Hace años me ocupé en el análisis jurídico de esa forma gravísima de criminalidad a la que identificamos como terrorismo. Y también examiné la reacción que éste suscita en los Estados y en las comunidades nacionales e internacional. Ambos extremos merecen cuidadosa consideración. La recibieron a raíz de los atentados en Nueva York, que cobraron millares de vidas y causaron enormes daños materiales. Vendrían otros dramas de la misma naturaleza y alcance similar, en el escenario de Europa y América. Y ahora, para colmo, nos vemos acosados por nuevas manifestaciones de terrorismo en el oriente. La sangre y el fuego han iniciado su curso, desbordante. ¿Sabremos controlarlo, reducirlo, erradicarlo antes de que la tragedia—que es inmensa— adquiera mayores proporciones?

El 11 de septiembre de 2011, una manifestación brutal de terrorismo cobró millares de vidas en los Estados Unidos de América: vidas de personas inocentes, indefensas y atacadas por sorpresa. Los terroristas, movidos por una profunda xenofobia, estrellaron aviones comerciales, con tripulación y pasajeros a bordo, contra las Torres Gemelas de Nueva York, testimonio del esplendor urbano, cliché del poder económico y el desarrollo tecnológico, y en el edificio del Pentágono, sede administrativa de las Fuerzas Armadas norteamericanas. De esta forma adquiría una dimensión extraordinaria —y también inadmisible— la versión monstruosa del choque de civilizaciones, de la que habla Samuel P. Huntington en una obra aleccionadora.

Actualmente, el mundo entero —o casi— ha reaccionado a raíz de los sucesos en Israel y Palestina, con declaraciones y acciones de diverso carácter. Por supuesto, el terrorismo debe ser reprobado con la mayor energía. Implica un intolerable quebranto del orden jurídico y moral que debe presidir la vida de los pueblos. Y también es preciso reaccionar con cautela, en el marco del mismo orden jurídico y moral, evitando que se propaguen el odio y el fuego que multiplican el sufrimiento y extienden el daño en una medida y por un tiempo que es difícil calcular. Sabemos cómo provocar un incendio, pero no siempre tenemos a la mano los medios para contenerlo y apagarlo. Esto suele suceder cuando nos encontramos frente a gravísimas expresiones del crimen, que mueven a emplear, para combatirlas, otras expresiones no menos intensas del poder del Estado o de la sociedad.

Ahora recojo ideas que expuse a raíz de los atentados terroristas en Nueva York. Éstos trazaron una nueva frontera en la lucha contra el crimen y alteraron la vida de pueblos enteros. También mencionaré, por supuesto, la reacción inmediata del gobierno de México, acertada en la repatriación de compatriotas atrapados por los hechos en Israel, pero equivocada en el discurso oficial del presidente de la República, que erró —una vez más— en la apreciación de los hechos y nos colocó en una posición insostenible. En efecto, el Ejecutivo mexicano confundió las agresiones criminales con una contienda entre Estados y proclamó una neutralidad que no tiene cabida en este caso. De nueva cuenta, el jefe del Estado Mexicano ignora la verdadera naturaleza de los acontecimientos y ofrece explicaciones o adopta posiciones improcedentes que comprometen a México frente a su propia historia y al juicio de la comunidad internacional.

El terrorismo es un crimen de lesa humanidad, que bajo ese título u otros semejantes figura en la legislación penal de los Estados nacionales —México entre ellos—   y en las declaraciones, pactos, acuerdos y convenciones del Derecho Internacional. Hemos reconocido y repudiado todas las formas de terrorismo cuyo propósito y cuyas consecuencias son la siembra de pánico en una comunidad, sin razón y sin derecho. No se vuelca sobre combatientes que tengan las armas en la mano —ejércitos enfrentados—, sino sobre grupos humanos desprovistos de medios de defensa, que no pueden prevenir, resistir o evitar el asedio de los terroristas y sufren los quebrantos —suelen ser infinitos— causados por aquéllos. Esto ha sucedido en todos los escenarios en que ha operado el terrorismo y ocurre ahora mismo en Israel y Palestina.

El terrorismo aparece en dos espacios, y en ambos siembra la deliberada devastación que lo caracteriza. En uno de ellos opera como terrorismo de Estado —o de gobierno, o de instituciones—, que aparece cuando el poder público arremete contra los ciudadanos, y específicamente contra los inconformes, diferentes o disidentes, pretendiendo “uniformar” a la sociedad bajo un pensamiento único establecido con violencia. La segunda versión del terrorismo se ejerce desde otro punto de la pirámide social: la base, en sus más oscuras regiones, donde se agitan el odio y la venganza.

