzadas y con hechos lamentables de violencia, como los que se dieron recientemente en Matamoros, con dos personas norteamericanas asesinadas.

Estamos cruzando un umbral peligroso, de manos del presidente, hacia un camino sin retorno: el de la destrucción de las instituciones civiles de seguridad pública; el de la presencia constante de los militares en calles, plazas, espacios públicos y medios de transporte; el de un movimiento que pretende convertir a los mandos en sus principales promotores.

El presidente debe meter reversa, o todo México pagará las consecuencias de sus desastrosas decisiones. La Guardia Nacional debe ser una institución civil, bajo un mando civil. Hacia el futuro, la institución deberá ser depurada de militares e integrada por civiles formados en instituciones de educación superior, que ofrezcan entrenamiento en seguridad pública en ámbitos como investigación, prevención del delito, cadena de custodia, peritaje, informe policial homologado y procedimientos penales.

La mejor inversión en seguridad pública consiste en el fortalecimiento de las policías estatales y municipales. Es de vital importancia asignar fondos para crear modelos básicos de policías con capacidades institucionales mínimas y sujetos a procesos de certificación. Debemos apostar por academias de policía y de peritos estatales y regionales, para profesionalizar al 100 por ciento la función de seguridad pública.

La gran pregunta desde el siglo pasado ha sido: ¿cómo regresar al Ejército a los cuarteles? Es indispensable concretar reformas legales para prever los supuestos específicos bajo las cuales las Fuerzas Armadas pueden intervenir en tareas de seguridad pública, dicha intervención debe ser siempre temporal, excepcional, situada, bajo protocolos de actuación, con reglas de transparencia y siempre sujeta al mando de las autoridades civiles; el camino contrario nos seguirá sumiendo en la violencia y la oscuridad, como ha sucedido hasta este momento.

Afortunadamente los sexenios son transitorios, como este que vivimos. El reto de quienes vengan después será consolidar una auténtica estrategia de seguridad nacional que permita recuperar territorios de manos de la delincuencia criminal, que reforme las leyes necesarias y cree las leyes indispensables, que apueste de forma importante por la coordinación y la cooperación internacionales y que desarrolle un modelo preventivo, que atienda a las causas sociales de la violencia, sólo así saldremos de la trampa en la que estamos hoy, debido a las funestas decisiones presidenciales.

La autora es senadora por Baja California y presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores América del Norte.

@GinaCruzBC