López Obrador es ese soldado romano que todos los días le clava al país una lanza para avivar su martirio.

La lanza que utiliza desde hace cinco años, en cada “mañanera,” es la del odio. Arma envenenada para polarizar y favorecer su propia agenda política.

La 4T pasará a la historia como un régimen de devastación nacional. El 1 de octubre –día en que López entregue la banda presidencial– dejará un país en estado de guerra, en ruinas y ensangrentado.

Dejará también en añicos la unidad nacional. AMLO ha operado como un eficaz presidente racista y clasista. Como el instaurador de un apartheid a la mexicana que ha partido en dos al país.

Ha recurrido a la exclusión política para relegar, perseguir y acosar a quienes considera un obstáculo. Ha colgado etiquetas ofensivas a los ministros, jueces y magistrados que han utilizado la Constitución para poner un alto a su arrogante despotismo.

Utiliza el apartheid moral para condenar al ostracismo a quienes considera un riesgo para su poder absoluto: periodistas, legisladores o ex presidentes.

Margina a los inversionistas que no pertenecen a su cenáculo y privilegia con contratos ilegales a los socios de sus hijos.

Abraza a los delincuentes, llama corruptas a las clases medias, basura a las feministas e hipócritas a pobres y ricos que no están de acuerdo con él.

Es un presidente holgazán que ha utilizado su lengua desvergonzada para desmembrar a México y enfrentar a los mexicanos. El poder sólo lo ha utilizado para hacer cada vez más profunda las heridas sociales que hay en las entrañas de la nación.

Cuando el INE le prohibió utilizar el término “oligarquía corrupta” acusó a la institución de actuar como un “tribunal inquisitorial”. Lejos de corregir, comenzó a buscar sinónimos para mantenerse en pie de guerra. ¿Qué les parece –dijo– si lo sustituyo por “conservadurismo corrupto” o “mafia del poder”?

AMLO concibe la presidencia como un arma de guerra. Lo importante no es servir o construir, sino vencer al enemigo y aniquilar su obra. Llegó al poder para liquidar a sus rivales, a quienes –según su fantasía– lo han hecho sentir, desde su nacimiento, como un desarraigado.

La tarea segregacionista de López le ha dado resultados. Las encuestas lo reflejan todos los días. Hay un país roto, la mitad está con él y la otra en contra. Ha sido un eficaz profeta de la destrucción.

La próxima presidenta de México  –se quien sea– se va a encontrar con un país hecho pedazos. Tanto Claudia Sheinbaum como Xóchitl Gálvez van a heredar un país con instituciones degradadas, pero sobre todo con una sociedad que ha caído en la trampa mortal de la intolerancia.

La crispación de las campañas ha impedido que aborden un tema crucial: ¿Cómo van a poner reversa a la polarización y al odio? ¿Cuál de las dos puede convertirse en la presidenta de la unidad y la inclusión nacional?

Sheinbaum no será un factor de reconciliación. Su talante autoritario y la consigna obradorísta la llevará a radicalizar la destrucción que inició López. Ya lo anunció: seguirá con las “mañaneras” para insultar a los que no voten por ella. Dará continuidad a la táctica morenista “ojo por ojo y diente por diente”.

El triunfo de la señora Sheinbaum haría más profunda la ruptura de México. Si no es así que lo demuestre. Que se atreva a hablar de puertas abiertas, de diálogo, de negociación, de transición hacia la reconciliación.

No lo hará porque el objetivo de su proyecto es llevar a cabo una especie de expropiación nacional. Que Morena se quede con la Presidencia y el Congreso para, ahora sí, apoderarse de todo. No dejar huella de lo que México fue.

Por eso, AMLO entierra lanzas mortales. Al igual que el soldado romano de la leyenda cristiana traspasa el cuerpo de la nación. Las clava con sadismo para dar muestras de su poderío. Abusa y se burla del país que crucificó.

López cree que ya mató a México. Pero, hoy, a diferencia de cuando él llegó al poder, hay ciudadanos decididos a quitar los clavos a la cruz para poner punto final a su calvario.

 

@PagesBeatriz

 

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