Estos razonamientos enlazan con una convicción: el Estado no puede emplear las armas que utiliza el infractor; el Estado no debe convertirse en infractor; la violación de la norma y el desprecio de la ética, que son característica del criminal, no pueden serlo del Estado llamado a combatir la criminalidad. El Estado dispone de otros medios —legítimos y eficaces— infinitamente más poderosos que aquellos de los que podría valerse el delincuente: debe emplearlos a fondo, en vez de acudir a los que éste utiliza.

En varios instrumentos internacionales se ha cargado el acento sobre la necesidad de combatir con energía el terrorismo y preservar con firmeza los derechos fundamentales. En la Convención Interamericana contra el Terrorismo, de 2002, el artículo 15 lleva el epígrafe “Derechos humanos”. El párrafo 1 de este precepto señala que “las medidas adoptadas por los Estados Parte de conformidad con esta Convención se llevarán a cabo con pleno respeto al estado de derecho, los derechos humanos y las libertades fundamentales”.

La regulación penal sobre terrorismo se extiende en el plano internacional y el plano nacional. Así se ha querido articular una “coraza” protectora del ser humano contra aquellas expresiones del crimen. Las piezas nacionales y las internacionales son los elementos de esa coraza, que deben operar en forma concertada y eficiente.

En el ámbito internacional ha sido constante el esfuerzo por establecer la obligación de los Estados de actuar contra el terrorismo, con los consiguientes compromisos específicos, sus medios, instrumentos y límites. Dejo de lado los precedentes de mayor o menor significación, entre ellos los Convenios de Ginebra, de 16 de noviembre de 1937, para la Prevención y Represión del Terrorismo y para la creación de un Tribunal Criminal Internacional. Abiertos a firma el 16 de noviembre de ese año, el primer convenio fue suscrito por veinticuatro Estados, pero sólo ratificado por la India, y el segundo fue firmado por trece y no tuvo ninguna ratificación. El primer artículo del proyectado Convenio de 1937 suministraba un concepto acerca del terrorismo: “hechos criminales dirigidos contra un Estado y cuyo fin o naturaleza sea provocar el terror en personalidades determinadas, grupos de personas o entre el público”, noción complementada con la referencia limitativa a una serie de actos específicos que revestían aquel carácter.

Hoy se cuenta con diversos instrumentos vigentes de alcance universal o regional. Por razón de su fecha, cito en primer término el Convenio Europeo sobre Represión del Terrorismo, del 27 de enero de 1977, que gira en torno a la extradición entre los Estados contratantes. La Organización de las Naciones Unidas ha abordado esta cuestión en diversas oportunidades, a través de resoluciones de la Asamblea General, entre ellas la número 49/60, de 9 de diciembre de 1994, por la cual aprobó una importante Declaración sobre medidas para eliminar el terrorismo internacional. Agreguemos —sin pretender agotar, en modo alguno, el ancho panorama de esta materia— el Convenio internacional para la represión de los atentados terroristas cometidos con bombas, del 12 de enero de 1998, y el Convenio internacional para la represión de la financiación del terrorismo, del 10 de enero de 2000.

En nuestra región se halla vigente la Convención Interamericana contra el Terrorismo, suscrita el 3 de junio de 2002, durante el Trigésimo segundo Periodo Ordinario de Sesiones de la Asamblea de la Organización de los Estados Americanos. Interesa mencionar que la propia Asamblea adoptó también la resolución sobre “Derechos humanos y terrorismo”.

Más que aportar una definición estricta del terrorismo, sobre la cual se construyan los compromisos internacionales, se ha optado generalmente por remitir a una serie de instrumentos en los que se previenen diversas conductas punibles y de cuyo conjunto se infiere un concepto, no siempre claro y seguro, acerca del terrorismo. Esto se observa en algunos de los instrumentos mencionados en los párrafos anteriores —significativamente el  Convenio europeo y la Declaración del 9 de diciembre de 1994, que invoca diecisiete tratados internacionales vigentes relativos a diversos aspectos del terrorismo internacional—.

