Pitágoras, un caso de reencarnación
En el Heraión tuvo lugar la historia de Cleobis y Bitón. Ellos eran dos jóvenes de Argos que se distinguían por el amor que le tenían a su madre, que había entre ellos y también por su fuerza y belleza. En una celebración en honor de Hera, la sacerdotisa del santuario, que era la madre de los dos, tenía que ser trasladada de Argos al Heraión en una carroza tirada por dos bueyes; en razón de que los bueyes que jalarían la carroza no llegaron del campo y como el tiempo apremiaba, los dos hermanos se uncieron la gamella y arrastraron el carro para trasladar a su madre.
Al llegar al santuario, después de haber recurrido cuarenta y cinco estadios (aproximadamente siete kilómetros) cuesta arriba, la madre, exultante por la proeza y los elogios que tanto ella como sus hijos recibieron, de pie ante la imagen de la Diosa pidió que concediera a sus hijos Cleobis y Bitón, que tanto la habían honrado, el don más preciado que pueda alcanzar un hombre.
Una vez concluidos los sacrificios rituales y el banquete, los muchachos se echaron a descansar en el mismo santuario; ya no se levantaron más; ese fue el fin que tuvieron: una muerte libre de dolor e incomodidad, en medio de la gloria y los aplausos. Ese es realmente el don más grande que puede alcanzar el hombre. (Heródoto, Historia, I, 31, 2 a 5; Plutarco, Vidas paralelas, Solón, XXVII; Paléfato, Historias increíbles, 50; y E. Arteaga, Grecia: geografía mitológica, tomo I, ps. 147 y 148, Tirant).
De ese hecho surgió el dicho de que a quien aman los Dioses mueren jóvenes o, como dice Heródoto: “… para el hombre es mucho mejor estar muerto que vivo”. Él concluye su relato relativo a esos dos hermanos diciendo: “Y los argivos mandaron hacer unas estatuas de ellos y las consagraron en Delfos”. (Historia, I, 5). En la actualidad, en la sala 3, del Museo Arqueológico de Delfos, hay dos kuroi, o esculturas, del siglo VI antes de la era actual, que representan a esos dos jóvenes. Son las estatuas de las que habla Heródoto.
Pausanias refiere la existencia de otras estatuas: “Cerca están esculpidos en piedra Cleobis y Bitón arrastrando ellos mismos el carro y llevando sobre él a su madre al Hereo.” (Pausanias, Descripción de Grecia, II, 20, 3, Gredos, p. 266).
He visitado el Heraión de la Argólide varias veces, la última fue hace aproximadamente doce años. En mi primera visita había que andar buscando el santuario entre los olivares, manejando por brechas mal acabadas. Del templo que alcanzó a ver Pausanias sólo quedan las losas del piso. Todo estaba abandonado. En la actualidad existe una carretera pavimentada, las ruinas están cercadas y vigiladas. Hay, también, uno que otro indicio de lo que fueron sus columnas. “Se conservan algunas esculturas del santuario en el Museo Nacional de Atenas.” Pausanias, ob. cit., p. 257, nota 105).
Fliunte
Al regresar los Heraclidas o dorios al Peloponeso, Hípaso, un noble de Fliunte, propuso a los habitantes de su ciudad defenderse y no abandonar sin luchar bienes; sus conciudadanos no estuvieron de acuerdo con la idea de luchar. Hípaso, ante la negativa, huyó de su ciudad natal y se estableció en la isla de Samos.
“De este Hípaso era cuarto descendiente Pitágoras, el que se dice que fue un sabio. Pitágoras era hijo de Mnenesardo, hijo de Eufrón, hijo de Hípaso” (Pausanias, ob. cit., libro II, 13, 2, p. 247, Gredos).
Por razón de lo anterior Pitágoras fue considerado como ciudadano de Samos; al igual que sus ancestros. Fliunte, ahora Filos o Flioundas, a decir de Pausania, fue fundada por Fliante, en la actualidad es una pequeña población próxima a Nemea, en la que todavía se observan algunas piedras de las ruinas que vio Pausanias a su paso por el lugar en el siglo II de nuestra era.
Fliante, según informa Pausania, pasaba por ser hijo del Dios Dioniso; fue uno de los argonautas que se embarcaron con Jasón para ir a Cólquide a conquistar el vellocino de oro.
Dos historias contemporáneas
En Cuernavaca, Morelos, tuve un buen amigo que se llamaba Valentín López González, fue un gran historiador, arqueólogo y cronista de la ciudad. Escribió muchos libros. Él creía en la reencarnación; me afirmaba que en una de sus vidas anteriores había sido un noble italiano, que había poseído un castillo en alguna población; me dijo el nombre, pero no lo recuerdo.
Mi amigo me refirió que en un viaje que hizo a Italia, visitó lo que él decía había sido el castillo de su propiedad, se identificó con los que en ese entonces lo ocupaban y les refirió que en su otra vida había sido el noble propietario de ese castillo; al notar la incredulidad de los ocupantes, pidió permiso para entrar al castillo; llegó a la sala principal y dijo a los presentes: voy a darles una prueba de que yo habité este castillo; enseguida se acercó a un muro, empujo una piedra, ella giró y permitió ver una bóveda secreta en la que estaban depositadas las joyas de la familia.
En otra ocasión me pidió que buscara dónde se hallaba la ciudad de Abido; le dije que había dos, una en Egipto y otra en Misia, en la costa turca que mira al Helesponto. Me dijo: esa es la que busco. En el momento en que me iba a referir una historia de su paso por ese lugar, en otra de sus vidas, alguien nos interrumpió y ya no me contó la aventura correspondiente. Días después murió llevándose el relato. Esto fue en el 31 de agosto de 2006; él murió en los primeros días del mes de septiembre de ese año.
Mi amigo me explicaba que muchos de los hombres que existen son reencarnación de alguien que vivió hace muchos años; que los niños pueden tener conciencia de sus otras existencias mientras tanto no “se les cierre la mollera”. Después de ello pierden noción de sus existencias pasadas. Sólo uno que otro humano conserva esa noción durante toda su vida.
Fui testigo de algo que puede ser un caso reencarnación: en alguna ocasión, estando jugando dos niños, el mayor de ellos, con una pistola de juguete, le disparó al más pequeño, que andaría por los tres años de edad; éste, de inmediato, se puso histérico; corrí a abrazarlo y le pregunté: “¿Qué te pasa?”, el me respondió: en mi otra vida me llamaba María Luisa y me mataron a balazos. Ese niño, durante algún tiempo, estuvo obsesionado con encontrar la tumba en donde había sido sepultado el cadáver de su anterior reencarnación. Eso yo lo vi y por ello doy testimonio.
Durante nuestro trato como amigos, mi querido Vale (así le decíamos de cariño al gran historiador Valentín López González), más me dio elementos para creer en su palabra, que de desconfiar de su dicho. No tenía por qué mentirme. Si bien me niego a creer que fue verdad lo que me dijo, no cuento con elementos para afirmar que era mentira.
Lo anterior lo refiere alguien que es incrédulo hasta en sueños.