Suena mal hablar de condenas “contra México”, y peor todavía si quien habla de ellas sostiene, como ocurre en mi caso, la legitimidad y justificación de esas condenas.  En los últimos meses, e incluso en días muy recientes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dictado sentencias en dos litigios relacionados con violaciones graves de esos derechos, cometidas por autoridades mexicanas en agravio de ciudadanos mexicanos, que nuestro país debe afrontar y reparar.

En términos de Derecho internacional se habla de sentencias “contra México”, aunque en rigor no se dictan contra la nación, ni afectan a su dignidad y su integridad, ni menoscaban   —sino todo lo contrario—  los derechos de los mexicanos. Quizás sería conveniente traducir la denominación de esas resoluciones judiciales como sentencias “contra el gobierno mexicano”. Esto último no correspondería a la técnica jurídica, pero serenaría la conciencia de los observadores y de la sociedad que no se hallan familiarizados con asuntos litigiosos en el ámbito internacional.

Para información de los lectores, debo recordar que el Estado mexicano es “parte” en la Convención Americana de Derechos Humanos (también conocida como Pacto de San José), de 1969. Este tratado se inscribe en la “ley suprema de la Unión”, por mandato de los artículos 1º y 133 de nuestra Constitución General de la República. Dicha Convención, a la que México se adhirió formalmente el 24 de marzo de 1981, contiene las llamadas obligaciones generales del Estado (es decir, de todas las autoridades de la República) de respetar y garantizar los derechos individuales previstos en el propio tratado y reparar las violaciones que se cometan en contra de esos derechos.

La Convención creó un tribunal internacional  (en rigor, supranacional) que conoce de tales violaciones, cuando éstas no son condenadas y reparadas por los órganos de la justicia en México. La operación del tribunal  —Corte Interamericana de Derechos Humanos—  fue aceptada por nuestro país el 16 de diciembre de 1998, que nunca ha cuestionado la legitimidad de las decisiones de la Corte ni negado su cumplimiento.

Debo aclarar  —para salir al paso de objeciones ligeras—  que la pertenencia de México a lo que llamamos el “sistema interamericano de protección de los derechos humanos—  no estorba la actuación de los órganos de justicia nacionales. Los internacionales sólo intervienen cuando los nacionales son omisos, insuficientes o violadores  —ellos mismos—  de derechos humanos.

Tampoco nos hallamos, como a veces se dice, ante un “menoscabo o erosión” de la soberanía nacional. Al incorporarse en el sistema interamericano, México ha sido consecuente con su propio compromiso (histórico y constitucional) de preservar los derechos humanos de todas las personas, y no ha declinado su soberanía: en realidad, la ha ejercido en varios momentos. En efecto, el Estado Mexicano se incorporó en dicho sistema ejerciendo su soberanía para hacerlo o no hacerlo, y también aplicando la soberanía ha aceptado la jurisdicción de la Corte Interamericana para que ésta conozca de cualesquiera casos y para cumplir las resoluciones que dicte.

No es esta la primera vez que nuestro país acude ante la Corte Interamericana. Lo ha hecho en varias ocasiones, sea como peticionario de opiniones de ese Tribunal sobre asuntos de derecho internacional, sea como demandado por violaciones cometidas por agentes del gobierno mexicano. Además, México ha contribuido significativamente  —con acierto y fortuna—  a la consolidación del sistema interamericano y ha sido cuidadoso en la atención a las decisiones del Tribunal Interamericano. En suma, las sentencias condenatorias a las que aquí me refiero no constituyen novedad para nuestro país  —ni para los otros del ámbito latinoamericano—, y deben ser analizadas y cumplidas  en los términos de los compromisos internacionales de México, sin reticencias ni aspavientos.

Voy ahora a las condenas específicas que motivan este artículo. La primera de ellas se dictó en el caso Tzompaxtle Tecpíle y otros contra México, dictada el 7 de noviembre de 2022 y notificada a nuestro país, a través de la secretaría de Relaciones Exteriores, el 27 de enero de 2023. La segunda sentencia se emitió en el caso Daniel Rodríguez García y otros contra México, del 25 de enero de este año, notificada a la misma autoridad el 12 de abril. Las denominaciones de los casos y las sentencias corresponden a los nombres de las víctimas de las violaciones.

