Violencia y destrucción son el rostro visible de la Cuarta Transformación hacia el final del sexenio. Lo que comenzó como una promesa de pacificación del país, se ha convertido en un estrepitoso y evidente fracaso, con un asesinato cometido cada 15 minutos, una desaparición cada hora y 6 mujeres desaparecidas al día. El 29 de enero, el periodista Jorge Ramos, increpando al presidente López Obrador, presentó los datos duros del sexenio más violento de la historia: 166 mil 193 muertos, 4 mil 892 feminicidios y 43 asesinatos de periodistas.

México es hoy un campo minado para la ciudadanía y un territorio libre para los grupos criminales. Las recientes revelaciones sobre el financiamiento, por parte del narco, a la campaña presidencial de 2006, de ser ciertas, resolverían de forma definitiva el misterio que se encierra detrás del desmantelamiento irresponsable de las policías municipales y estatales, la desaparición de la Policía Federal y la actuación omisa de las Fuerzas Armadas ante la creciente presencia de la delincuencia en las comunidades.

En 2018, Steven Levistky y Daniel Ziblatt publicaron su obra “Cómo mueren las democracias”, cuya tesis central es que hoy día las democracias se destruyen desde dentro. A diferencia de antaño quienes ganan en las urnas comienzan, de forma gradual y sistemática, a desmantelar el sistema democrático de pesos y contrapesos, de controles y equilibrios, para instaurar gobiernos autocráticos, usualmente basados en el culto a la personalidad de un líder carismático. En dicho libro, se argumenta que uno de los rasgos del liderazgo autoritario es que se tolera o alienta la violencia.

Lo que vivimos todos los días, alentado desde el púlpito de las infames mañaneras no es otra cosa que una larga perorata caracterizada por su violencia verbal. La violencia, en sus diversas manifestaciones, tiene a la palabra como una de sus raíces. El lenguaje no es neutral: segrega y condena, estigmatiza y señala. Muchas mañaneras se han convertido en una larga retahíla de ataques y amenazas, de mentiras y verdades a medias. La conquista y el control de la opinión pública se han basado en la manipulación dolosa y artera de nuestro lenguaje. Palabras como conservador o neoliberal se han utilizado para calumniar y denostar.

La violencia verbal que inicia desde Palacio, se replica todos los días en redes sociales, inundadas hoy de improperios, liviandades e insultos desmedidos. Ante masacres, fusilamientos, ejecuciones sumarias y levantones cotidianos, lo que vemos es una opinión pública aséptica e indiferente. Gradualmente se normaliza la violencia como parte de nuestra vida diaria. El miedo que se instaura en nuestra sociedad es el caldo de cultivo perfecto para sembrar falsas esperanzas y pavimentar el camino para la aceptación de un Estado fallido y despótico, garante de lo que en su momento Moisés Naím llamó Estados mafiosos.

En un ya añejo artículo para El País, Naím definía a los Estados Mafiosos como aquellos “en los que el Estado controla y usa grupos criminales para promover y defender sus intereses nacionales y los intereses particulares de una élite de gobernantes”. La estrategia de “abrazos y no balazos” no es otra cosa que este abrazo seductor que el Estado le ofrece a los criminales bajo un pacto de impunidad inconfesable, que lleva a la confusión y colusión final entre autoridades y delincuentes: hoy la delincuencia se erige en autoridad en muchas comunidades, administra ayudas, garantiza “tranquilidad” y suplanta las funciones tradicionales del Estado.

Y mientras tanto, autoridades cuyas omisiones y actos han causado muerte y destrucción, no solamente gozan de una sacrosanta y palaciega aura de impunidad, también permanecen a cargo de funciones en cuyo desempeño han causado muerte, luto y desolación. Ahí están los ejemplos “eminentes” de Francisco Garduño Yáñez cuyo desempeño en el Instituto Nacional de Migración quedó marcado por la muerte de 40 migrantes calcinados en un Centro a cargo del Instituto o Hugo López Gatell, cuya “gestión” sanitaria nos llevó a ser uno de los países en los que la pandemia del COVID-19 fue más letal.

La violencia que se desata todos los días, desde el Palacio o gracias al pacto de impunidad, se extiende también a la prensa libre, crítica e independiente. La coacción, la amenaza y el chantaje son también formas de violencia, que se han ejercido de forma casi cotidiana contra quienes disienten de los pareceres presidenciales. La lista de quienes han visto cancelados sus programas es ya extensa: Ricardo Alemán, Carlos Marín, Carlos Loret de Mola, Jorge Ramos Pérez, Carlos Ramos Padilla, Adela Micha, Ricardo Cortés, Ricardo Gómez, Víctor Trujillo, Ángel Verdugo, Pablo Hiriart, Ricardo Rocha, Fernanda de la Torre, Roberto Blancarte, Guillermo Valdés, Federico Berrueto, Javier Solórzano, Irma Pérez Lince, Sergio Sarmiento, Carlos Alazraki y más recientemente, de forma por demás sospechosa, Azucena Uresti. La revelación de los datos personales de 300 periodistas es un evento cuya gravedad no se ha dimensionado debidamente.

La viperina lengua presidencial también ha tocado a la sociedad civil, como si fuera el enemigo público número uno: padres y madres de familia de niñas y niños con cáncer acusados de golpistas, organizaciones de la sociedad civil tachadas de conservadoras y corruptas, marchas multitudinarias detrás de las cuales se ven siniestras mentes conspiradoras, movimientos de médicos y enfermeras silenciados, activistas ambientales denostados, defensoras y defensores de derechos humanos  tildados de sediciosos y madres buscadoras que no son recibidas por quien se dice humanista.

La ola de destrucción institucional ha acompañado a los mares de violencia que inundan al país. Un aeropuerto de clase mundial fue cancelado ilegalmente y desmantelado arteramente. Instituciones funcionales al Estado han desaparecido, como el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación o han sido asaltadas desde el poder palaciego como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Instituto Nacional Electoral o el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Y qué decir del Poder Judicial, gran villano, a decir de la Cuarta Transformación, cuyo proyecto de desmantelamiento ya está en marcha.

Una vez iniciado el nuevo periodo de sesiones, el Congreso de la Unión recibirá un paquete de reformas al parecer menores. La gran reforma al Poder Judicial, que destruiría sus capacidades y lo politizaría, quedaría reservada para ser presentada en la siguiente Legislatura, en la que el presidente ha anunciado que irán por la mayoría absoluta en ambas Cámaras. Si esto sucediera, la reforma al Poder Judicial palidecería ante el proyecto de una nueva Constitución que destruiría instituciones y acabaría con nuestro sistema democrático que es base de nuestras actuales libertades.

La autora es senadora por Baja California y presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores América del Norte.

@GinaCruzBC