Hay libros que no valen ni la tinta con que fueron impresos. Hay otros que resultan un tesoro que debemos guardar en el librero, a la altura de nuestros ojos y así, cada que pasamos, deleitarnos con la memoria de su contenido. De la basura editorial -miles de libros impresos por minuto-, nos da cuenta Irene Vallejo, autora de -a mi parecer- el mejor libro en lo que va del presente siglo, El Infinito en un junco, una historia de la escritura y la ruta que ha seguido: desde la piedra, a la tablilla de cera, el rollo de papiro, al libro impreso, tal como lo conocemos ahora. Recomiendo, por cierto, que aquellas obras que nacen para morir, efímeras, lejos de lo clásico y perdurable, los adquieran en versión digital. Son los que no merecen ser acariciados por nuestras manos ni nuestros ojos e, incluso, desprestigia que formen parte de nuestra biblioteca.

Hoy me he topado con una de esas obras que, por quien lo escribe y por su atrayente título, considero un clásico al que vale la pena revivir en la memoria de las ideas, entre otras razones, para constatar la actualidad de planteamientos, de hace más de 600 años, en el mundo de locos en el que estamos viviendo.

Se trata del Elogio de la locura, escrito en 1506 por Erasmo de Rotterdam. Este erudito holandés habría de marcar un hito en el pensamiento europeo y, a la vez, poner en entredicho el pensamiento religioso de la iglesia católica, al cuestionar el dogmatismo universal que en el siglo III impusiera el emperador romano Constantino. La importancia de este ensayo, profundo y hasta divertido, reside en que Erasmo enaltece la locura como parte de la naturaleza humana.

Su escrito, a manera de carta, lo dedica a su amigo Tomás Moro, otro gran reformador del pensamiento europeo. Quien en el escrito desarrolla la trama -en casi doscientas páginas- es la misma Locura. Ella nos relata en primera persona los uno y mil dislates del ser humano, tantas veces entregado a las bondades de la locura, dando a entender que sin ella nos privaríamos de momentos felices, pero que, también, gracias a ella, sufrimos momentos de gran infelicidad.

Y es cierto: la locura nos ha acompañado en algún, o en todos, los momentos de nuestras vidas. En ocasiones nos habrá provocado sentimientos de amor, azoro, gratitud, bondad, regocijo; en otras, la locura nos ha llevado a experimentar o a sufrir los más repugnantes y destructivos sentimientos de odio, avasallamiento, sometimiento, abuso, venganza.

Y, dígame lector, si no es cierto: por un lado, ¿quién no se ha deleitado con la locura de don Quijote de la Mancha? ¿Quién no se ha sublimado con las andanzas en el infierno del Dante en su Divina Comedia? ¿Quién no se ha asombrado con las impensables travesías de Marco Polo o Cristóbal Colón? ¿Quién no se ha quedado perplejo frente a la locura de un cuadro dadaísta con un urinal volteado de cabeza? Pero, también, ¿quién no se ha horrorizado con la locura de un Calígula, un Mao, un Hitler o -más reciente y activos- un Trump o un Putin? Y ni qué decir de los líderes teocráticos de Medio Oriente o la pléyade de iluminados latinoamericanos.

La locura -tal parece- nos da vida y placer, pero también muerte y sufrimiento.

Cuando la locura deja de ser creativa e imaginativa, se torna siniestra y aciaga. Son, por tanto, los monarcas, los líderes de masas, los gobernantes en turno, los que mayor daño pueden acarrear a los seres humanos. Su responsabilidad crece junto con el poder que van conquistando, y, con el tiempo -advierte Erasmo- “lejos de adquirir la gravedad (la sensatez) con la edad, estos buenos amigos se encuentran cada mañana un poco más locos que el día anterior”. Igual sucede con sus seguidores, quienes parece necesario “se adulen y usen de complacencia; en una palabra, que se froten recíprocamente con la miel de la locura”. Así, las fabulosas invenciones del demagogo “son suficientes para remover profundamente esa enorme bestia llamada pueblo”.

