No sueño siquiera en que los gobernantes sean filósofos, a la manera de Marco Aurelio, o santos, como San Luis de Francia, o sabios, como Alfonso X, rey de León y Castilla. De tiempo atrás se ha examinado el perfil de los políticos, para atraer al gobierno a los mejor dotados, a los más prudentes, a los mejor calificados; es decir, para poner el manejo de la “cosa pública” en manos competentes, de estadista, no apenas de caciques, caudillos, ambiciosos de fama, poder y riqueza, simiente de tiranía.

Por supuesto, no hay que mirar al pasado remoto para identificar gobernantes notables. En el siglo XX los tuvimos en varios países; algunos contribuyeron a la salvación de la democracia y a la grandeza de sus pueblos. En esta galería figuran, sólo por ejemplo, personajes de la talla de Winston Churchill, Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Franklin Roosevelt, que alcanzan a equilibrar la crónica de un  mundo agraviado por gobernantes de otro signo, pesadilla de las naciones que debieron soportarlos y de las que padecieron sus ambiciones y su violencia.

México también ha contado con buenos y malos conductores, cuya relación colmaría estas páginas. Si pensamos en un defensor de la República, hay que mirar hacia Juárez; si en un demócrata, hacia Madero, el apóstol. Hoy transitamos una etapa  difícil de la vida colectiva. Somos víctimas  —lo es la República—  de un  gobierno que ha incumplido la ley, vulnerado la Constitución, destruido instituciones y sembrado la discordia entre los mexicanos. Y en esta circunstancia nos disponemos a elegir a quienes habrán de conducirnos en los próximos años, reconstruir al país, promover y lograr la paz, impulsar el desarrollo, conciliar las conciencias para tomar un rumbo y llegar a un destino a la altura de nuestras necesidades y de nuestras esperanzas.

Deliberamos sobre los aspirantes a la primera magistratura del país en unas elecciones generales en que participarán millones de compatriotas  —optimistas, unos, decepcionados, muchos—, y en las que comienzan a figurar, con diversa intensidad, algunos conciudadanos que nos convocan a seguirles al amparo de renovadas promesas y ambiciosos programas.

Habrá que observar y analizar con cautela, mirada rigurosa, ánimo exigente y reflexivo. Pero no sólo mirar hacia el discurso de los aspirantes y  de quienes los patrocinan, sino hacia el ser y el quehacer  —de mucho tiempo, con muchos frutos—  de aquéllos, para ponderar su competencia, su buena fe, su talento y su voluntad genuina. Mirar, pues, hacia las personas, que no siempre quedan a la vista en foros y debates, polémicas y asambleas. Debe interesarnos la personalidad de los pretendientes. Será esa personalidad  —vicios y virtudes, ocultos o evidentes—  la que nos conduzca en la grave tarea de guiar a México en medio de las adversidades que caracterizan esta etapa de nuestra historia.

Hay un punto sobre el que ahora deseo llamar la atención de mis conciudadanos, a la luz  —o a la sombra—  de la experiencia que hemos tenido y sufrido en el curso de los últimos años. Para renovar la vida del país es preciso que el futuro gobernante esté dotado de calidades éticas que acrediten la altísima responsabilidad con que lo distinguirá el pueblo de México, en un nuevo ejercicio de confianza. Un rasgo que debemos identificar y rechazar es el “resentimiento” que anide en el corazón del futuro gobernante y lacere la vida de sus gobernados. De esto hemos sufrido mucho, para mal de México y extravío de los mexicanos. No más.

Somos testigos de la agresividad con que se trata, desde la cumbre del poder, a personas o grupos seleccionados como blanco de reproches e invectivas. En muchos casos, el autor de las agresiones opera con furia sistemática, al amparo de pasiones en las que instala su artillería y con las que ejerce sus arremetidas. Por supuesto, no me refiero a litigios o desbordamientos ocasionales, sino a asedios constantes, que van más allá de una polémica específica o de un agravio acotado.

Alguna vez observé esa conducta agresiva en un personaje encumbrado. Constantemente se lanzaba contra otro que había sido su amigo, compañero de profesión y de expectativas. Fluía la agresividad para pegar donde más hiere. “¿Por qué?”, pregunté al agredido. Repuso: “Te doy este libro. Dale una mirada y entenderás. Ni yo puedo evitar las arremetidas que se me dirigen, ni el artillero prescindir de ellas. Hacerlo está en su profunda condición; corre en sus venas”.

El libro cuya lectura se me recomendó es una obra estupenda, como otras que debemos a su autor, el ilustre médico español Gregorio Marañón, que pobló las lecturas de varias generaciones. Se titula “Tiberio. Historia de un resentimiento”. Recordaré a los lectores que Tiberio fue un emperador romano,  de ingrata memoria  —aunque sus primeros años parecieron favorables para él y su pueblo—, y subrayaré que el relato de Marañón no se refiere solamente al individuo resentido  —personaje central—,  sino a la condición que lo dominaba: el resentimiento. Debemos huir de este género de pasiones que pueden desencaminar los pasos del pueblo.

En las primeras líneas del libro, Marañón invoca la autoridad de Miguel de Unamuno cuando dice que “entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos; más que la ira, más que la soberbia”. Un fracaso, una decepción, un golpe de fortuna pueden doler a quien los padece, pero generalmente se tratará de un dolor pasajero, remontable, que no gravitará sobre toda su vida.

Pero otras veces  —escribe de nuevo Marañón—  “la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el resentimiento”.

Hay quienes, resentidos, gobiernan su propia vida bajo el imperio del resentimiento. Pero también los hay que bajo este oscuro dominio gobiernan la vida de otros hombres e incluso de una nación. Cada hora de cada día brindará al resentido la oportunidad de saciar su pasión, ejercer su encono, desplegar el odio que porta. Es una suerte de venganza contra el destino. El resentimiento se filtra en toda el alma y se denuncia en cada acción.

México es víctima y muchos mexicanos son destinatarios del hondo resentimiento que anida en quien hoy conduce la República. La  lectura cuidadosa de “Tiberio” permite  entender y caracterizar la profundidad, los propósitos, las consecuencias del resentimiento como factor de gobierno. Quien lea esa obra podrá descifrar el íntimo lenguaje de las “mañaneras” y la profunda intención de quien se solaza en agredir a muchos de sus compatriotas, sin medida ni razón.

Reflexionemos sobre los aspirantes a gobernarnos. Indaguemos en su vida y en sus milagros los rasgos que identifiquen su calidad y su cordura. No permitamos que a la hora de sufragar se cuele a través de las urnas algún personaje resentido, deseoso de vengar desde el poder político los agravios que hubiese padecido o imaginado. No más.