Si bien el primer bolígrafo fue patentado en Estados Unidos en 1888 por John J. Loud, no fue sino hasta que Ladislao Biro hizo lo propio con su invención que este artículo se popularizó, a grado tal que ahora es de uso común.

Biro era un periodista húngaro cansado de la escritura con pluma fuente, por lo que buscó una manera de contar con un instrumento de trabajo que facilitara las cosas, así ideó en 1938 –inspirándose en varias vivencias que tuvo– una pluma con una punta de esfera que se cargara sola de tinta al rodar. La suerte quiso que un expresidente de Argentina, Agustín Justo, se enterara del proyecto y lo invitara a dicho país para desarrollarlo, algo que aceptó en el marco de la Segunda Guerra Mundial.

Fue tal el impacto que tuvo el invento, que la licencia que otorgó en Estados Unidos para su fabricación tuvo un costo de 2 millones de dólares de esa época, en 1943, algo que incentivó la competencia y que también dio inicio a una empresa que comercializa las plumas con un nombre que empieza con B y que en ocasiones sustituye el nombre del invento por el posicionamiento que alcanzó el producto.

Así, la búsqueda de algo que facilitara la escritura sin tanta complicación al tener que mojar la punta de una pluma fuente en un frasco de tinta y toda la limpieza que esto implica, fue el punto de partida para algo que ahora usamos todos los días y a toda hora.