Los legisladores mexicanos, sin importar que sean federales o locales, están profundamente preocupados. Alguien dirá: tienen razón para estarlo. La situación en que se encuentra el país merced a la 4T a cualquiera le quitaría el sueño.

Nada de eso. Los legisladores están preocupados por algo más trascendente: unos y otros se preguntan: ¿me habré agachado lo suficiente como para que me reelijan? ¿en algún momento me mostré insumiso a las órdenes que el jefe de mi bancada me dio? ¿el día que se me ordenó subir a la tribuna para defender los intereses de mi patrón AMLO lo habré hecho adecuadamente?

Eso, y no quedar bien con sus electores o la ciudadanía, es lo que los tiene profundamente preocupados. Para tranquilidad de los mexicanos únicamente el noventa y cinco por ciento de los legisladores ha mostrado interés en reelegirse. Los demás, al parecer, fallecieron o están tullidos.

Hay algo cierto, tan cierto como lo es la muerte: está próxima la fecha en que los legisladores federales tendrán que rendir cuentas de su paso por el Congreso de la Unión. Algo que se veía lejano: el fin de un sexenio para los senadores y de un trienio, para los diputados, está a la vuelta de la esquina. En unos días existe la posibilidad de que se les diga que no serán reelectos y que, por lo mismo, quedarán desocupados.

Para algunos, los más viejos, está próxima la hora en que intentarán sobrevivir con la pensión que cada bimestre se entrega a muchos mexicanos. Para los que están en edad de trabajar, está cercana la fecha en que tendrán que aprender un oficio e intentar sobrevivir con lo poco que ganen.

En México el oficio de legislador es como lo era el del aguador, que al primer viaje se aprendía. En el caso de los legisladores el oficio se aprende en la primera sesión: pasar lista, ver el teléfono, apretar el botón de aprobado en el momento en que se recibe la orden y ubicar el sitio en donde se cubre la dieta. Los legisladores más avezados llevan sus computadoras o tabletas a los salones del pleno. Son la envidia de los viejos. Todo esto está a punto de terminar para algunos.

En el sistema político mexicano, por regla general, las leyes y decretos los elabora la Consejería Jurídica, contando con el apoyo de asesores; los aprueba el presidente de la República y, por conducto de la secretaría de gobernación, los envía al Congreso de la Unión. Esto fue así en los gobiernos priistas y lo sigue siendo en el de la 4T. Las iniciativas se envían al Congreso para su aprobación, no para su estudio, dictamen discusión y aprobación. A todas se acompaña un sobre cerrado; dentro de él hay una hoja en la aparece una frase: no le cambien ni una coma.

En el contexto anterior, los errores que se perciben en las leyes y decretos más que atribuibles a los legisladores, son responsabilidad del presidente de la República y de su equipo de asesores. No hay vuelta de hoja.

Es una lástima que AMLO, que es tan dado en economizar en cabeza ajena, es decir, con cargo al Poder Judicial de la Federación, no haya pensado en reducir el número de legisladores federales. Si, finalmente, ellos son unos agachones levanta dedos, se me antoja que con sesenta y cuatro senadores es suficiente y trescientos diputados ya es un exceso. No lo hizo y, de intentarlo en lo que le resta de su sexenio, no alcanzará a ver consumado su intento ni sacaría provecho de su empresa. No es tonto. Reducir el número de legisladores redundaría en perjuicio de sus seguidores y en mengua de sus comparsas:  los del Verde y los del Trabajo.

En las actuales circunstancias AMLO no merece ningún crédito entre los legisladores de oposición; estos saben que no es capaz de hacer algo sin doble intención o sin intentar llevar agua a su molino. En una de esas y en uno de los artículos transitorios declara presidente electa a su pupila Claudia Sheinbaum.

Dadas las circunstancias, ya será doña Xóchitl Gálvez la que lo haga una vez que ocupe la Presidencia de la República. Ella misma debe proponer se elimine la reelección de los legisladores, tanto federales como locales.

La reelección de los legisladores demostró ser un fracaso. Ha derivado en la formación de una casta divina que se ha caracterizado por ser una masa informe de vividores que en forma permanente están pegados a las ubres del presupuesto público. Como dicen en mi tierra: esos legisladores, maman a dos chiches, pretenden hacer campaña para reelegirse y seguir cobrando sus dietas. Esa casta de zánganos, además, impide la circulación de las elites y lo hace en detrimento de nuevos valores que pudieran enriquecer el quehacer político de la Nación. Debe eliminarse la reelección.

A como se presentan los negocios políticos, todo indica que no veremos caras nuevas en el Congreso de la Unión y que algunas momias: priistas, morenistas, anaranjados, verdes y del trabajo serán legisladores hasta el fin de la historia. Ese es el sino de México.