En estas líneas voy a cometer la osadía de escribir la oración fúnebre que, no obstante, en vida, quisiera dedicar a Porfirio Muñoz Ledo. Si lo anticipo no es por hacer un augur funesto, sino porque los homenajes -siempre se ha dicho- deben ser en vida del homenajeado. Espero que a Porfirio, el enjundioso e ilustrado político de nuestro tiempo, no le inquiete ni le perturbe.

Este inevitable y arrebatado impulso -debo confesar- resulta de una de las lecturas que mayor gozo me han brindado, al abordar la vida y obra de Honoré de Balzac. El dramaturgo, a la corta edad de 51 años  y dejando trunco su ambicioso proyecto de La Comedia Humana, tuvo en vida la recíproca admiración de otro gigante de su época: Víctor Hugo. A su muerte, en agosto de 1850, es Víctor Hugo quien pronuncia la oración fúnebre. Es el caso que al leer el texto, me di cuenta que el sentimiento del más grande, quizá, de los dramaturgos de la lengua francesa, iba dedicado para aquellas inteligencias que, al desaparecer, merecen la inmortalidad. O, en las palabras de André Breton: “Mi mayor deseo es morir, y, después, ser inmortal”.

Cuando leí la oración fúnebre de Victor Hugo me estremecí profundamente por lo que representa la pérdida de un gran hombre, y medité si en México habría alguien que mereciera tanta majestad. A la sazón se me vinieron a la mente mujeres y hombres notables, pero hubo uno al que las palabras que abajo transcribo, le quedan, y le quedan bien. Tuve la impresión de estar frente a su retrato hablado.

Hoy Porfirio profiere que está llegando al final de su carrera (cortada de tajo su trayectoria en un acto desleal y torpe de quien debió “palomearlo” para una siguiente legislatura), y ha decidido, él sí, dejar un testamento político, abierto y generoso, en donde desde ahora nos hace herederos de todo cuanto ha hecho por México. Sus lecciones -para quien quiera escucharlas- están a nuestro alcance en la Fundación Porfirio Muñoz Ledo. Quien ose incursionar en el legado discursivo de este atleta intelectual -desde la mitad del siglo pasado hasta nuestros días-, decubrirá que Porfirio es lenguaje, es palabra, es idea, es -al decir de Octavio Paz-, una metáfora de sí mismo. Así lo explica el poeta: “Cada palabra o grupo de palabras es una metáfora… El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear el (su) lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora en sí mismo”. Porfirio, concluyo, es metáfora.

Recuerdo hace unos cuantos años, se presentó en Casa Lamm la obra que aglutinaba los dicursos pronunciado en 70 años de vida intelectual de Muñoz Ledo. De su intervención, me sorprendió que “se acordaba no sólo de la disposición de los pensamientos expuestos en el libro, sino también de los estados de su alma en momentos ya muy distantes. Su memoria poseía además la inaudita peculiaridad de figurarse de nuevo, con toda nitidez, los progresos y la vida del espíritu: desde sus pensamientos más remotos hasta el más reciente, desde el más confuso hasta el más diáfano. Su intelecto, pronto acostumbrado a los mecanismos complicados de la concentración de las energías humanas…”. ¿Cree, lector, que los entrecomillados son palabras mías? ¡Pues no!: son las de Stefan Zweig en su formidable biografía de Balzac.

¿Entienden ahora ustedes por qué me atrevo a literalmente copiar el elogio, felizmente coincidente, de grandes talentos pasados, a un hombre de nuestros días? Una de las razones -me apena decirlo- es que no tengo la capacidad de imprimir tanta precisón y belleza y a mi limitada prosa.

Opto por el silencio, pero todo silencio humano -nos recuerda Paz en El arco y la lira– contiene un habla. “Callamos -recuerda Paz a Sor Juana-, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos decir”.

Pero pasemos a otro escenario: pensar en la muerte conlleva siempre un sentimiento de pérdida y tristeza, pero también de orfandad. Me duele imaginar el vacío de ideas, chanzas, apodos y, lo más importante, profundos planteamientos políticos, cuando Porfirio -este moderno Mirabeau- ya no esté con nosotros (o con ustedes, pues igual me petateo antes). En fin, espero que en un futuro que deseo lejano -“en su momento”, como dicen-,  un gran cortejo funebre lo acompañe a su última curul: Bellas Artes, el Colegio de México, el Colegio Nacional o San Ildefonso, cuna de la abogacía.