No es pertinente que me extienda aquí en la descripción de los hechos y procedimientos reunidos en casos Tzompaxtle y Rodríguez García. Pero debo mencionar algunos datos que permitan al lector valorar la materia de esos litigios y el sentido de las sentencias. En ambos casos, la Corte Interamericana analizó violaciones (brutales, algunas de ellas) a derechos humanos perpetradas en el curso de procedimientos penales contra individuos a los que se imputó la comisión de delitos: por ejemplo, terrorismo en Tzompaxtle (a quien finalmente se absolvió de ese cargo, una vez comprobado que no había incurrido en tal delito), y homicidio en García Rodríguez.

Vale la pena tomar en cuenta que los hechos materiales calificables como violaciones a derechos humanos en agravio de esas personas datan de mucho tiempo atrás: en el caso Tzompaxtle, las detenciones ilegales o arbitrarias se presentaron en enero de 2006, y en el caso García Rodríguez, en febrero de 2002. ¡Nada menos! Destaca la extrema tardanza en obtener justicia, que debiera ser “pronta y expedita”. Ahora bien, la mayor parte del tiempo corrido desde aquellos hechos hasta la sentencia de la Corte Interamericana no transcurrió ante esta Corte o ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sino ante instancias de nuestro país que debieron haber atendido y condenado oportunamente las violaciones e impuesto las medidas de reparación correspondientes.

Ahora no destacaré las violencias de las que fueron víctimas Tzompaxtle y García Rodríguez  (que en relación con éste y otra persona llegaron al colmo de la tortura), sino subrayaré otros aspectos de ambos casos que revisten máxima importancia e implican la necesidad de que el Estado mexicano adopte medidas de gran alcance  —que entrañan, inclusive, reformas constitucionales—  para reparar las violaciones cometidas y prevenir otras violaciones semejantes en el futuro. Por ello me concentraré en el examen de disposiciones jurídicas vigentes en México y aplicadas en esos casos, que son absolutamente inconsecuentes  —es decir, claramente violatorias—  de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Lo más grave y notorio es que esas disposiciones se hallan en la propia Constitución General de la República. Me refiero, como lo hizo la Corte Interamericana en las sentencias citadas, a dos figuras aberrantes que persisten en nuestra ley suprema (y en la legislación procesal penal derivada de ésta), ampliamente cuestionadas por muchos juristas y organismos de la sociedad civil, pero invariablemente defendidas, con entusiasmo digno de mejor causa, por autoridades mexicanas, incluido el titular del Ejecutivo Federal. Esas figuras aberrantes son el arraigo (artículo 16 constitucional) y la prisión preventiva oficiosa (artículo 19 constitucional). En seguida diré dos palabras sobre ambas figuras, para ponderar su alcance y la pertinencia de las condenas emitidas por la Corte Interamericana.

En 1996 se expidió la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de la que se dijo constituiría una poderosa barrera contra esta criminalidad. Evidentemente, no ha sido así. Lo que importa mencionar ahora es que es ley instituyó la medida de arraigo, entendida a partir de aquel año como posibilidad de privar de libertad a una persona en el curso de una investigación realizada ante el Ministerio Público,  para investigar la existencia de delito y la responsabilidad de esa persona. En otras palabras: detener para investigar, a diferencia del principio propio del sistema penal de una sociedad democrática, que postula investigar para detener.

Cuando el Congreso “parió” el arraigo, califiqué esta medida con el título de una famosa película de Román Polanski: “El bebé de Rosemary”. En esa película, el demonio engendra a un bebé en el cuerpo de Rosemary con el propósito de iniciar una nueva especie  —entre humana y diabólica—  que poblaría y dominaría la tierra. Otro tanto ocurriría con el arraigo en el orden jurídico, como en efecto sucedió: esta medida enteramente contraria a los derechos que deben prevalecer en un procedimiento penal  moderno (pero muy celebrada por instancias autoritarias) acabó por incrustarse en la propia Constitución de la República, donde actualmente se aloja. Ésta se convirtió en la morada del “bebé (jurídico) de Rosemary”.

La otra figura aberrante que ha motivado las condenas de la Corte Interamericana es la llamada prisión preventiva “oficiosa”. La prisión preventiva supone que existe cierta imputación contra una persona a la que se señala como responsable de un delito, pero aún no se ha comprobado suficientemente ni la existencia del delito ni la responsabilidad de esa persona. Sin embargo, se somete a ésta a privación de libertad para evitar que se sustraiga a la justicia, altere los medios de prueba que podrían sustentar una sentencia o ponga en peligro a la víctima del delito o a la sociedad mismpa. Estos son los datos que han explicado  —o justificado—  la existencia de prisión preventiva a pesar de la enfática declaración   —acogida por la ley fundamental—  de que todas las personas deben quedar al amparo de una presunción o principio de inocencia mientras se resuelve judicialmente su responsabilidad penal.

