¿Alguna vez quien esto lee ha tenido la ocasión de reflexionar sobre el sentido de lo bello o lo sublime? Inténtelo. Un pequeño esfuerzo lo llevará a descubrir, en sus propias palabras, algo que siempre ha tenido dentro, que lo percibía de lejos, aunque íntimamente, pero faltaba traerlo a su yo consciente. Descubrirlo, espero, le traerá un pequeño o gran placer al constatar que su capacidad de discernimiento funciona, y funciona bien.

Immanuel Kant, el filósofo que mayor influencia ha tenido en el pensamiento europeo, a finales del siglo XVIII, escribió uno de sus libros menos complejos y de más fácil entendimiento para el estudioso común de esta disciplina. “Lo bello y lo sublime: ensayo de estética y de moral”, nos da las pistas adecuadas para percibir la esencia de estos dos atributos que, por cierto, sólo la especie humana es capaz de concebir.

El filósofo prusiano nos dice que hay personas que se sienten felices en tanto satisfacen sus inclinaciones con una sensibilidad simple que les permite disfrutar grandes placeres sin exigir aptitudes excepcionales, como el gusto por leer sólo para conciliar el sueño, el comerciante que goza calcular sus ganancias, el que ama el sexo porque lo incluye entre las cosas disfrutables. A este tipo de sensibilidad le llama “indigencia mental”.

Otro tipo de sentimiento, “de naturaleza más fina”, es el que tolera ser disfrutado largamente, en tanto supone en el alma una sensibilidad que la hace apta para movimientos virtuosos y porque pone de manifiesto aptitudes intelectuales. A este delicado sentimiento lo considera de dos clases: de lo sublime y de lo bello. ¿Cómo distinguir -se preguntarán- en nuestra vida cotidiana el uno del otro?

Kant nos ofrece algunos ejemplos: la descripción de una tormenta furiosa o la pintura del infierno de Milton, producen agrado, pero unido a terror, “una soledad profunda -nos dice- es sublime, pero de naturaleza terrorífica; la contemplación de viñas floridas, valles con arroyos serpenteantes o la descripción del Eliseo, son agradables, pero alegres y sonrientes. En el primer sentimiento, priva lo sublime; en el segundo, lo bello. En sus propias palabras, “La noche es sublime, el día es bello”. “Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta”. Adentrándose en las profundidades de ambos conceptos -y que nos dan mayor entendimiento de éstos-, el filósofo nos dice “La inteligencia es sublime: el ingenio, es bello”. Y, así, “las cualidades sublimes infunden respeto: las bellas, amor”. Lo bello, sin embargo, puede degenerar “cuando falta lo noble”, y entonces se le denomina frívolo.

Con la modestia de mi bagaje cultural, hasta aquí he intentado aportar una sencilla herramienta para responder a cuestionamientos tan triviales, como ¿por qué me gusta una melodía?, ¿por qué me atrae esa mujer o ese hombre?, ¿por qué disfruto un relato o una historia?, ¿por qué me asombra la exactitud de las matemáticas o un teorema pitagórico?, ¿por qué no puedo dejar de ver la imagen de un Cristo doliente?, ¿por qué me desagrada la extraordinaria habilidad para lastimar de ese peleador de artes marciales mixtas?. Pensemos: ¿es bello?, ¿es sublime?, ¿es frívolo?  Es bello, pero me aterra; es terrorífico (como el Rapto de las Sabinas, La Piedad o el 3 de mayo, de Goya), pero conmovedoramente bello.

Piense, pues, -lector- en algún ejemplo de su propia experiencia y descubra si ésta ha sido bella, o si padece de alguna dosis de pobreza o indigencia mental, por ser incapaz de agregar cierta nobleza de espíritu en su apreciación por lo bello, inclinándose más por lo frívolo e intrascendente (Tik Tok, Facebook, Instagram, Mtv). Descubra también si lo sublime, aunque le cause desasosiego, le atrae y le conmueve íntimamente. Desarrolle, en suma, esa “naturaleza más fina”, que le hará engrandecer ese ente dotado de razón que le hace Humano.

Si hasta aquí he logrado aportar algo nuevo a, por lo menos, uno de mis dos lectores que debo tener, me felicito por haber cumplido mi cometido. Pero más feliz me haría constatar que esta capacidad de discernir entre lo bello y lo sublime, fuera una herramienta adquirida desde la niñez, ejercitada diariamente tanto en la casa como en la escuela; sobre todo en la escuela.

En unos días posteriores a la aparición (espero) de este artículo, habrán de distribuirse 100 millones de Libros de Texto Gratuito. Ésos que fueron elaborados por expertos anónimos, que trabajaron arduamente en lo obscurito, los que concluyeron la faena sin un plan educativo previo, los que guardaron hasta el último momento el secreto de sus contenidos (¿por seguridad nacional?); ésos que, de un plumazo, hicieron tres días más joven a Benito Juárez, los que descubrieron que el calor “es un fenómeno físico”. ¿Habrán, ésos, incorporado herramientas sencillas y enriquecedoras como la que nos propone Kant? ¿Tendrían presente la prohibición de Platón grabada a la entrada de la Academia ‘No entre nadie que no conozca la geometría´ ¿Sabrán quién fue Platón, o lo rechazaron por ser capitalista y conservador que leía por placer y gustaba de la geometría?

Mmm… Puede ser. Puede ser.

El caso es que La Nueva Escuela (a la) Mexicana aparece en escena como una estremecedora eyaculación (con maqueta incluida), lanzada al rostro de 25 millones de niños y 1.5 millones de mudos maestros, listos, unos y otros, a romper el ominoso mito del reparto de vulvas y penes, para, así, ya enterados, enfrentar los grandes retos que les plantea el siglo XXI ¿Sumas y restas? ¡No! División, sí, pero de clases. “¡Qué bonita familia!” (Pompín dixit).