No sé, estimados lectores, si se han preguntado qué habrán de decir de ustedes el día de su muerte. Les recomiendo el ejercicio, porque muchos de nuestros errores y omisiones -sobre todo afectivos-, pueden ser corregidos antes de que se conviertan en sentencias firmes e inapelables. La muerte así lo dispone. Pero, mi punto es ¿a quién no le gustaría saber qué se va a decir el día de mi muerte? ¿Le gustaría a Porfirio saberlo? ¿Le gustaría a este moderno Cicerón saber lo que pensarán de él tirios y troyanos? ¿Habrá quien se atreva a retar a este exultante gladiador que alguna vez fuera campeón de los Guantes de Oro? (Cuenta la leyenda que el rictus macabro de Manuel Bartlett se debe a un fuerte trompón en la quijada que le propinó Porfirio cuando estudiaban en París)  ¿Habrá alguien que no lo admire o, al menos, lo envidie?

Llegado ese funesto día me asalta una duda: ¿Quién, o quiénes, habrán de pronunciar el discurso fúnebre? ¿Qué dirán respecto a su vida y obra? ¿Quién estará a la altura de pronunciar unas palabras que no ofendan la inteligencia y el legado del difunto?.

Confieso que, llegada la ocasión, intentaré pronunciar una oración fúnebre a la altura de Muñoz Ledo; si fracaso en el intento, aquí adelanto mi intrépida intervención, que no es otra que la de Víctor Hugo a Honoré de Balzac el día de su muerte.

Así rezaría el homenaje que hoy anticipo:

“El hombre que acaba de descender ahora a la sepultura es de aquellos a quienes el dolor público de la nación entera acompaña. De ahora en adelante, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino a las de los que piensan, y el país entero se estremece cuando desaparece una de estas cabezas. Hoy la tristeza del pueblo es el pesar por la muerte de un hombre de talento, la tristeza nacional es la aflicción por la desaparición de un hombre de genio. El nombre de Balzac (lésae Porfirio) ha de asociarse al rastro luminoso que nuestra época dejará en el futuro.
…¡Ay! Este escritor, este genio, este trabajador esforzado, infatigable, este filósofo, este pensador ha vivido entre nosotros esa vida cargada de tormentas y de luchas que es dada a todos los grandes hombres. Hoy descansa en paz. Ahora está por encima de las disputas y del odio. En un mismo día penetra en la tumba y en la gloria. De ahora en adelante brillará por encima de todas las nubes que corren sobre nuestras cabezas, entre las estrellas más refulgentes de la patria. Todos los que aquí se encuentran se sentirán tentados de envidiarle. Pero por grande que pueda ser nuestro dolor frente a tal pérdida, conformémonos con la catástrofe. Aceptémosla con todo lo que tiene de cruel y de doloroso. Quizá sea bueno, quizá sea necesario que en una época como la nuestra, de vez en cuando, la muerte de un gran hombre cause una conmoción religiosa en los espíritus llenos de dudas y de escepticismo. La Providencia
sabe lo que hace cuando pone al pueblo ante el más alto secreto, otorga para meditación la muerte, que es la gran igualadora y, al mismo tiempo, también la gran liberadora. Sólo pensamientos serios y elevados pueden henchir todas las almas cuando un espíritu elevado penetra majestuosamente en la vida del más allá, cuando uno de los seres que durante largo tiempo con las alas visibles del genio resistió sobre las multitudes, abre de repente las otras alas, las que no se pueden ver, y desaparece en lo incognoscible. No, no es incognoscible. En otra ocasión dolorosa ya le dije y no me cansaré de repetirlo: no es la noche, es la luz. No es la nada, es la eternidad. No es el fin, es el principio. ¿No es verdad, vosotros que estáis escuchando? Féretros como éste son una prueba de la inmortalidad”.

Víctor Hugo. Discurso fúnebre pronunciado en el Père Lachaise, el 22 de agosto de 1850.

Descanse en vida Porfirio y por largo tiempo. Es mi mayor deseo.