Las historias sobre el movimiento estudiantil de 1968 son tantas como miles, o cientos de miles: unos lo protagonizaron; otros lo presenciaron; otros más lo conocieron a través de la televisión, la prensa y los relatos de oídas. Después, ya con un mejor método narrativo, vendrían los historiadores, escritores, articulistas, y estudiosos del movimiento estudiantil, con sus sesudos ensayos de México 68. Y aun así, esta historia sigue dando para mucho.

El acontecimiento -por así llamarlo- resultó multifacético: fue triste, heroico, aleccionador, de pérdidas y ganancias, de vida y de muerte. Del movimiento resultaron textos históricos, novelas, películas, música y canciones, teatro, poesía y cuento. Grandes autores (y hasta medianos y pequeños) impulsaron su creatividad -dicho en verso lopezvelardiano- “…a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo, para cortar a la epopeya un gajo”. Las plumas y las voces de Paz, Fuentes, Mendoza (La China), Poniatowska, Pitol, Revueltas, Monsiváis y tantos otros, vibraron: unas bellas, otras elocuentes; otras, ambas cosas. Cada quien su propia historia; todas ciertas, porque fueron su verdad, aunque no han faltado perversos que deliberadamente han tergiversado la realidad para sus propios fines e intereses. Siempre los habrá.

Modestamente, yo tengo mi propia historia tal como la viví: un día después de cumplir diecinueve años, el 26 de julio, apoyadores de la revolución cubana y estudiantes agraviados, se manifestaban contra la violenta represión del cuerpo de granaderos para detener la singular madriza protagonizada por los jovenazos de las prepas Isaac Ochoterena y la Vocacional 2, en las inmediaciones de la Ciudadela. De esa fecha al 2 de octubre, todo fue revolución de conciencias: tomamos las calles, tomamos los camiones de pasajeros, pintábamos consignas en sus carrocerías (“Disculpe: ¿por aquí pasa el camión Roma-Mérida. No -continuaba el chiste de moda-, sólo pasa el Muera Cueto (jefe de la policía) y el Muera la mamá de Díaz Ordaz”).

No recuerdo que en alguna de las consignas hubiéramos mandado, con todas sus letras, a chingar a su madre a nadie en particular: en nuestra rebeldía manteníamos cierta repulsión hacia lo vulgar. Preferíamos reproducir consignas tomadas de los muros de la Universidad de Nanterre durante las pintas de mayo de 68 (“Basta de tomar el elevador, ¡Tomemos el poder!”, “¡Seamos realistas, pidamos lo imposible!”,” ¡Prohibido prohibir!”), algunas inspiradas por Sartre y Cortázar.

En ese tiempo cursaba yo el tercer año de preparatoria en el CUM, regenteado por hermanos Maristas, orden religiosa que, no obstante, impulsaban el pensamiento liberal, crítico y racional del que emanaban espíritus libres y contestarios. En ese entonces, me topé con un amigo con quien trabé amistad para toda la vida, inquieto, perseverante imaginativo. Llegó a ser secretario de Estado, Rector y embajador (más lo que se le acumule todavía). Juntos, acudíamos a CU a las reuniones del comité de lucha en el recién bautizado Auditorio Ché Guevara; hacíamos persuasivas invitaciones a las preparatorias privadas a unirse al movimiento; cantábamos en la Cavita de Coyoacán canciones revolucionarias inspiradas en los poemas de José Martí y Nicolás Guillen; escuchábamos a Los Folkloristas (“…Granadero asesino, y ojalá te lleve el diablo…”) y a Joan Baez, con su “Preso Nº 9”; nos recetábamos dosis depresivas con El diario de un loco, en la Casa de la Paz, con Carlos Ancira; leíamos a Marcuse, a Fromm, a McLuhan y hasta a Los Supermachos de Ríus; bebíamos rusos blancos (Kalhúa con leche Carnation) y hasta algo de adormidera pasó por nuestras manos (“Love is in the air…”,  “In a gadda da vida, baby…”), proclamábamos el amor libre (aunque no siempre fuéramos correspondidos).

En suma: probamos el cáliz de la libertad sin ataduras, nos bajamos de la banqueta, ganamos la calle, sin topes, semáforos ni policías. “¡Ya nada volvería a ser como antes!” -pensábamos-. La factura, no obstante, nos la pasaron el 2 de octubre de ese 1968. Pero valió la pena: gestábamos una verdadera transformación. Sentíamos que hacíamos historia.

Advierto al lector que los dos párrafos que anteceden no tienen nada que ver con el tema de este artículo, pero es un desahogo que no había podido hacer hasta ahora. Es un gajo de mi propia epopeya.

