Para quien disfruta de la historia, conocer personajes reales o imaginarios, vivir acontecimientos gloriosos, estrujantes, inverosímiles o tristísimos, constatar que pocos hechos que han labrado nuestra existencia presente, nuestro país o nuestras costumbres, no son sino repetición de hechos similares en el pasado. Decía León Felipe: “¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha? Los mismos hombres, las mismas guerras, los mismos tiranos, las mismas cadenas, los mismos farsantes, las mismas sectas ¡y los mismos, los mismos poetas!”

Hay, pues, tantas sorpresas que nos reserva la historia —y las historias—, siendo una de ellas los paralelismos que guardan vidas que nos han precedido, personajes que han vivió en el mismo tiempo, en lugares distintos. Es precisamente de este curioso paralelismo del que se ocupó Plutarco (Vidas Paralelas, Ed. Porrúa, 1982), romano educado en Atenas, quien a pesar de haber nacido unos 50 años d. C. hubo de relatar vidas paralelas —unos atenienses, otros romanos— de cuatro siglos atrás, retratando personajes que hoy consideramos inmortales, como Pericles y Favio Máximo, Alejandro Magno y Julio César, Demóstenes y Cicerón. Su relato inicia con la vida (no podía ser menos) de Rómulo, fundador de Roma, que a la postre devendría en el gran Imperio Romano, y a quien equipara con su contemporáneo Teseo. De entre los dilatados vericuetos de la forma de gobernar de entrambos que nos trae Plutarco, sólo quiero referirme al pasaje conocido como el Rapto de las Sabinas.

Quienes hemos tenido la fortuna de admirar, en vivo y a todo color, representaciones escultóricas y pictóricas de este mito fundacional de Roma, a primera vista nos quedaría la impresión de haber sido un arrebato salvaje (que de alguna manera lo fue) de los romanos para allegarse esclavas y concubinas. Lo cierto es que fue un acto deliberado de Rómulo, creyente de la democracia y la igualdad, para atraer a los sabinos, más inclinados al gobierno oligárquico y dictatorial, a vivir dentro de la ciudad romana y poblaran la ciudad-estado. Para este fin, Rómulo raptó —se dice— a treinta mujeres vírgenes (hay quien habla de seiscientas) para casarse y procrear hijos con los romanos. Poco tiempo después —relata Plutarco—, los sabinos, no contentos con la afrenta, declararon la guerra a los romanos. Iniciados los combates, en un momento en que ambos bandos tomaron el fresco para volver a la lucha, “los contuvo un espectáculo muy tierno que no puede —dice Plutarco— describirse con palabras”. Así lo cuenta el nacido en Queronea:

“Las hijas de los Sabinos que habían sido robadas, se vieron sobrevenir, unas por una parte y otras por otra, con algazara y vocerío por entre las armas de los muertos, como movidas de divino impulso hacia sus maridos y sus padres, unas llevando en su regazo a sus hijos pequeñitos, otras esparciendo al viento su cabello desgreñado, y todas llamando con los nombres más tiernos, hora a los sabinos, hora a los romanos”. Las mujeres otrora raptadas imploraban ruegos llenos de lágrimas: “Aun cuando peleaseis por cualquier otra causa, deberíais por nosotras conteneros, hechos ya suegros, abuelos y parientes; más si por nosotras es la guerra, llevadnos con vuestros yernos y nuestros hijos; restituidnos nuestros padres y parientes; no nos privéis, os pedimos, de nuestros hijos y maridos, para no vernos otra vez reducidas a la suerte de cautivas”. Al ver esto, Rómulo y el belicoso Tacio, optaron por detener la lucha y pactar la unión de romanos y sabinos, gobernando juntos una ciudad “en donde serían ciudadanos con entera igualdad de derechos”, eligiendo a cien sabinos patricios que participasen en el Senado latino. El dramático rapto de las sabinas resultó ser el mejor regalo para un pueblo: la democracia y la igualdad de derechos para todos.

Cuando pienso en estos acontecimientos, pienso en México y no puedo sino advertir la manera como nos han confrontado nuestros líderes, en particular el líder supremo que ostenta, ni más ni menos, que la Presidencia de la República. En México, no sólo nos ha enfrentado, sino que ha sembrado la semilla del odio y la violencia de entre esa entelequia llamada “pueblo bueno y sabio” (que en la Roma antigua se le llamaba plebe), en contra de todos los demás. El acoso a los periodistas, a los científicos y, el más grave, a la Suprema Corte de Justicia -–por dar sólo unos ejemplos—, nos pone en pie de guerra, no porque hayan secuestrado a las sabinas, sino porque pretenden raptar la democracia. En este ambiente turbulento y agónico, busco los paralelismos plutarquianos.

Recuerdo, al caso, los relatos acerca de la guerra civil española de tantos refugiados españoles que he conocido, cuando en sus tristes evocaciones de la guerra entre la República y el franquismo, decían: “separó y confrontó regiones, pueblos y familias. Hermanos denunciaban a sus hermanos, padres denunciaban a sus hijos, y éstos a aquéllos”. Las personas no eran importantes, lo que importaba eran las creencias. Cuando escuchaba estas narrativas, jamás imaginé que pudiera suceder algo similar en mi país en pleno siglo XXI, y, sin embargo, constato que grupos de amigos, de científicos, de intelectuales, comunidades y familias, que una vez fueron solidarios y respetuosos uno del otro, ahora se separan, se confrontan, se odian y se atacan de sutiles y hasta brutales maneras.

Y me pregunto: ¿Qué no cabe la reconciliación? ¿Es que no podemos caminar juntos por lo que nos une, dejando a un lado lo que nos separa? ¿Qué no puedo reconciliarme con mi hermano, con mi amigo, con mi país y con mi historia? ¿Qué no podremos aspirar a una reconstrucción del tejido social en donde impere el optimismo, en donde pugnemos por construir nuevas instituciones y fortalecer las existentes, en donde impere la fuerza de la razón y el bien común, y ya no la fuerza del número (de senadores, de diputados, de huestes de tal o cual partido)?

Frente al rapto de nuestra democracia, ¿qué no podremos, en un acto de infinita mesura, volver a abrazar, de igual a igual, a los desiguales, y pactar una lucha patriótica en contra de la pobreza, no en pos de la riqueza, sino en su verdadero antónimo que es la Justicia y la legalidad? ¿Por qué en esta lucha no podemos soñar el paralelismo de las sabinas, esas que describe Plutarco a la mitad de la batalla implorando la paz “para restituir a sus padres y parientes”, y que podamos reencontrar el diálogo, la discusión y el análisis de las ideas con los que no piensan como nosotros?

La democracia, en cualquiera de sus variantes, es el bien más preciado de la sociedad, y sólo florece en donde priva la libertad, requisito indispensable para el ejercicio de cualquier otro derecho.

Nada deseo más en estos tiempos oscuros por los que atraviesa México, que nos sea devuelta la plena democracia, contenida en el cáliz precioso de la libertad.