Ese límite de la prisión  preventiva se desbordó flagrantemente cuando se hizo una reforma constitucional en 2008  —agravada en 2019—  y se creó la modalidad de “preventiva oficiosa”, es decir, obligatoria, forzosa, cuando vengan al caso imputaciones por delitos contemplados en una lista  —que se ha ampliado a discreción del Poder Revisor de la Constitución—  contenida en el artículo 19 constitucional. Al referirme a esta deplorable incorporación, en la víspera de la reforma, dije que la reforma misma sería como un vaso de agua fresca, limpia, que necesitaba la sociedad mexicana, pero en el que alguna mano aviesa hubiera depositado “gotas de veneno”. Una de esas gotas era  —y es—  la prisión preventiva oficiosa.

En cumplimiento de las normas mexicanas, pero con incumplimiento de las garantías internacionales, la Corte Interamericana hizo notar que el arraigo y la prisión preventiva oficiosa (para colmo, muy prolongada) se aplicaron en los casos de Tzompaxtle y García Rodríguez.  La misma Corte analizó ambas medidas y puso en evidencia que pugnan con derechos humanos (a la libertad personal, al debido proceso, a la defensa, al control judicial, entre otros) consagrados en la Convención Americana y constantemente ponderados por la jurisprudencia del Tribunal Interamericano.

Así las cosas, la violación a derechos humanos no provino solamente de la actuación de funcionarios que intervienen en procedimientos penales, sino se halla en la propia legislación mexicana. El arraigo y la preventiva oficiosa violan la Convención Americana. Por ello, la condena se dirigió contra esas figuras, que insisto en llamar aberrantes como lo he hecho desde que apareció la primera de ellas, el arraigo, hace más de veinticinco años. Se ha condenado al Estado mexicano, literalmente, a “dejar sin efecto en su ordenamiento interno las disposiciones relativas al arraigo de naturaleza pre-procesal”, y a “adecuar su ordenamiento jurídico interno sobre prisión preventiva oficiosa”.

Cuando escribo estas líneas para la Revista Siempre, aún no se ha producido una reacción oficial de nuestro gobierno acerca de la condena de la Corte Interamericana y su cumplimiento, reacción que tendría que ver con ambas sentencias (aunque en el caso Tzompaxtle hubo una primera reacción, absolutamente infundada y ligera, de algún funcionario de alto rango, desconocedor del derecho internacional y de los compromisos de nuestro país).

¿Qué implica el cumplimiento de las citadas sentencias, más allá de los hechos materiales, en lo que respecta a las normas jurídicas sobre arraigo y preventiva oficiosa? Hay algunas interpretaciones. Una de ellas, emitida por juristas respetables, supone que por lo pronto los juzgadores podrían “desaplicar” las normas constitucionales y legales violatorias, en ejercicio del control de convencionalidad que obliga a aplicar normas tutelares internacionales de preferencia a disposiciones nacionales que vulneran el derecho internacional de los derechos humanos.

Ese “remedio judicial”, que no contempla una inmediata reforma constitucional, pudiera representar una especie de “bálsamo”, un alivio para el problema que tenemos a la vista, sin llegar al extremo de revisar la Constitución, que sin duda entraña problemas políticos de gran alcance. Pero ya dije  —y reitero—  que la permanencia de textos inconvencionales en la ley mexicana significa que ésta es violatoria, en sí misma, del derecho internacional: grave violación, que empaña a la propia Constitución General de la República. En situaciones similares, otros países han emprendido, con decisión y acierto, la pertinente reforma constitucional,  solución de fondo, radical.

No pasará mucho tiempo  —no debe pasar—  sin que nuestro gobierno fije su posición con respecto a las condenas de la Corte Interamericana. Agreguemos, solamente, que éstas no son revisables en el fuero nacional o interno. Así lo ha declarado, en la atención de otro caso célebre (Radilla Pacheco), la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ahora queda a prueba, una vez más, el respeto del Estado mexicano a los derechos humanos y a sus compromisos nacionales e internacionales.