En este artículo, mi primero para la hospitalaria Revista “Siempre” en el 2024, año inquietante, vuelvo sobre un tema de mi predilección y aludo a quien tiene a su cargo la más elevada responsabilidad en la administración de justicia: aquél, la función judicial; éste, el cumplimiento que debemos a la ministra Piña, presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En la grave circunstancia que agobia a México, conviene insistir en las características de esa función y mantener el acompañamiento que un amplio sector de la sociedad ha brindado a la ministra. De esto se ha ocupado Beatriz Pagés en un artículo reciente. Sigo, pues, mis propias reflexiones y los pasos de la directora de Siempre.

La magistratura, que durante mucho tiempo se mantuvo distante y silenciosa, ha recuperado su grandeza y esgrimido las armas con que cuenta para sostener el estado de Derecho y preservar las libertades y los derechos de los ciudadanos. Podemos recordar, promovida por la conducta de muchos juzgadores de estas horas, la legendaria invocación del molinero de Postdam a los jueces de Berlín, en los que depositó su confianza y su esperanza frente al acecho del poderoso monarca que pretendía despojarlo de su molino. Esta es la primera misión de juzgador, que se cifra finalmente en la tutela de los derechos humanos frente al arbitrio del poder.

Nuestros derechos y libertades y la subsistencia misma de la democracia se hallan en grave riesgo. Hemos padecido la frecuente agresión de un Ejecutivo arrogante, que concentra todos los poderes y hace gala de su imperio. El sistema de frenos y contrapesos que debiera mantener a ese poder dentro de su cauce legítimo, ha sufrido embates constantes, que seguramente continuarán. Frente a ellos, muchos juzgadores – y desde luego la Suprema Corte de Justicia – han honrado su misión y mantenido la dignidad de la judicatura.

Otra vertiente del desempeño judicial en nuestros días, particularmente de los tribunales de mayor rango  – nacionales e internacionales –  es la participación, vía interpretación progresiva y creativa, en la construcción de un orden jurídico consecuente con las nuevas condiciones de la vida individual y colectiva y con los requerimientos de la nación. Dijo Montesquieu, el magnífico barón, que el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley. En su hora, la frase tuvo pleno sentido. Pero hoy el juzgador es mucho más que un lector de textos elaborados por el Parlamento: concurre a la actualización de aquéllos, para dotar de vida y vitalidad al Derecho y ponerlo al servicio de los seres humanos de “carne y hueso” y de la sociedad dinámica y heterogénea.

También en este sentido ha operado bien nuestra magistratura nacional y servido a la nación. Lo ha hecho por un doble medio: impulsando revisiones que amplíen los derechos de los individuos y el alcance de la democracia, e impidiendo desviaciones y regresiones que constantemente llaman a la puerta del sistema jurídico mexicano, atraído por tentaciones de autoritarismo y retroceso. El amparo y las acciones de inconstitucionalidad han salido al paso de no pocas tentaciones de este género indeseable.

Dejo pendientes otras tareas de la magistratura de nuestro tiempo, pero me detengo un momento en la misión que aquélla tiene como garante de la justicia frente a la letra de la ley. El caudillo que predomina en México ha concebido ideas preocupantes para zanjar lo que él considera conflictos entre la ley y la justicia, entendiendo ésta “a modo” y desechando el cumplimiento puntual de la ley. Creo conveniente volver aquí sobre el pensamiento de Radbruch y la jurisprudencia de los altos tribunales alemanes que debieron atender los casos de los guardianes del muro de Berlín. Presumo que el Ejecutivo mexicano nada sabe sobre estas cuestiones e ignora la misión judicial para resolverlas. De ahí sus desplantes autoritarios.

Voy ahora al personaje del que también me ocupo en esta nota, como ejemplo de buen cumplimiento de la misión judicial a la que me he referido. Sobre los jueces, sus dones y sus características se ha reflexionado y escrito largamente. Este es uno de los grandes temas de la función pública, cuyo interés crece de punto cuando soplan vientos de fronda sobre un Estado y corren peligro sus instituciones y lo que éstas representan para los ciudadanos. Aquí descuellan ciertas exigencias cruciales, insoslayables, que la sociedad pondera al tiempo de designar juzgadores y calificar su desempeño. A la cabeza se hallan la independencia –irreductible– y la probidad –indispensable–, que son rasgos inherentes a lo que solemos llamar “juez natural”, en cuyos méritos, talento y fortaleza ponemos nuestras mayores esperanzas.

El caudillo ha tenido la ligereza, que rechazamos de plano, de calificar al Poder Judicial de corrupto, en bloque, sin aportar pruebas ni proveer argumentos que sostengan tan irreflexiva afirmación. Predomina, con mucho, la legión de los juzgadores honorables que honran su desempeño y prestigian al Poder Judicial. Entre éstos se halla la actual Presidenta de la Suprema Corte de Justicia, ministra Piña, que ha debido cumplir su encomienda contra viento y marea, a despecho a las embestidas del Ejecutivo y de quienes, siguiendo al poderoso caudillo, procuran menguar la autoridad de la judicatura y reducir la capacidad de ésta para la tutela del Estado de Derecho.

La Ministra Piña cuenta en su haber con una carrera destacada en la función judicial, que conoce a fondo y tiene en su favor el respeto de quienes militan en el mismo Poder y de quienes observan su desempeño sin torcedura facciosa ni prejuicio político. Ha sabido resistir con altura los dichos y los hechos de quienes combaten la justicia y pretenden que ésta quede al servicio de aquellos intereses facciosos, que alterarían la marcha de la República.

México entra en una etapa difícil y trascendente de su historia republicana. Arrecian los vientos y abundan las acechanzas que generan muy severos peligros para el buen paso de la nación. En varias décadas hemos logrado progresos que conviene preservar y desarrollar, y contra los que se dirige la artillería del autoritarismo amparado en una infinita ambición. En esta coyuntura crítica, es necesario fortalecer al Poder Judicial y a quienes le sirven con acierto y dignidad. Sus adversarios velan armas y no vacilarán en afectar por todos los medios posibles el quehacer de la magistratura. El debilitamiento del Poder Judicial restará garantías a los ciudadanos y reducirá la firmeza del Estado de Derecho. Conviene reflexionar sobre estos peligros, que han crecido.