Duro calificativo, me parece, cuando el neerlandés se refiere al pueblo como “bestia” (ser viviente carente de razón) con el que califica a las masas desposeídas. Sin embargo, habría que reconocer que el estado de pobreza, de hambre, de miedo o de desamparo, merman la razón y hacen expedito el camino a la locura, tanto a la individual como a la colectiva. Es cuando los sentimientos y las percepciones se vuelven tan dogmáticas como irracionales, denigran nuestra condición humana, dando paso al fanatismo, la esclavitud, al exterminio, la dictadura, el cacicazgo y otras servidumbres del cuerpo y del espíritu.

Si algo me ha motivado a revivir las remotas percepciones del sabio holandés en su Elogio, no es por una añoranza romántica del pasado -que pudiera ser bello, aunque intrascendente-, sino por la cruda vigencia de sus planteamientos. En el mundo de hoy -sin duda-, Erasmo habría calificado de populistas a los locos de su época, y los habría combatido con fina pluma y refinada inteligencia. Ya lo dijo antes e igual les diría ahora: “¿Qué hay de más loco que adular cobardemente al pueblo para obtener sus votos, que comprar sus favores con prodigalidades, que complacerse con sus venales aplausos, o quedarse triunfalmente en espectáculo como un ídolo?”. E igualmente les marcaría la pauta a los demagogos de ahora: “los jefes de Estado deben trabajar, no para ellos, sino para sus súbditos y no atender más que al interés público; no apartarse lo más mínimo de las leyes; deben -dice Erasmo- responder por la integridad de los magistrados”.

La locura, vale decir, tiene sus tiempos y sus modos. En determinados países o regiones, hay momentos en su historia en que prevalecen la razón, el buen juicio y el entendimiento; hay otros todo lo contrario: la ira, el odio, el deseo de venganza, la exageración, el miedo, la mentira, (¡ay, la mentira!), y, no menos importante, todos aquellos que están dispuestos a ser engañados (“esa bestia llamada pueblo”, diría el autor), imponen la ley de la sinrazón. Es cuando los caminos se tuercen, los horizontes se nublan, la luz de la razón palidece y deambulamos en un mundo de sombras caóticas, anárquicas, indescifrables.

No hay peor loco (y confieso que ya me calenté escribiendo) que un loco con poder: ordenan, decretan, juzgan, condenan, ejecutan y hasta se dan tiempo para parecer simpáticos. Pretenden ser nuestros amigos, se muestran cercanos, de fiar, empáticos, pero… Debo confesar que soy enemigo de tener enemigos, pero hay algunos (y vuelvo a citar a Erasmo de Rotterdam), que suelen ser “de un humor tan malo, tan avinagrado, que vale más ser sus enemigos que sus amigos”. En este tenor, entonces, no está mal tener uno que otro enemigo.

Sean, pues, estas líneas, una invitación a combatir la locura que somete, humilla, destruye, odia. Procuremos, en cambio, aquella que deleita, embriaga, enaltece y nos hace mejores; dejemos que prive en nosotros esa “amable demencia de la que soy juguete” a la que se refería Horacio, el poeta de la Roma antigua.

A mis lectores -si es que alguno tengo- y si tienen el tiempo y un momento de locura voluntaria, asómense al Elogio de la locura. Descubrirán lo bello que es entregarnos a ese estado de inconciencia de nuestra infancia, en que la incredulidad y la fantasía era la regla de nuestras ilusiones; entregarnos al dulce error del enamoramiento, el tiempo en que el amor eterno era una convicción de juventud declarada sinceramente al ser amado; creer en la locura de la justicia y la equidad sin más esfuerzo que invocarla; creer que el bienestar de uno es el bien común de todos; creer que el conocimiento es resultado de buscar la verdad, y no de los mitos y las creencias.

Bienvenida esa locura que nos ha llevado cada día a ser mejores; bienvenida esa locura que nos distingue de aquellos locos que amenazan con destruir nuestros sueños, nuestras más caras ambiciones, nuestro derecho a soñar, sin dogmas ni doctrinas eternas e inmutables.

Sabremos, entonces, que “de loco y poeta, todos tenemos un poco” …  afortunadamente.