En esta segunda parte de la serie sobre la Fortuna aludo a lo que otros autores de Grecia y Roma opinaron de ella.

 

Cicerón

“25. ¿Puedo, entonces, si alguien le hubiere concedido que entre los males se hallen los dolores del cuerpo, entre los males los naufragios de la fortuna irritarme contra él porque dice que no todos los buenos son dichosos, siendo así que todos los buenos pueden caer esas cosas que el enumera entre los males? Es atacado el mismo Teofrasto tanto en los libros como en las discusiones de todos los filósofos, porque en su Calístenes alabó aquella sentencia:

La Fortuna a la vida rige, no la sapiencia.

Niegan que por algún filósofo haya sido dicha alguna cosa más lánguida. “Y en verdad rectamente, pero entiendo que nada pudo decirse con más coherencia. En efecto, si hay tantos bienes en el cuerpo, tantos fuera del cuerpo en el azar y la fortuna, ¿no es una consecuencia que la fortuna, que es la señora tanto de las cosas externas como de las pertenecientes al cuerpo, valga más que la prudencia?” (Cicerón, Disputas tusculanas, libro V, IX, XXV 25).

 

Salustio

En el sentido anterior se inclina Salustio: “Pero sin duda alguna la fortuna es reina y señora en todas las cosas; ella celebra y oscurece todo por capricho más que por la verdad”. (La conjuración de Catilina, 8, 1, Gredos, p. 79).

 

Plutarco

La obra de Plutarco a la que hace referencia expresa Maquiavelo forma parte de una obra general a la que se ha dado el título general de Moralia; el apartado específico tiene por subtítulo: Sobre la fortuna de los romanos; en ella, su autor, refiriéndose al tema, escribe lo siguiente:

“Virtud y Fortuna que con frecuencia han sostenido una frente a otras muchas contiendas importantes, sostienen en el presente la mayor de todas: litigan sobre cuál de las dos ha sido artífice de la hegemonía de los romanos y cuál ha creado tan gran poder. Pues para la vencedora, esto no será pequeño testimonio, antes bien una defensa frente a una acusación. A la Virtud se le acusa de ser bella pero inútil, a la Fortuna, en cambio, de ser insegura pero buena. Dicen que la primera trabaja infructuosamente mientras que la segunda ofrece dones poco fiables. ¿Quién, pues, no declarará, cuando Roma se haya manifestado a favor de una de las dos, o que la Virtud es muy útil si ha dado tantas cosas buenas a los hombres buenos o que la buena Fortuna es muy segura por haber conservado durante ya tanto tiempo lo que les ha dado?” (I, C y D, Gredos, p. 197).

El tema de la influencia de la fortuna en los negocios humanos es recurrente en Plutarco:

“La fortuna rige los designios de los hombres no la discreción… ¿Qué es lo que pueden entonces investigar o aprender los hombres, si todo se realiza según la fortuna? ¿Qué clase de tribunal estatal no desaparecerá y qué consejo real no se disolverá, si todo está bajo el dominio de la fortuna, a la que censuramos por ser ciega, porque nosotros como ciegos tropezamos con ella? ¿Qué no estaremos dispuestos a hacer, cuando, tras arrancarnos la discreción, como si se tratase de nuestros propios ojos, tomamos como guía de nuestra vida a un conductor ciego?” (Plutarco, Moralia, Sobre la fortuna, 2, 98 A y B, Gredos, tomo II, p. 26).

 

Tito Livio

El mismo Tito Livio, en su obra Historia de Roma desde su fundación, en el libro IX, 17 a 19, parece sostener la idea de que la grandeza y duración del imperio romano se debió al valor, disciplina, previsión y entereza de los generales, jefes y de los ejércitos romanos.

 

Dionisio de Halicarnaso

Este autor coincide con Tito Livio: “… que no se indignen por la sumisión que es lógica (pues de hecho hay una ley de la naturaleza, común para todos y que ninguna época derogará, consistente en que los superiores gobiernan siempre sobre los inferiores), y que no acusen a la Fortuna de haber concedido en vano y por tanto tiempo tal soberanía a una ciudad indigna; …” (Historia antigua de Roma, libro I, 5, 2, Gredos, p. 41).

 

Luciano de Samosata

“Otro motivo para admirar la filosofía es contemplar tan gran demencia, y para despreciar los bienes de la fortuna es ver como en un teatro, en un drama de muchos personajes, a uno que pasa a ser, de criado, señor, a otro, de rico, pobre; a otro, de pobre, sátrapa o rey; uno es amigo de éste; otro, enemigo; otro, desterrado. Y de todo ello lo más sorprendente es que, aunque la Fortuna atestigua que juega con los intereses humanos y reconoce que nada en ellos es duradero, sin embargo, pese a verlo todos los días, se aferran a la riqueza y al poder, y todos andan llenos de irrealizables esperanzas.” Luciano, Filosofía de Nigrino, 20, Gredos, Obras, tomo ¡, p. 121).

En mi repaso por los autores que se han referido a la Fortuna, ahora paso a los de la Edad Media y el Renacimiento.

 

Dante

“Aquél cuya sabiduría es superior a todo, hizo los cielos y les dio una guía, de modo que toda parte brilla para toda parte, distribuyendo la luz por igual; con el esplendor del mundo hizo lo mismo, y le dio una guía, que administrándolo todo, hiciera pasar de tiempo en tiempo las vanas riquezas de una a otra familia, de una a otra nación, a pesar de los obstáculos que crean la prudencia y la previsión humana. He aquí por qué, mientras una nación impera, otra languidece, según el juicio de Aquél que está oculto, como la serpiente en la hierba. Vuestro saber no puedo contrastarla; porque provee, juzga y prosigue su reinado, como el suyo cada una de las otras deidades. Su transformación no tiene tregua; la necesidad la obliga a ser rápida; por eso se cambia todo en el mundo con tanta frecuencia. Tal es esa a quien tan a menudo vituperan los mismos que deberían ensalzarla, y de quien blasfeman y maldicen sin razón. Pero ella es feliz, y no oye esas maldiciones: contenta entre las primeras criaturas, prosigue su obra y goza en su beatitud.” (La divina comedia, canto VII, traducción de Manuel Arandía y Sanjuán, Orbilibro, México, 2022, ps. 36 y 37).

 

Bocaccio

En el Renacimiento Bocaccio es de la misma opinión: “Cuanto más se habla, gentiles amigas mías, acerca de los sucesos de la Fortuna, tanto más le queda por decir a quien presta atención a sus mudanzas. Y nadie debe maravillarse de ello si piensa que estas cosas, que tontamente llamamos nuestras, están en sus manos y, por consiguiente, las cambia de acuerdo con su secreto juicio, sin interrupción alguna de uno a otro hombre.” (El Decamerón, II, 3, CREDSA, Barcelona, 1972, p. 110 y 111).