El 5 de diciembre fue un día negro para la salud en México: la mayoría gobiernista aprobó una infame reforma para centralizar los recursos destinados a las entidades federativas, bajo un esquema de convenios que destruye el federalismo en materia de salud.

Las reformas a la Ley de Coordinación Fiscal, además de regresivas y centralistas, son el golpe de gracia al derecho que todas y todos tenemos a la salud, un derecho constitucional ignorado y violado de forma reiterada por el gobierno actual, que ha apostado por dejar sin apoyos a millones de mexicanos.

El primer paso destructivo, fue la eliminación el Seguro Popular, un esquema profesional, diseñado con pericia y capacidades técnicas, que protegía a las y los mexicanos contra los gastos catastróficos que conllevan ciertas enfermedades, como el cáncer. El Seguro Popular fue resultado de esfuerzos presupuestales descomunales: el gasto por cápita en salud para quienes no tenían seguridad social pasó de 500 pesos a 3 mil pesos de 1990 a 2011. La liquidación de este esquema vanguardista implica una alta irresponsabilidad del Estado mexicano, que está dejando en el desamparo a millones de personas.

Si bien es cierto que se han dado algunos resultados en materia de combate a la pobreza, el indicador de acceso a servicios de salud revela una catástrofe brutal y silenciosa. De acuerdo con datos del CONEVAL, en 2022 se duplicó la población que enfrentó carencia de servicios de salud, ya que pasó de 20.1 millones de personas en 2018 a 50.4 millones. Durante el mismo periodo, el porcentaje de población con carencia de acceso a servicios médicos aumentó del 16.2 por ciento en 2018 al 39.1 por ciento en 2022.

El colapso de nuestro sistema de salud ha sido gradual y progresivo: además de la destrucción del seguro popular, la concentración de compras de medicamentos ha causado un desabasto preocupante, que afecta de forma principal a las personas en situación de vulnerabilidad. También, bajo el argumento de la austeridad republicana, se eliminaron Programas de Apoyos para la Protección de las Personas en Estado de Necesidad y Programas de Salud que apoyaban a niñas y niños con cáncer, se recortaron los recursos para la atención del cáncer de mama y para personas enfermas de VIH.

La pandemia desnudó la ineficacia del sistema de salud y la ineptitud de las autoridades. Miles de personas murieron fuera de los hospitales, en la total soledad y abandono. De forma mísera e irresponsable, el gobierno destruyó el sistema nacional de vacunación y en el más puro estilo de los regímenes dictatoriales impidió la libre circulación de vacunas contra el COVID, obligando a la ciudadanía a aplicarse determinadas vacunas, en detrimento de la salud de todas y todos.

La rapiña gubernamental que ha saqueado sin piedad los recursos públicos no ha tenido límites. Los elevadores se caen, las clínicas se inundan, los análisis y las cirugías se posponen indefinidamente y las personas mueren afuera de hospitales y clínicas todavía con la esperanza en el corazón de que puedan ser atendidas por enfermedades que, con cuidados médicos adecuados, no serían fatales. Aquellas personas aquejadas por enfermedades terminales padecen la falta de medicamentos, así como de medicinas que puedan paliar el terrible dolor.

Parafraseando a Winston Churchill podríamos afirmar que todo Estado debe construir una escalera ascendente, para cualquiera, sin importar cuál sea su origen, si puede subir, pero también debe crear una red de seguridad básica por debajo para que nadie caiga. Hoy, el Estado nos ha abandonado y está desapareciendo ante nuestros ojos: con la reforma aprobada por la mayoría del Senado, se destruye el último reducto del sistema de salud contra el desamparo y se destruye, en sus raíces, el derecho humano universal a la salud.

El supuesto gobierno humanista ha revelado su verdadera naturaleza: la perversidad política, la destrucción de instituciones funcionales, la rapiña irresponsable y criminal de los recursos públicos y el abandono de las causas de los sectores más vulnerables. El costo de una enfermedad para quienes viven en situación de pobreza es intolerable. Hoy día, no es posible enfermarse, so pena de enfrentar considerables sacrificios que ponen en riesgo el futuro personal y familiar.

Las cifras de los muertos en la pandemia son inciertas, toda vez que ante grandes catástrofes el gobierno ha adoptado la estrategia del silencio y el ya consabido echar culpas al pasado que este gobierno no atina a superar. Para la actual administración federal, las crisis de hoy son producto de decisiones que se tomaron incluso hace diez años.

La incapacidad presidencial para asumir con responsabilidad y prudencia las tareas propias de un Jefe de Estado es escandalosa: no solo hemos estado ausentes en la esfera internacional, también se siente una orfandad terrible. La cifra que de forma más rotunda expresa los fallos del sistema de salud es la baja en la esperanza de vida al nacer: hemos pasado de 75 a 71 años. Lo brotes de sarampión, dengue y otras enfermedades antes erradicadas, muestran en los hechos la debacle de nuestro sistema de salud.

La salud es un bien básico, elemental, sin ella la persona humana no puede desarrollarse y expresarse a plenitud. Los Estados tienen, por ende, un papel de primera importancia para proteger a la ciudadanía contra el desamparo como una de sus justificaciones principales. Hoy día en México, se ha vulnerado el pacto federal, se está rompiendo la unidad nacional y se están afectando, de forma cotidiana, nuestros derechos.

Al destruir el sistema nacional de salud, el gobierno está destruyendo el futuro de la Nación, y con ello, está demoliendo los sueños y esperanzas de una ciudadanía que apostó por el cambio y que hoy testimonia como el esperado cambio no es otra cosa que involución, regresión, desastre, enfermedad y muerte.

La autora es senadora por Baja California y presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores América del Norte.

@GinaCruzBC