El escenario bilateral de México y Estados Unidos en las semanas de inicio de este año de 2023 parece ser una reiteración de lo ocurrido en 1984-1985, cuando la Casa Blanca tomó la decisión de confrontar a México en las coyunturas política y de seguridad: las elecciones mexicanas legislativas de medio sexenio y el secuestro, tortura y asesinato de la gente de la DEA Enrique Camarena Salazar.

En esa coyuntura política jugó un papel determinante el enfoque geopolítico conservador del presidente Ronald Reagan y el activismo grosero e intervencionista del embajador John Gavin; hoy los protagonistas son el expresidente Donald Trump y un bloque ultraderechista de políticos republicanos de la zona estratégica de Texas y Florida.

La agenda actual entre los dos países es bastante delicada: las confrontaciones sobre temas concretos del tratado de Comercio libre, la migración por millones que está irrumpiendo el territorio estadounidense, el narcotráfico que tomó el control de la frontera y los cárteles mexicanos que hoy controlan la distribución y venta al menudeo de droga dentro de EU, el ciclo progresista-populista de América Latina con el apoyo de Rusia y China y desde luego las elecciones presidenciales de noviembre de 2024 entre el disminuido presidente Joseph Biden y el reactivado ex presidente Trump.

El escenario bilateral debe tener una lectura estratégica desde México, sobre todo porque la Casa Blanca está convirtiendo al territorio mexicano en una especie de fosa de aislamiento ante la migración ilegal que está cruzando el Río Bravo por millones y porque el gobierno estadounidense está culpando a los cárteles del narco en México y Sudamérica del consumo creciente de drogas entre la población estadounidense, llegando al caso dramático de 200,000 muertes por sobredosis de droga en los últimos dos años, casi el 80% por consumo de fentanilo.

El presidente Trump dejó las relaciones en esos dos temas con México bastante deteriorada por sus comportamientos autoritarios unidireccionales y la falta de un acuerdo político sensato entre los dos países. La pandemia detonó una de las oleadas migratorias ilegales más grande y desordenada de la historia y las fronteras estadounidenses fueron incapaces de contener el ingreso abrupto de ciudadanos de otros países en busca de refugio y empleo.

El asunto el tráfico de drogas es más delicado porque sigue prevaleciendo la perspectiva estadounidense: la culpa la tienen los países productores de droga que la introducen de manera ilegal a Estados Unidos y las acusaciones de corrupción política en esas naciones. A pesar de los señalamientos, el gobierno estadounidense se niega a aceptar la razón central que alimenta y estimula el tráfico de drogas de Latinoamérica a Norteamérica: el consumo de estupefacientes de adictos en grado de enfermedad y de usuarios cotidianos de la droga que pudiera llegar, en un cálculo arbitrario pero cercano a la realidad, a casi 100 millones de estadounidenses. El criterio es sencillo: la demanda de droga por los consumidores determina la existencia y fortalecimiento de la oferta.

Estados Unidos perdió el control ya de su agenda interna por el radicalismo inflexible de los grupos ultraderechistas del Partido Republicano y el indicio todavía en investigación de que el 6 de enero de 2021 pudo haber estallado una revolución que destruyera al imperio americano. En su campaña política de 2016, el entonces candidato Trump puso a México y su problema de migración y drogas como la bandera política.

El presidente Biden apenas pudo lograr la victoria en las elecciones de noviembre del 2020, pero ha cometido el error histórico de preocuparse más por Ucrania, Rusia y China que por entender y replantear su relación con México y América Latina. En sus primeros dos años de gobierno, Biden perdió el tiempo en tratar de controlar al presidente mexicano López Obrador y nunca se le ocurrió en hacer un replanteamiento histórico estratégico de la relación que debiera tener ya EU con su vecino del sur a partir del dinamismo económico y social impulsado por el tratado de Comercio Libre. En su enfoque estratégico de gobierno, Biden nunca se preocupó por entender la dinámica política de México de los últimos 40 años y menos aún pudo estimular a su Comunidad de Inteligencia a replantear una nueva interpretación geopolítica del México del siglo XXI.

El problema de la política exterior de Estados Unidos ha radicado en su enfoque de archipiélago de la comunidad latinoamericana, partiendo del alto grado de dependencia económica, política, social y militar de los países de la región con respecto a los intereses estadounidenses. Es decir, Estados Unidos no ha sabido releer la realidad latinoamericana y la sigue suponiendo como la que fundó la OEA en los años sesenta.

La crisis en las relaciones México-Estados Unidos en el período de Nixon-Biden (1969-2023) no es más que la acumulación de percepciones equivocadas, de enfoques imperiales y de actitudes de desdén, sin entender que a pesar de todo América Latina y el Caribe seguirán dependiendo de la órbita estadounidense, como lo demostró a Cuba y su entrega integral a la Unión Soviética sin haber causado ni una mella al escudo de seguridad nacional de Washington.

Las comunidades estratégicas, políticas, de inteligencia, diplomáticas y militares de Estados Unidos seguirán perdiendo la oportunidad de construir un acuerdo continental que pueda generar mejores condiciones de desarrollo y estén en condiciones de alejarse de radicalismos ideológicos que en nada han beneficiado a los pueblos.

Como nunca en la historia, Estados Unidos se encuentra aislado en América y tenderá a ser más como castillo medieval ante las diversas crisis de América Latina y el Caribe.

El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.

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