La mencionada Convención Interamericana del 2002 contiene una relación de pactos internacionales cuyo objeto explícito es “prevenir, sancionar y eliminar el terrorismo”. Con esta finalidad, los Estados “se comprometen a adoptar las medidas necesarias y fortalecer la cooperación entre ellos” (artículo 1). La Convención Interamericana entiende como “delito”, para los efectos del propio instrumento, los ilícitos mencionados en aquella serie de convenios, aplicables precisamente bajo el concepto de persecución del terrorismo.

La Convención Interamericana no alude expresamente a otras conductas que pudieran quedar abarcadas por su regulación. En este sentido tiene mayor alcance el Convenio Europeo sobre Represión del Terrorismo, que sin referirse a instrumentos específicos contempla cualesquiera actos que ataquen la vida, integridad corporal o libertad de personas con derecho a protección internacional, los delitos que impliquen rapto, toma de rehenes o secuestro arbitrario, los delitos que impliquen utilización de diversos instrumentos explosivos “en los casos en que dicha utilización represente un peligro para las personas”, la tentativa de comisión de los delitos mencionados por el Convenio y la participación  —a título de coautor o cómplice—  en la perpetración o la tentativa de comisión de aquéllos (1, c, d, e y f).

Ya es larga —de más de un siglo— la historia del Derecho penal internacional. El antiguo delito tenía cierto aire doméstico: el victimario y la víctima se hallaban identificados; quedaban encerrados en el recinto de un hogar, un barrio, una ciudad. Las cosas cambian cuando se modifican las características de la criminalidad, al parejo de la evolución de las relaciones sociales. Algunos delitos —cuyo número y complejidad crecen— van más allá del antiguo recinto: trascienden las fronteras del barrio o la ciudad, y en ocasiones las de la nación.

En más de medio siglo de actividad jurisdiccional, la Corte Europea de Derechos Humanos ha conocido muchos casos en los que se plantean asuntos relacionados con el terrorismo. Destacan, por su número e importancia, algunos juicios concernientes al Reino Unido. En su propio ámbito, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha tenido a la vista litigios semejantes. En ninguno de ellos se ha negado la función de seguridad pública que corresponde al Estado y que éste debe ejercer con firmeza, constancia y legitimidad. Se han cuestionado, eso sí, ciertas actuaciones o decisiones que pueden significar violación de derechos consagrados en la Convención Americana. Entre éstos destacan los relativos a la vida, la integridad, la seguridad, la libertad y el acceso a la justicia.

La reacción contra el terrorismo ha tenido un alcance insólito. Por una parte, se ha generado un orden jurídico novedoso, que desarrolla y lleva al extremo ciertas tendencias que se hallaban a la vista. Por la otra, se ha producido un nuevo ambiente de guerra que permite o suscita acciones —con el acuerdo o el desacuerdo de numerosos países: se trata, finalmente, de un ejercicio universal de fuerza— sobre o entre naciones. Esto crea nuevos equilibrios o desequilibrios nacionales e internacionales y prohíja una cultura característica en amplios sectores de la población.

Esta cultura de la “defensa”, que tiene su otro rostro, a la vuelta de la medalla,  en una cultura del “ataque”  —como defensa “preventiva”, se dice—  recibe con reticencia o sospecha algunos de los principios jurídicos acuñados a lo largo de los siglos XIX y XX (con el paréntesis del Derecho autoritario en el este y el oeste) y pone en tela de duda y en proceso de revisión los avances del Derecho penal y del enjuiciamiento penal que hemos conocido bajo la calificación de “democráticos”.

En fin de cuentas, el terrorismo constituye una criminalidad con rasgos extremos, que afecta bienes jurídicos de máximo rango y lesiona al conjunto de un pueblo o a la humanidad en pleno. Merece el más enfático reproche, a través de los medios jurídicos de los que puede valerse una sociedad democrática. Es inaceptable que un Estado se abstenga de reprobar los hechos terroristas aduciendo una neutralidad que carece de sustento en este ámbito.

Es preciso que México reconsidere su posición en el escenario internacional y evite caer en errores de gran entidad, como ha ocurrido últimamente cada vez que el Ejecutivo asume una posición frente a hechos de suma gravedad, como la invasión de Ucrania y, ahora, el despliegue del terrorismo en el oriente. Lo inadmisible aquí, también tiene este carácter —es inadmisible— cuando afecta a otros pueblos y atenta contra los mismos valores y principios en los que se funda nuestra vida republicana.