Al maestro Sergio García Ramírez,
hombre íntegro, incansable y gran jurista.

¿Alguna vez se ha preguntado por qué se cumplen las leyes? La respuesta parece más simple de lo que uno se imagina: la ley se cumple porque hay “alguien” -no necesariamente facultado- que la ha dictado y cuenta con la voluntad y los medios para que ésta se cumpla. En la teoría, las leyes, finalmente, son el resultado de un acto de libertad que ejercen los individuos para dotarse ellos mismos “de leyes íntimamente queridas e internamente asumidas” (Norberto Bobbio. El tiempo de los derechos). O como decía Rousseau en su Contrato Social, la libertad es “la obediencia a la ley que está prescrita por nosotros”.

Y, sin embargo, qué pasa cuando estas leyes no son queridas ni son resultado de un acto de libertad, sino todo lo contrario ¿Es posible este escenario? ¡Desde luego que es posible! Piensen en las leyes que a lo largo de la historia han dictado monarcas autoritarios, dictadores, sectas, mafias y lo que ahora se conoce como crimen organizado. En su momento, todos han dictado leyes que nada tienen que ver con el ejercicio de la libertad de las personas ni con el ideal de prefigurado para una vida armoniosa y civilizada. Y, sin embargo, las órdenes se cumplen cabal y sumariamente, aun cuando no estén dentro de los comportamientos lícitos y debidos.

¿Cómo es posible, entonces, que hombres libres se sometan a leyes arbitrarias, injustas, discrecionales? ¿Qué mecanismo opera en el ánimo de una persona para que cumpla una ley o una orden sin importar si tiene un sustento jurídico que la valide?

De nuevo es posible aventurar una respuesta simple a las anteriores interrogantes: la ley que garantiza la ejecución de la pena si es violada, será el mejor aliciente para su puntual cumplimiento. La impunidad, por el contrario, convierte el mandato judicial en letra muerta. En suma, las leyes o mandatos en cualquiera de sus formas serán eficaces si aparejan una segura coerción y ejecución, sean lícitas o ilícitas.

Refiriéndonos al sistema judicial mexicano, tal parece que éste corre por dos vías: uno es el que tradicionalmente conocemos como sistema de prevención, procuración y encausamiento de las conductas punibles en los tribunales encargados de dictar sentencia, todo conforme al marco legal que nos hemos dado por la vía democrática y representativa. La otra vía es la que ha impuesto la delincuencia organizada; esto es, las leyes no escritas – pero bien conocidas- que imponen los cárteles, las bandas, las células delincuenciales, pandillas y demás fauna criminal, que sí persiguen y castigan al infractor de la manera más inmediata y cruel posible. Aquí sí se práctica el “cero impunidad”, el “colaboras o cuello”. En esta vertiente de justicia, los justiciables son, más bien, ajusticiables, en donde pocos o nadie gozará de impunidad. En el otro sistema -en el legalmente establecido- la posibilidad para que el delincuente sea castigado no supera el dos por ciento. ¿Qué sistema, pues, creen que esté prevaleciendo en México?

Por lo observado todos los días y de forma creciente, tal parece que la batalla la está ganando la delincuencia organizada. Y no podría ser de otra forma: mientras las estructuras de procuración de justicia en México se han debilitado cuantitativa y cualitativamente, con reducciones de personal, infraestructura y presupuesto; las organizaciones criminales crecen imparables. Han llegado a los más apartados rincones del país y han cooptado a gobiernos y autoridades de todos los niveles, dictan sus leyes, recogen las ganancias e imparte sin freno su propia justicia. Cosa de ver.

En los últimos 40 años, las organizaciones criminales aparecieron de alguna manera concentrada en unos cuantos capos, regionalizada y siguiendo etapas en los que una organización superaba o desplazaba a la otra. Ahora se advierte una concentración del poder criminal, pues, mientras que en 2006 se reconocían seis cárteles (Familia Michoacana, Golfo, Milenio, Sinaloa, Tijuana y Juárez), a la fecha -nos dice Miguel Basañez- operan dos organizaciones nacionales (Cártel de Sinaloa y CJNG), apoyados por 44 grupos el primero y 42 el segundo, y en conflicto con otros 57, además de 420 células criminales o mafias locales (Guerrero Gutiérrez, 2023).

A la luz de estos datos, más vale no descartar que en México hay un gobierno al que le funciona de maravilla la fórmula de plata o plomo: plata, porque tan solo en 2022 se estima conservadoramente han lavado 25 mil millones de dólares; plomo, porque en cinco años -sin menoscabo de la macabra contabilidad de períodos anteriores- han perdido la vida 200 mil mexicanos (dos Estadios Aztecas llenos) y 170 mil desaparecidos, buena parte ellos candidatos a formar parte de los primeros.

Por ello, cuando uno se pregunta ¿quién manda en México?, Bobbio nos da una respuesta: “la contraseña del poder ha sido el derecho a la vida y la muerte” (…) “La muerte que amenaza es la moneda del poder”; y cita a Elías Canetti: “mi supervivencia depende de tu muerte, mors tua vita mea”, frase que bien describe la consigna de la delincuencia organizada en México.

