Y rumbo hacia los corrales
Se ve al chiquillo que va resuelto
Él quiere torear un toro
Su vida pone por precio

Huapango torero

 

En este sugestivo título estoy revelando una convicción: cuando el Hombre, la más perfecta criatura de la Creación, crea un arte para matar semejantes, se vuelve bestia; cuando decide matar a un toro en igualdad de circunstancias, crea un arte más allá de su condición animal.

En lo que se conoce como el Pregón Taurino de Sevilla de Carlos Fuentes, el autor de La cabeza enterrada, dejó su testimonio: “El joven matador es el príncipe del pueblo, un príncipe mortal que sólo puede matar porque él mismo se expone a la muerte”.

Desde su aparición el homo sapiens ha tenido que matar para sobrevivir, lo mismo a sus congéneres que a animales. En el caso de la muerte entre humanos, sin embargo, la historia nos enseña que el hombre ha sofisticado la manera de quitar la vida a sus semejantes, llevando el método a nivel de ciencia, y la ciencia a nivel de arte.

Durante la Revolución Francesa, cuando María Antonieta fue decapitada la crónica de la época refiere: “Murió con elegancia” ¡Suertudota ella! -diría yo-, porque la guillotina era considerada una muerte “limpia”; nada que ver con feas ejecuciones consideradas como infamantes: la vulgar horca con el tosco sacudimiento de la víctima, el apaleamiento y sus salpicaduras sanguinolentas, los molestos olores de la hoguera, el descuartizamiento y otras obscenas maneras de morir. En cambio, y desde siempre, a los animales se les mata y punto.

Es de recordar que el arte de matar a nuestros semejantes hubo de convertirse en atributo de tiranos, déspotas, sectas y cultos religiosos. Curiosamente, sería la Iglesia católica -seguramente para pastorear su rebaño– quien llevó los métodos de tortura y muerte al mayor refinamiento (nada más durante unos ¡600 años!) al instituir la temida Inquisición.

Ni duda cabe: el placer por el sufrimiento y la muerte de las personas son parte de la historia y de las mentes enfermas, muchas veces como parte de la histeria colectiva. Cuando en ESPN o FOX Sport, atisbo “las artes marciales mixtas”, constato que el gozoso aullido de las multitudes cuando las fieras devoraban a cristianos y esclavos infieles en el Coliseo de la antigua Roma, hoy se replica a nivel mundial a través de todos los medios audiovisuales; estelarmente desde Las Vegas, en un abarrotado MGM Grand. Y, en primera fila -¿quién creen?-, Donald Trump, deleitándose con la sangre que mana de los contendientes.

En el caso de los animales, en pocos momentos recuerdo su muerte se haya convertido en arte. Si acaso en rituales iniciáticos en el tránsito de la pubertad a la edad adulta, -como la caza de un león- en Asia o África, o el acceso a niveles de mando o autoridad -un jabalí o un ciervo-, en Europa; un buey, un gallo o un cordero en Roma o Grecia antiguas. Pudiera ser que el rito que precede a la prueba de adoración, honor o valentía pudieran encerrar cierto arte místico propiciatorio. En cambio, en las peleas de perros, de gallos o las de mantis religiosas de los chinos, incluso el deporte de la cacería, no veo ninguna intención de arte en su desempeño.

En la Fiesta Brava, la tauromaquia, el toreo -o como se le quiera llamar-, sí que veo arte, veo magia y veo misterio. Para mí el toreo de reses bravas es la tragedia griega llevada a la arena, en donde la vida y la muerte se hablan frente a frente. El Averno y el reino de Zeus presentes en la arena taurina. La inteligencia frente al instinto, en un mano a mano. “Cargar la suerte -dice Fuentes- al usar con arte la capa a fin de controlar al toro en vez de permitirle que siga sus instintos”.

Es probable que muchos- si llegaran a leer estas líneas- no me entenderán, sobre todo los antitaurinos. Allá ellos y su causa, pero que no olviden protestar por el bullyng en las escuelas, que sí llegan a la muerte; las peleas de hombres rabiosos en las luchas de artes marciales mixtas, que enseñan a los jóvenes que golpear y patear al contrario en el suelo es una señal de muerte y triunfo en ciernes (buena enseñanza para prácticas escolares). En fin, estos grupos han encontrado una razón de su existencia. No me sorprenderá que un día, “por amor a los animales”, protesten contra los automóviles por matar hormigas inmisericordemente. Qué bueno que los antitaurinos tengan una causa; la vida sin una causa pierde sentido, pero una causa pequeña hace pequeña nuestra existencia.

François Zumbiehl, catedrático de letras clásicas y doctor en antropología, lo dice con mejor prosa: “En este prisma de la inquisición animalista se considera a cualquier aficionado como a un asesino y, más a menudo, como a un torturador, sin que tales acusaciones despierten mayor indignación. ¿Hace falta recordar que la tortura supone a una víctima maniatada sin la menor posibilidad de defenderse y de reaccionar, mientras su verdugo queda plenamente a salvo? ¿De verdad, es lo que sucede con el toro bravo durante su lidia? ¿Acaso la distorsión de ese término no es un insulto, no sólo para los aficionados, pero sobre todo para aquellas personas que han sufrido tales horrores en la historia pasada y reciente?”. Más recientemente, Benjamín Labatut (Maniac. 2024), distingue la tortura -a la que sólo el hombre puede ser sometido- y la muerte súbita del animal: “Los animales sólo sienten el dolor y el placer en el presente; sus penas y glorias son absolutas, brotan y se desvanecen en la corriente del devenir sin dejarlos atrapados en la cadena de sufrimiento que ata a todos los seres humanos”.

Hay, pues, quienes olvidan que en nuestro ser llevamos dos naturalezas en conflicto: nuestro sentido humanitario, por un lado, y ese lobo estepario empeñado en crear un arte de matar, por el otro. En cambio, “matar con arte” -llamémosle así- sólo lo veo en la tauromaquia, que sigue siendo por definición, a pie o a caballo, “el arte de lidiar toros”.

Confieso que soy un ignorante de la fiesta brava, su historia, sus figuras, sus víctimas y victimarios; del toro de lidia y su singular naturaleza, no sé nada. Mas no puedo evitar el arrobamiento y el embrujo que me causa una corrida de toros.  Pero, más aún, no puedo sino rendirme a la prosa, casi mística, del Pregón Taurino de Carlos Fuentes, en la Sevilla de 2003: “El instante asombroso de una cópula estatuaria, toro y torero entrelazados, dándose el uno al otro las cualidades de fuerza, belleza y riesgo, de una imagen a un tiempo inmóvil y dinámica”. Y sigue: “El momento mítico es restaurado: el hombre y el toro son una vez más, como en el Laberinto de Minos, la misma cosa. El matador es el protagonista trágico de la relación entre el hombre y la naturaleza. El actor de una ceremonia que evoca nuestra violenta sobrevivencia a costa de la naturaleza”.

Ni duda me cabe: entre el arte de matar, y matar con arte, me quedo con el segundo. Para los católicos mexicanos -sin desdoro de fieles de otras latitudes-, el domingo es día de guardar; guardar -diría yo- el teléfono móvil y sacar el rosario y también el puro, porque -de nuevo Fuentes- los domingos tenemos “dos ceremonias unidas por el sentido sacrificial, pero diferentes en su momento del día: misas matutinas, corridas vespertinas.

¡Oleeeee!