Hay historias que por desconocidas merecen contarse y, si ya se conocen, volverlas a contar. Esta es una de ellas.

“A las cuatro de la mañana del 19 de junio, el sacerdote Manuel Soria y Breña se presentó en la celda de Maximiliano, le encontró despierto, vestido y aseado de su rostro y cabello”. Una vez cumplido el rito de la confesión, “al cuarto para la seis de la mañana, se dispuso el desayuno para Maximiliano, café, pan, pollo y vino tinto”. Despuntando el día, un pelotón de seis soldados para cada uno de los tres condenados -Maximiliano, Miramón y Mejía-, acompañados de 4,000 soldados republicanos, la descarga tumba al usurpador boca arriba; todavía con algo de vida agita el brazo derecho, exclamando entrecortado “¡hombre!”. El jefe del pelotón ordena el tiro de gracia al corazón, pero la cercanía del disparo prende fuego a la ropa del malogrado emperador que tiene que ser apagada con agua. Parece obvio que tan dramático acontecimiento no pareciera una quema de Judas en pleno junio.

Conocida la noticia, la prensa monárquica y conservadora de Europa, y no menos los conservadores mexicanos alentados por la iglesia católica, calificaron el hecho como homicidio político, refiriéndose a Benito Juárez como “indio salvaje” y a México, como “un país de hordas”.

La obra fuente de mi información, Manifiesto Justificativo de los Castigos Nacionales en Querétaro, 1867, (MaPorrúa-UNAM. 2017), tiene el mérito invaluable de contener documentos poco conocidos, en los que resuenan voces de reconocimiento a Juárez y su causa, voces que claman con el mayor respeto el indulto a la sentencia de muerte de Maximiliano de Habsburgo ¿La más notable? Sin duda la de Víctor Hugo, el genio literario de la Francia de la belle époque.

La admiración y respeto de Víctor Hugo por Juárez se desvela desde el primer párrafo: “México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República; el hombre sois vos”, escribe Víctor Hugo. En su misiva, sorprende el profundo conocimiento del aciago periplo de Juárez a lo largo de cinco años “de humo, de polvo y de ceguera”. Y confirma su dicho con fina pluma; “Nada de monarquía, nada de ejércitos, nada más que la inconformidad de la usurpación en ruina y sobre este horroroso derrumbamiento, un hombre, Juárez y al lado de este hombre, la libertad”. También asombra su informado conocimiento sobre México al describir las tierras por las que el Benemérito ha resistido la guerra invasora, “la grande y severa meseta del Anáhuac que, como la de Castilla, se defiende por su desnudez, las barrancas siempre conmovidas por los temblores de los volcanes, desde el Colima hasta el Nevado de Toluca”. Y en este tenor continúa. Seguramente ya había leído a Humboldt, por lo menos.

Inicia así su elegante y profundo alegato de clemencia: “Escuchad Presidente de la República Mexicana: Acabáis de abatir las monarquías con la democracia: Les habéis demostrado su poder, ahora mostrad su belleza (…), ¡a esos emperadores que tan fácilmente cortan la cabeza de un hombre, mostradles cómo se perdona la cabeza de un emperador!

En el alegato de Víctor Hugo, introduce una afirmación, que si bien debería escribirse con letras de oro (“¡Oh, venerable imparcialidad de la verdad! ¡Qué belleza es el derecho sin discernimiento, ocupado sólo en ser derecho!”), sienta, sin embargo, la pauta precisamente por la que Benito Juárez aplicara el derecho de gentes sin más miramiento que lo que establecía la ley positiva de 25 de enero de 1860, Ley para castigar los delitos contra la nación, la paz pública y las garantías individuales, en la que se preveía la pena de muerte para el invasor y a quien invitara a invadir el territorio de la República, y en la que, además, “no es admisible recurso de indulto”. Maximiliano sabía a las veras a lo que venía, aunque al zarpar de Miramar en mayo de 1864 seguramente pensó: “…y no me vengan con ese cuento de que en México la ley es la ley”. Pues resultó que sí, para Juárez la ley era la ley; eso que para Víctor Hugo era “la belleza del derecho sin discernimiento, ocupado sólo en ser derecho”. Juárez El Impasible aplicó precisamente el derecho que condenaba al sedicente emperador. Maximiliano mismo de alguna manera reconoce que se la jugó y perdió la partida, cuando en la última carta que le escribe al Presidente Juárez, un día antes de su fusilamiento, le dice que pierde la vida “a consecuencia de haber querido hacer la prueba de si, con nuevas instituciones políticas, era posible poner término a la sangrienta guerra civil… perderé con gusto mi vida -escribe-, si su sacrificio puede contribuir a la paz y prosperidad de mi nueva patria”.