El insigne jurista y filósofo de la Universidad de Turín y uno de los más destacados teóricos de la izquierda progresista italiana, Norberto Bobbio, toma de la mano la pregunta que hiciera Cesare Beccaria, notable intelectual del Siglo de la Luces (XVIII), para sustentar su tesis: ¿es más disuasiva la pena o su certeza? Bobbio la contempla desde su Italia de las poderosas mafias (Siciliana, Napolitana, Calabresa, la Camorra, la Sacra Corona Unita) dentro del debate del terrorismo y los secuestros, donde plantea si su derrota responde más al agravamiento de las penas o una más eficaz lucha contra la delincuencia. “Poderosas asociaciones de delincuentes -dice-, como la mafia, logran una extraordinaria obediencia a sus propias leyes con la amenaza a la pena de muerte (la única que conocen) porque la probabilidad de escaparse es mínima”.

En mis andanzas de procurador ambiental (2000-2023) tuve contacto con las temibles fuerzas especiales guatemaltecas conocidas como Kaibiles. Me impresionó la leyenda de sus camisetas (un mono con una expresión aterrorizante) y la frase, “Si me alcanzas mátame. Si te alcanzo te mato”. Tiempo después me enteraría que ex miembros de este cuerpo de élite estarían colaborando con el Cártel de Sinaloa haciendo gala de su proclama original.

Lo cierto es que en México la profesión de delincuente está más a la mano que cualquier otra: es lucrativa, da estatus y las probabilidades de que la justicia penal institucional te alcance son mínimas (aquí el riesgo está en la justicia interna que priva en ese nuevo sector social y que un día amanezcas colgado de un puente o ametrallen a tu familia en los XV años de tu hija). En este contexto, lo de menos, quizá, es el tráfico de drogas, de armas y de lavado de dinero -que opera en la esfera de una superestructura que poco incide en la vida cotidiana del ciudadano común-; lo realmente preocupante son los delitos que han proliferado como una metástasis de los grandes cárteles: el cobro de piso, la extorsión y el secuestro. Son éstos los que verdaderamente están destruyendo el tejido social.

Piénsese tan solo que, si mi vecino -educado por Tik Tok, Instagram, Facebook, los narcocorridos y demás pedagogía del submundo- decide cobrarme derecho de piso por abrir la papelería que tengo en el barrio. Basta que entre sus variados argumentos esté aplicarme la pena de muerte, a mí, a un familiar o a todos juntos, y yo tenga elementos objetivos y/o subjetivos para creerle, no hay duda de que cumpliré con lo que el delincuente me demande, es más, lo protegeré de denunciantes y hasta de la propia autoridad… que seguramente también estará coludida.

Si damos por buena la etiología de esta enfermedad conocida como delincuencia organizada, mi preocupación reside en lo que irá a acontecer en este 2024 en que habrán de decidirse 20 mil puestos de elección popular ¿Quién sancionará las listas finales? ¿Quién pagará esas campañas? ¿Qué perfil tendrán los candidatos a ocupar las plazas “rentables”? Porque -y volvemos a la pregunta- ¿Quién manda en México?

Dejemos la respuesta, como en el pesimismo, “para tiempos mejores”. Lo cierto es que en casos como el de Italia (Cosa Nostra, Calabresa), Japón (Yakuza), Brasil (Lava Gato) o la cuestionable solución de El Salvador (Mara Salvatrucha), y los propios EUA, han sido las instancias judiciales quienes, verdaderamente empoderadas por sus Poderes Ejecutivos y Legislativos, han sido capaces de combatir las organizaciones criminales, barriendo, por así decirlo, desde la cúpula (centros financieros y paraísos fiscales), hasta a nivel de calle (favela brasileña La Ciudad de Dios).

Ello exigió montañas de inteligencia investigativa, tecnología forense, agentes incorruptibles, leales, discretos y eficaces, ¡bien pagados!, equipo táctico y armamento igual o superior al de la delincuencia. Del lado de los jueces y tribunales, fue necesario contar con juristas experimentados, de probada honorabilidad y valentía, exentos de compromisos personales o partidistas, protección eficaz a su integridad física, prestos a desechar recursos dilatorios y apurar sentencias condenatorias, reacios a otorgar impunidad a testigos protegidos a cambio de menor esfuerzo de investigación. Se requirió también de reclusorios sin túneles de escape, sin venta de celulares, sin privilegios de delincuentes VIP.

No me queda la menor duda, y espero que muchos compartan mi conclusión: sólo un sistema judicial confiable, eficaz, suficiente, robusto y operado por especialistas de carrera incorruptibles, habremos de rescatar los dilatados terrenos que hoy ha ganado la delincuencia organizada. Los Poderes Ejecutivo y Legislativo deberán contribuir a este modelo sin regateos ni intereses partidistas. Las bases sociales que hoy aclaman las caravanas de delincuentes deberán construir una nueva moral que promueva la solidaridad, la pacífica convivencia y el respeto irrestricto a la ley.

Es mi mejor deseo. No quisiera que, en este principio de año, en que tengo que pagar el impuesto predial, tenencia de auto, seguro de vida y salud, y otras menudencias, aparezca un sicario y me diga “Sólo a mi me pagas cuota. De proteger tus bienes y tu persona yo me encargo”. Tal vez me resulte más barato… mientras cumpla y siga vivo.