La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es nuestra Ley Fundamental, se ha modificado de acuerdo al ámbito temporal, por lo regular cada sexenio se registran cambios en dicho ordenamiento jurídico, se entiende que nada permanece estático porque los ejes dialécticos prescriben renovaciones de acuerdo a las circunstancias y coyunturas.

El cinco de febrero de 1917 se promulgó la Constitución en Querétaro, flotaba en el ambiente los enconos revolucionarios de gran significación histórica, en 1910 iniciaría el trance cruento que demandaba democracia y justicia en la voz de Francisco I. Madero el auténtico presidente, aunque efímero, de la revolución. Posteriormente se habría de desencadenar la lucha desenfrenada por el poder en la que tomaron parte los caudillos que peleaban por la asunción al poder.

Evidentemente, los seres humanos no pueden vivir sin leyes, bien lo recordaría el filósofo inglés Thomas Hobbes en su obra El Leviatán: homo homini lupus. En el referido texto el citado autor sembraba principios formales en torno al contractualismo que impacta el ámbito jurídico en cuanto al estado y su legítima coerción.

La importancia de nuestra Constitución es evidente, se trata del regulador jurídico se nuestro país, de ahí se desprenden leyes reglamentarias y secundarias, no se puede concebir un estado que viva sumido en la anarquía porque el desorden implica ingobernabilidad e impunidad.

Ha sido nuestra Ley Fundamental la que expresa cuáles han sido las circunstancias y traumas de México. De aquella tarde vivida el 5 de febrero de 1917 a nuestros días los trances son diferentes, acaso lo que permanece igual es la condición humana como suministro e insumo de la política.

En materia de justicia tenemos un déficit porque en muchos casos prevalece la impunidad que se expresa cotidianamente de diversas maneras: crimen organizado, corrupción, incremento de homicidios dolosos y un largo etcétera.

Nuestra Constitución ha sufrido desde su promulgación una kilométrica lista de enmiendas, adiciones y cambios que en algunos casos obedecen a situaciones plenamente justificadas, en otros son el reflejo caprichoso de la voluntad del poderoso, tentación a la que los mandatarios parecen sucumbir.

Dos momentos se vivieron en materia de nuestra Constitución Política, en primera instancia hablamos del siglo XIX y la generación eminente de la Reforma de 1857 para sentar las bases del Estado laico, una visión de estadistas caracterizó a los titanes de entonces. El michoacano Melchor Ocampo brilló con luz propia para introducir a nuestro país por un camino proyectado a la modernidad para sacudir de una vez por todas las brumas espesas de la superstición medieval.

La Constitución de 1917 promulgada en Querétaro, particularmente en el teatro Agustín de Iturbide ahora llamado de La República, llegó en un momento crucial cuando los caminos de herradura de México aún destilaban la sangre revolucionaria en el forje de caudillos, en férreo combate por el poder temporal, tal fue la narrativa de la época.

El contenido del documento constitucional en 1917 reconoce derechos universales, ratifica la educación laica, reitera la separación iglesia-Estado; el artículo 123 demuestra la bondad con la clase trabajadora. Se trató de un compendio legal moderno para el momento, que en estos tiempos difiere mucho del originario. Ahora vivimos en la posmodernidad, en la que destella el poder de lo efímero.