En mis años muy mozos me resultaba verdaderamente insoportable lo feliz que despertaba cada mañana mi hermano Ricardo y, sí, en cambio, me quedaba claro que ni él sabía por qué amanecía feliz como tampoco yo por qué despertaba con un humor de perros. En la habitación compartida hasta nuestra juventud, él cantaba, hacía bromas y silbaba, y yo lo callaba, le lanzaba lo que tuviera a la mano -la almohada y el zapato eran mis proyectiles favoritos- lo que lo hacía sentir aún más feliz y divertido. Los dos, a nuestro modo, éramos alegres y felices.

Lo recuerdos del pasado me llevan a la siguiente reflexión: la felicidad y la alegría existen, pero no dejan de ser un enigma indescifrable: ¿qué es?, ¿cómo se define?, ¿qué la origina y qué la destruye? El enigma es que unos la sienten y otros carecen de ella o no la entienden.

En este inicio de la primavera de 2023, la ONU dio a conocer el Informe Mundial sobre la Felicidad que, en mis agrios despertares mañaneros, hasta el título me pareció bastante estúpido. En este extravagante ejercicio, sin embargo, nos da la buena noticia de que México ganó 10 lugares en el índice de felicidad, pasando del 46 al 36, de 109 países, encabezando la lista Dinamarca (quizá por su sistema de salud que cada vez se parece más al de México), Finlandia (amantes del frío y la escasez de seres humanos) e Israel (supongo que sin contar a los palestinos que ahí viven). Pues, nada, que son lo más felices de la tierra.

En el caso de México, como siempre, tiene algo de surrealismo. Las variables que toma en cuenta este ranking son “apoyo social, ingresos, salud, libertad, generosidad y ausencia de corrupción”. Sin entrar a detalle de la realidad que vivimos respecto a los cinco de los seis indicadores, me queda claro que el apoyo social (todo lo que aquí llamamos Bienestar) es el imperativo categórico, la causa eficiente, de que hayamos escalado diez lugares en la escala de felicidad, lo cual confirma que nadie aguanta un cañonazo de un billón de pesos anuales en “apoyos sociales”.

Lo curioso de este análisis es que, dice el reporte, “si consideramos la distancia entre la mitad más feliz y la menos feliz de la población, caemos hasta el lugar 75, lo que muestra la inequidad del País”. Supongo que entre los más felices están los que tienen su Tarjeta de Bienestar, bienaventurados ellos.

Pero la felicidad -me pregunto-, ¿qué carajos es la felicidad?

José Antonio Marina (El deseo Interminable, Ed. Planeta, 2022) habla, magistralmente, sobre este acertijo. Dice que para comprender las acciones humanas, el modelo más útil es comprender sus motivaciones, sus incentivos, sus fines. Recurre a Von Ihering para recordarnos “el esfuerzo individual de donde emergen las leyes” … “El sudor y la sangre de los hombres que cimientan el origen del Derecho quedan ocultos por el nimbo divino que a éste circunda”. Marina nos da a entender que las leyes son una meta para alcanzar la felicidad, y ésta, a su vez, es impulsada por las emociones que son, según Pinker, los mecanismos que plantean las metas más elevadas del cerebro. Sobra decir que dentro de las emociones, está lo que entendemos por felicidad, con todas sus contradicciones y polivalencias.

Kant, por ejemplo, escribió que “todos los seres humanos buscan la felicidad sin saber en qué consiste”; un fake concept, diría Marina, vacío, a la espera de significado. En este extravío en el cada uno de nosotros sustentará su particular idea de felicidad -y, por lo tanto, habrá felicidades opuestas y hasta en pugna-, Marina, no obstante, se atreve a analizarlas, a deconstruirlas,: nos dirá que habría que escribir sobre dos conceptos diferenciados: una “felicidad” con minúscula (la satisfacción de los deseos); y otra “Felicidad” con mayúscula (“la plenitud absoluta en la que no se aspire a nada, porque ya todo está colmado”) y  a la que considera una “utopía de la inteligencia”, en “un deseo interminable”. Como la Justicia, agregaría yo.

En este desiderátum, el autor también distingue ente la felicidad individual y la social, y que proviniendo ésta última de un impulso natural del ser humano, se podría hablar de un derecho ciudadano a la búsqueda de la felicidad.

Sobre este derecho en particular (abro un paréntesis), bien haría el partido político Movimiento Ciudadano, que ostenta como lema “Tenemos derecho a la alegría”, reflexione sobre la estupidez que propone y estudie con seriedad la diferencia entre alegría y felicidad, salvo que lo que pida en su proclama sea el júbilo y regocijo momentáneo, fugaz y efímero. “El hombre -dice S. Johnson- nunca es feliz en presente, salvo cuando está borracho”.

Volviendo a nuestro hilo conductor, me sorprende -como ser humano y, sobre todo, como abogado- la visión de José Antonio Marina, quien me descubre el hecho de que detrás de toda norma jurídica, hay un deseo interminable e inacabado de Felicidad, un esfuerzo de grandes proporciones del sapiens listo, por ser una persona con derechos. Piense -lector- lo que tuvo que suceder para que surgieran los Derechos Humanos, los Derechos Sociales, los Derechos Colectivos, los Derechos de Igualdad de Género. Ríos de emociones, pero también ríos de sangre y sufrimiento.

Así lo recuerda Marina -y así lo aprendí- de Rudolfh Ihering, cuando habla del derecho como la gran creación poética de la humanidad, “por el carácter sublime del problema que quiere resolver y por la majestuosidad de su movimiento”. Y remata con Hegel -y con él el argumento de su propia tesis-: “el sistema de derecho es el reino de la libertad realizada, el mundo del espíritu que se produce a sí mismo como una segunda naturaleza”, segunda naturaleza -agrega Marina- que une un deseo privado y emocional de felicidad, con el seco (árido) mundo de los derechos. “Una fascinante creación humana: la idea de justicia”.

Culmino estas líneas aportando al lector el concepto más claro posible de felicidad pública, entendida como el establecimiento de las condiciones de posibilidad de una felicidad apropiada para el ser humano y compatible con otras felicidades individuales. Así dicho, se entiende que hemos dejado de lado la idea de que el Estado es una fábrica proveedora de felicidades, y sí, en cambio, como un proveedor de posibilidades para todos. La felicidad individual, por su parte, la guardamos para el jardín privado de cada persona y en su propia psicología. (Pero, por favor, ¡no la conviertan en estadística mundial!)

Mi hermano y yo fuimos estúpidamente felices y, en nuestra incurable locuacidad y por fortuna, lo seguimos siendo, pero con el tiempo también hemos percibido el impulso humano a la Felicidad, así, con mayúsculas.

Dejemos, propongo, a los estadísticos, a los encuestadores, a los mercadólogos, la tarea de seguir contando, uno a uno, a los estúpidamente felices. Allá ellos y sus “likes”.