En el debate electoral entre los tres candidatos a la Jefatura de la Ciudad de México, del pasado 12 de mayo, me sorprendió sobremanera las respuestas que los aspirantes dieron a la pregunta de un niño –Christofer– vivaz, respetuoso y con cara de inteligente: “¿Qué harían ustedes por los niños en situación de calle”? – cuestionó. Las respuestas, ¡todas! –con buenas dosis de puerilidad, ignorancia y de lugares comunes– se quedaron en la superficie, en la obviedad y el desatino, sin que ninguno de los aspirantes tuviera claro el origen de un problema humano, no sólo grave, sino que involucra a la población más frágil de nuestra sociedad: los niños (conforme a la demagogia lingüística –como si algo resolviera– ¿deberé decir “niños, niñas y niñes”?) mexicanos.

Una y unos, convencidos propusieron: “Ay, pues yo abriría más albergues infantiles, escuelas de tiempo completo”. Otro: “Pues yo, en cambio, daría becas para que aprendieran algún oficio y educación para los papás. Otro más: “facilidades para la adquisición de vivienda para los padres, capacitación en robótica, inglés, cómputo”. Algo me quedó claro de las respuestas: ni los suspirantes a gobernar la gran ciudad conocen el problema de los niños de la calle, como tampoco –obviamente– tienen la solución adecuada.

¿Saben los candidatos lo que expulsa a los niños de sus casas? ¿Creen que alguno de ellos escogió vivir en un bajo–puente, en una alcantarilla, en un tiradero de basura, en los escombros de un parque o de un edificio abandonado? ¿Creen que han escogido vivir entre ratas, perros y malvivientes que abusan de ellos sexualmente, que los inducen a la droga y ven morir a sus amigos por enfermedad, violencia o sobredosis de una y mil sustancias adictivas?

¡No señora, señores! Dejen de ser candidotes (inocentes, ignorantes, vergonzantes) y vuélvanse candidatos de a de veras. Esos niños y jóvenes fueron golpeados, abusados, mancillados, rechazados, expulsados; las niñas, usadas y embarazadas por hermanos, padrastros, tíos, clientes de la madre. Esos jóvenes, entiéndase, dejaron sus casas porque la nauseabunda alcantarilla o el tejabán de láminas de cartón en el peor de los arrabales, ha sido mejor que el hogar abandonado.  No han identificado, señores candidatos, el problema de fondo. En un escrito anterior, decía yo que “el adicto no tiene un problema de adicción, sino una mala solución a su problema”. Los niños y jóvenes en situación de calle no tienen un problema, sino que han tomado una obligada y lastimera decisión. En una sociedad hipócrita como la nuestra, más se le ofrece a los “lomitos” (perros callejeros) rescatándolos, con servicio médico, albergue, alimento y campañas de adopción ¿Y nuestra juventud? ¡Allá ellos y su mala cabeza! ¡Que se jodan!

El problema, pues, no se va a resolver con becas, vivienda para los padres, con estancias infantiles, escuelas de tiempo completo, inglés o robótica. La solución es incidir en la descomposición del núcleo familiar, incidir en los valores que se profesan al interior de la familia, en perseguir los delitos contra la infancia, en proteger a las víctimas, niñas, niños y jóvenes, por lo menos igual que a los “lomitos” o a los toros de lidia.  Tomando el giro de una frase de William Clinton: ¡No son los niños el problema; son los padres, estúpidos!

Pero, mientras nuestros políticos se ocupan del problema que aloja en lo más profundo el núcleo de nuestras miserias –la dinámica familiar que expulsa por las más aberrantes causas los más tiernos frutos de nuestra sociedad–, hay un paliativo que reivindica, sana y reencausa el ímpetu juvenil: el deporte. Tema que, por cierto, he visto ausente, como propuestas serias y estructuradas, entre los creativos publicistas de las campañas electorales ¿Y así –me pregunto– quieren atraer el voto joven?

En mi experiencia personal, en la década de los 80 dediqué un esfuerzo titánico por conformar la Federación Mexicana de Taekwon-do, requisito indispensable para asistir a la Olimpiada de Corea del Sur. En cuestión de dos años –no fue fácil– logramos afiliar a la CODEME a 104 mil deportistas y más de mil instructores. Confieso que nunca fui un competidor destacado (aunque logré un honorífico 5º Dan en la disciplina). En cambio, lo que me motivó fue saber que miles de jóvenes, al menos dos veces a la semana y varios fines de semana, tensaban sus músculos e instinto para, literalmente, no perder la cabeza. Hombres, mujeres y niños –muchos de ellos acompañados de sus padres– anhelaban un triunfo personal que los reivindicara a sí mismos.

El deporte, en los lugares más pobres –entiéndase–, es la primera tabla de salvación de aquella juventud que ama más la calle que su propia casa. En el barrio, sus alternativas son, ser el Messi, o el Pedro Navajas del oscuro callejón.

En mi septuagenaria existencia, he brincado muchos surcos (andar en los campos agrícolas) y visitado cientas de humildes poblados. En todos encontré una cancha de básquet, apta para voleibol, una cancha rústica de fut y un salón de usos múltiples. Cómo me gustaría que alguien de los que pretenden gobernar los 2,446 municipios, las casi 190 mil localidades y el País mismo, propusiera –y llevara a cabo– algo que pudiéramos llamar “jóvenes construyendo el deporte”. Miles de entrenadores y organizadores de pequeñas ligas y competencias (práctica al menos dos veces por semana y encuentros, varoniles y femeniles, cada fin de semana) en toda la República.

Decía yo que el deporte es un paliativo social, sí, pero, junto con la lectura, es el más noble que conozco. Hace poco me enteraba que en México hay 101 millones de internautas a las redes sociales y que, en promedio, dedican nueve horas al día a navegar; algunos a puerto seguro, otros a la deriva. Los niños de la calle, ni siquiera navegan: está encallada su existencia. Aun así, los he visto echar cascarita, tirar envases a la canasta, jugar tacón o rayuela. También ellos quieren una oportunidad de triunfo y competencia; merecen una razón para estar vivos.

No pretendo ser simplista con la idea antes expresada, como tampoco quiero inventar el hilo negro. Mi intención es dejar en el lector la idea de que hay recursos puntuales –y el deporte es uno– que conectan a todo el sistema neuronal de la sociedad. Algo que llamaría “acupuntura social”. Me dicen los acupunturistas profesionales, “el talón concentra la mayor parte de las terminales nerviosas que gobiernan el resto del cuerpo humano”.

Empecemos por la base (los niños de la calle). Llegaremos a la cabeza.