Lo que sí es tema, son las historias y relatos publicados por diversos protagonistas. Uno de los testimonios más recientes es el editado por la UNAM en 2018 (a 50 años del Movimiento), bajo la coordinación de Ricardo Valero, “1968 Aquí y ahora”, recoge múltiples aportaciones (dos tomos, con casi mil páginas). Los puntos de vista ahí expresados, algunos son verdaderamente sorprendentes y reveladores, otros fantasiosos, otros más descaradamente falsos. De esto último me he enterado gracias a Jorge de la Vega Domínguez, uno de los referentes políticos de nuestro país más valiosos y respetables, representante del grupo negociador gubernamental ante el Consejo Nacional de Huelga (CNH) en ese aciago 68.

De la Vega Domínguez, a sus casi 93 años, conserva la gallardía de señalar abiertamente “los mitos, mentiras y calumnias escitas y publicadas”, en particular -señala- las vertidas por uno de los más activos líderes del movimiento estudiantil, Gilberto Guevara Niebla. La historia de este episodio casi desconocido se inscribe en los últimos días de septiembre de 1968.

Es el caso que, gracias a las gestiones negociadoras de De la Vega, Jesús Reyes Heroles y Andrés Caso, se había logrado establecer un impensable diálogo entre el presidente Diaz Ordaz y el entonces rector de la UNAM, Javier Barros Sierra. La tarea era inducir a un presidente reacio a la negociación, Diaz Ordaz, para convencer al Rector Barrios Sierra retirara la renuncia irrevocable (“acontecimiento -comenta De la Vega- de la mayor relevancia y casi desconocido”) que había presentado a la Junta de Gobierno de la UNAM a raíz principalmente de la ocupación del ejército de Ciudad Universitaria.

Entre el 25 de septiembre y el 2 de octubre de ese año, las negociaciones se llevaron a cabo discretamente en los domicilios particulares de Barrios Sierra, Caso y de De la Vega. En el de este último tuvo lugar, una larga e inédita conversación telefónica entre el presidente Diaz Ordaz y Barrios Sierra. Nadie fue testigo de la charla, pero el Rector de la UNAM retiró su renuncia, “para no enturbiar más el explosivo ambiente”, y las negociaciones con los líderes estudiantiles siguieron su cauce por unos días más

Es de señalar que entre los actores del CNH se daba una abigarrada mezcla de corrientes políticas: los había extremistas cerrados a toda negociación (leninistas, marxistas, trotskistas, estalinistas, maoístas), cuya intención era llevar al movimiento más allá del pliego petitorio estudiantil; otros, estaban dispuestos al diálogo y a la solución pacífica. En el grupo -como era de esperar- se sospechaba el doble juego que algunos desempeñaban, y, sin embargo, ahí estaban y se enteraban de todo, o casi todo.

Siendo que para algunos la consigna era “escalar la lucha”, me atrevo a pensar que la cercanía de un posible acuerdo pacífico dio la señal a los más radicales para inducir la violencia en la Plaza de las Tres Culturas.  Hasta ese momento, la sangre derramada no era suficiente para alimentar la verdadera revolución, pensaban.

Según lo relata el propio Jorge de la Vega, en sus “Remembranzas del movimiento estudiantil de 1968 en México”, reunido el grupo negociador en su domicilio particular, “a las seis de la tarde de ese fatídico 2 de octubre, timbró el teléfono y con gran sorpresa reconocí -nos dice- la voz del presidente Díaz Ordaz quien, de manera muy concreta dijo: “Jorge, prendan la televisión y vean lo que está aconteciendo en Tlatelolco. Dígales a quienes se encuentran con ustedes que no salgan a la calle hasta que el General García Barragán se los indique””. La suerte estaba echada: se había cruzado el Rubicón.

El suceso sigue dando para mucho y las precisiones y abundamientos como el que reseño serán siempre bienvenidos. Esto es precisamente lo que hace De la Vega al reconvenir a Gilberto Guevara Niebla y a Pablo Gómez, quienes han externado en sus testimonios la falsa apreciación de que la encomienda que le hiciera el presidente Díaz Ordaz al político chiapaneco “era denostar la imagen del Rector Javier Barros Sierra”, hecho que niega tajantemente De la Vega Domínguez.

Quienes conocen el perfil de los integrantes del grupo negociador designado por Díaz Ordaz, darán por cierto que todos ellos eran universitarios de cepa, incapaces de dañar la imagen de la UNAM, respetuosos de la investidura y valía del Rector Barrios Sierra. Parece, por lo tanto, impensable que figuras como Fernando Solana, Jesús Reyes Heroles, Andrés Caso Lombardo y el propio De la Vega Domínguez fueran partícipes de la animadversión que sentía el presidente Díaz Ordaz por el Ing. Barrios Sierra. Eran ellos universitarios incapaces de denostar la respetabilidad del Rector y a su propia alma mater.

A es singular grupo, el cuero les pesaba -y les pesa- más que la camiseta. El espíritu universitario inocula y sigue hablando por la Raza. Bienvenidos, pues, los devotos de la verdad, sin importar a quién moleste, cuánto importe ni cuánto pese. La verdad es inmaterial; pero pesa, cuenta y vale.