Nótese que el malhadado enviado de Napoleón III ya se sentía mexicano y, pues sí, si perdió la vida, aunque no sé si fue en vano pues no avizoro, en pleno siglo XXI, si ya ha terminado la sangrienta guerra civil y si ya hemos alcanzado la prosperidad que esperaba Maximiliano se diera en nuestra patria.

Volviendo a nuestro tema, otras peticiones de indulto fueron llegando, orales y escritas. La del republicano unificador de Italia, Giuseppe Garibaldi es de un vigoroso entusiasmo republicano: “Salve, valeroso pueblo mexicano. ¡Oh, yo envidio tu valor constante y enérgico al libertar a tu bella República de los mercenarios del despotismo! Y añade: “Enemigos, sin embargo, de la efusión de sangre, te suplicamos por la vida de Maximiliano”. Todos los ruegos llegaron tarde, salvo quizá los de la esposa de Miguel Miramón y los de la Princesa Salm Salm, quien llegara a México con las huestes del archiduque y, quien usando la eficaz llave de la inteligencia y la belleza que ostentaba, hizo todo lo posible por obtener el tan deseado indulto, aunque también planeó, sin éxito y no obstante el ofrecimiento de 100 mil pesos de aquellos, corromper a quienes estaban a cargo de la custodia del prisionero (El fracaso de la huida, por cierto, no se debió a un espontáneo arranque de honestidad de quienes estaban al cuidado, sino porque el documento que garantizaba el pago de la mordida sólo estaba firmado por Maximiliano, quedando pendientes dos firmas más que nunca se consiguieron)

Pasada la euforia de la rendición, juicio y ejecución de lo que la Europa culta llamó el “suplicio de Querétaro”, un año después Juárez dará a conocer el Manifiesto Justificativo de los Castigos Nacionales en Querétaro, denunciando la doble moral de la monarquía europea, no para tranquilizar -decía- la opinión pública en México y la conciencia humana. “Importa, sin embargo, abrumar en esta ocasión a nuestros enemigos con todo el peso que la razón, el derecho y las leyes nos ofrecen”. En siete capítulos, Benito Juárez García, explica en forma detallada, las implicaciones jurídicas, soberanas, históricas y humanas que tuvo México, la usurpación del poder legítimamente constituido, por un imperio monárquico europeo.

El escrito es una verdadera joya jurídica y literaria. Su discurso sigue una lógica impecable, vigorosa, enérgica y valiente. Su estudio, considero, debería ser obligatorio en los cursos de historia preparatorianos y en las escuelas de Derecho. Ahí está, en una espléndida reseña de sí mismo, del jurista, del verdadero Juárez, Juárez el impasible, el Benemérito de las Américas.

En su Manifiesto, este gran libertador reclama al mundo el derecho esencial de las naciones por ser libres y soberanas, e impone a los demás gobiernos y al suyo propio, los principios que rigen la vida civilizada de los hombres y de las naciones: “La protección social -afirma enérgicamente- es término final y principio de la legitimidad de la justicia humana”. El apego de Juárez durante el juicio -fundado, motivado y cumpliendo todos los requisitos procesales-, lo llevo a la convicción de haber iniciado un juicio justo, no político. Su vena católica inquebrantable lo llevo a decir: “Si alguna vez la justicia social ha podido creerse honrada por su aproximación a la de Dios, es en el gran juicio de Maximiliano de Habsburgo”.

Largo sería reseñar todos los tesoros intelectuales que encierra el documento. Sería largo hacerlo y el espacio no me lo permite. En cambio, al releer las líneas de éste mi modesto escrito, me place y me basta recordar, al son de Nereidas (danzón que probablemente los jóvenes no conozcan), aquello que decía: “Juárez no debió de morir, ay de morir. Porque si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría/ ¡Otro gallo cantaría! / la Patria se salvaría/México sería feliz/¡ay!, muy feliz!

Y así acaba el danzón y el Imperio de Maximiliano.