Debo confesar que cuando estaba en trance de idear el título de este texto hubo de ganarme la risa ¿Por qué? Las citas históricas que más adelante refiero guardan una graciosa semejanza con lo que está pasando en estos días. Me pareció que acontecimientos de hace 1500 años d. C. no pudieran darse en la actualidad. Pero, reales o metafóricos, ¡siguen sucediendo!: hay quienes, por deporte, tal parece, siguen practicando la auto castración.

El hallazgo resulta de la lectura de un libro (como decimos los fifís: un must) de Catherine Nixey, La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, rebela con una brillante capacidad descriptiva la manera en que el poder mesiánico y dogmático de una doctrina -en este caso el cristianismo-, es capaz de destruir toda una cultura y enfrentar a pueblos y naciones, sin descartar en ningún momento de la persecución la muerte misma del enemigo.

Es interesante advertir que antes de la aparición de esta doctrina ya existía la palabra pagano -todo aquel que no pertenecía al ejército-, pero, cuando el poder militar se identificó como el ejército de Cristo, los paganos fueron todos los que no abrazaran la religión católica (del griego καθολικός, katholikos), la única, la universal. En el siglo IV, el mismo san Agustín incendiaba la hoguera, apoyado en la obra a la que ahora se le ha recortado su título completo: La Ciudad de Dios contra los paganos. En el México de hoy, por cierto, parece proliferan los paganos, mejor conocidos como adversarios.

En aquella época, a tanto llegó la exigencia por cumplir cabalmente los mandatos de la Iglesia y tanto miedo se inculcó al diablo y al pecado, que “ochenta y tantos años después de que Celso despedazara a la nueva religión – nos relata Nixey-, un apologeta cristiano llamado Orígenes escribió un fiero y extenso contraataque…

De hecho, se dice incluso que Orígenes pudo tomarse un poco demasiado a pecho las palabras de Mateo 19:12 («Porque hay eunucos […] que se hicieron a sí mismos eunucos por causa del reino de los cielos») ya que, en un acto de abnegación celestial, se castró a sí mismo (¡Auch!).

Ahora que contemplo a los predicadores errantes -me refiero a los que alguna vez serán candidatos a la Presidencia- recorrer el país de esquina a esquina, sudorosos, titubeantes, enjaezados (como acémilas de pueblerina fiesta) con ridículos collares de flores (ícono más bien hawaiano), sombreros y vestimentas típicas que sólo a quien las hizo le quedan, y aparentando pobreza y humildad, como monjes mendicantes del medioevo, propalan la palabra de Dios, el evangelio según san Andrés, quien en su infinita misericordia les permite abrigar la íntima y escondida idea de ser, algún día, cabeza del Poder Ejecutivo. Aceptaron ellos sin chistar que los bautizaran como Corcholatas, aunque para efectos “legales” sólo son aspirantes a la Coordinación Nacional de la Cuarta Transformación.

Lo ignominioso del caso es que, además de asumir el feo apelativo, firmaron un acuerdo-compromiso en que, entre otros mandamientos, se les prohíbe contradecir las tesis de la 4T; no podrán debatir ni enfrentar a los otros contendientes; deberán aceptar los resultados de la encuesta; el ganador incorporará en su próximo gobierno a los perdedores (¿dormir con el enemigo?); no podrán echar mano de recursos públicos ni gestionar apoyos de ninguna índole de gobernadores y alcaldes. Como decía el clásico: “Ay, ternuritas”.

¿Y qué pasa si incumplen tales compromisos? La pena es tan popular ahora, como antigua. Es la misma que en siglo IV el monje Evagrio el Perfecto (algo así como “el mejor presidente del mundo”) dictaba a los pecadores: “Te pondré en ridículo y te llenaré de vergüenza frente a los demás monjes, porque estaré a la búsqueda de todo tipo de pensamiento impuro para después manifestarlo”. Y, desde luego, (me viene la frase, “amo la traición, pero odio a los traidores”) los traidores serán defenestados (arrojados por la ventana) o desacreditados, al punto de quitarles la primacía en las encuestas.

Debo dejar claro que no tengo nada en contra de los suspirantes morenistas a la Presidencia Todos tienen sus méritos, virtudes y defectos, sin importar que ninguno de ellos sea de mi preferencia, aunque no dudo que alguno pudiera ser un buen gobernante. Lo que no entiendo es por qué optaron por la auto castración; por qué, en un arrebato místico, decidieron posponer sus propios valores sobre la cosa pública, sobre el buen gobierno, sobre su visión de Nación ¿Qué no merecen conocerla, al menos, los 30 millones de mexicanos que se suponen son ya incondicionales de la Cuarta Transformación? ¿Qué de veras no piensan quitarle ni una coma a la palabra de Dios, la del verbo encarnado, a la biblia oficial?  ¿Qué, al recibir el bautismo morenista, renunciaron a las pompas del demonio, al ambiente mundano y materialista que reina en el mundo? ¿Aceptaron el dogma sin titubeos?

La búsqueda de la Presidencia de México no puede basarse en la abnegación celestial de Mateo el evangelista para alcanzar el reino de los cielos -léase, la Silla Presidencial-, haciéndose los candidatos eunucos de sí mismos, auto castrándose, renunciando a ser ellos mismos.

Galeno, el médico griego al servicio de la Roma Imperial, discípulo de Hipócrates y un contestatario notable de su época, despreciaba al propio Moisés: “El método que sigue en sus libros —según cita Catherine Nixey a Galeno—, consiste en escribir sin ofrecer pruebas, diciendo, “Dios ordenó, Dios dijo”». Para un protoempírico como Galeno, eso era un error cardinal. El progreso intelectual dependía de la libertad para preguntar, cuestionar, dudar y, por encima de todo, experimentar. En el mundo de Galeno, solo los que carecían de educación creían en cosas sin motivo. Para mostrar algo, uno no solo tenía que decir que era así. Había que probarlo, hacer la demostración. Lo contrario era, para Galeno, el método de un idiota…”.

México merece todo. Todo, menos un idiota.