Perdónenme que en esta ocasión escriba en primera persona. Me referiré a la trayectoria que recorrí en el Poder Judicial Federal, no con un afán de jactancia, sino de transmitir lo que la carrera judicial representa para un gran número de juzgadores y juzgadoras que dignamente la hemos abrazado y que hoy se vislumbra llega a su fin.

Hace 5 años concluí mi encargo como Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, después de casi 44 años de carrera judicial. Los 15 últimos en el Máximo Tribunal del país. Cerré el ciclo profesional más importante de mi vida y pasé a ser Ministra en Retiro. El sentimiento de orgullo y pertenencia a esta institución, está a un año de cumplir media centuria.

Al recordar el sendero recorrido, no puedo evitar sentir el corazón palpitante al conjuro de los recuerdos. Ingresé como Oficial judicial mecanógrafa en 1975, cuando todavía era estudiante de la carrera de derecho en la UNAM, después de presentar un examen de mecanografía y taquigrafía, ocupé el cargo de secretaria mecanógrafa y posteriormente de encargada de mesa de trámite en el entonces Juzgado 4º. de Dto. en Materia Administrativa de la hoy CDMX.

Ya recibida como Abogada, fui Actuaria, Secretaria Proyectista de Juzgado de Distrito, posteriormente de Tribunal Colegiado de Circuito y Secretaria de Estudio y Cuenta de la SCJN. Más tarde fui designada Juez de Distrito, Magistrada de Circuito, Magistrada de la Sala de 2ª. Instancia del entonces Tribunal Federal Electoral para la calificación de elecciones de 1994, Consejera de la Judicatura Federal y finalmente, tuve el honor de ser nombrada Ministra del Máximo Tribunal del país.

En 2004, encontré una Corte que si bien desde la reforma constitucional de 1988, empezó a perfilarse como un Tribunal Constitucional, con las reformas de 1994, se consolidaba como un auténtico Tribunal Constitucional y reafirmaba, en el ejercicio cabal de sus funciones, el papel que le correspondía como un Poder del Estado: independiente, autónomo, el fiel de la balanza, guardián de la división de poderes,  punto de equilibrio entre la competencia de éstos; salvaguarda del federalismo y de nuestras instituciones; garante de la debida tutela de los derechos humanos y fundamentales. Guardián del Estado de Derecho.

Numerosas han sido las personas que moldearon mi actuación profesional y el desarrollo de mi carrera judicial: en primer lugar, mi familia, fundamentalmente, mis padres, maestros, los funcionarios jurisdiccionales que me dieron la oportunidad de colaborar con ellos, colegas y amigos. No los menciono pues la lista sería interminable. Sin embargo, llevo en mi corazón el agradecimiento hacia cada uno de ellos, cuya influencia ha sido un tesoro invaluable en mi carrera profesional.

Con este bagaje jurisdiccional, ¿qué representa para mí la carrera judicial?

-Descubrí que la pasión más grande de una persona juzgadora es la profunda devoción por la justicia. Fervor moldeado por el estudio incansable, la probada imparcialidad y la serenidad que proporciona una actuación ética. Virtudes aglutinadas en una profunda vocación de servicio.

-Aprendí que la perspectiva humanista de la justicia es la correcta interpretación y aplicación de la norma jurídica. Esto requiere entendimiento agudo, juicio claro, criterio recto, conocimiento de la ley, la jurisprudencia, la doctrina, pero sobre todo, del expediente a resolver.

-Comprendí que la independencia de criterio se erige como una virtud esencial en la  de la impartición de justicia. El juez enfrenta la interpretación de la norma en impresionante soledad y en el diálogo inevitable con su conciencia. Es el faro que guía sin titubear hacia la verdad y la equidad.

-Entendí que un cuerpo colegiado, tiene la enorme ventaja de la experiencia compartida, en el que la prudencia es una sabia virtud a cultivar. Que la opinión de un compañero no es para vencer, sino para convencer. El juzgador debe tener la valentía de defender un criterio propio y la humildad para reconocer un criterio equivocado, para lograr que las opiniones discordantes se sostengan o unifiquen, con la única voluntad común de hacer justicia. Esta es la madurez de un órganos colegiado. Madurez que significa orden, serenidad, equilibrio y ponderación.

-Asimilé, en su esencia más pura, el verdadero sentido del derecho, así como, de su aplicación e interpretación. El derecho es una entidad vibrante y activa, pues constituye el alma palpitante de la sociedad. No es meramente un ente estático, sino un agente dinámico de cambio, una fuerza que se entreteje en cada fibra de nuestra interacción social, que procura y fomenta armonía, estabilidad, seguridad jurídica, progreso.

-He aprendido que la norma jurídica no se limita a ser un conjunto de preceptos aislados. Más allá de su texto, cada ley está impregnada de historia humana, cargada de sueños y valores, reflejando los anhelos más profundos de nuestra comunidad. En cada línea de la ley resuenan las voces de generaciones. Un llamado a la justicia que trasciende el tiempo y el espacio, conectándonos con la trama más amplia de la humanidad.

-Más allá de los confines de este orden, entendí que el o la juez no debe reconocer soberanía alguna, salvo la del derecho mismo. En este ámbito sagrado, el imperio de la ley es supremo, y la justa aplicación de esta es la única directriz que debe seguir, pues en ella reside la esencia de su servicio al bien común.

-Comprendí que la carrera judicial no consiste meramente en el desempeño mecánico de un oficio que debe ser remunerado con un salario digno, porque digna, es la persona que lo recibe. Es una vida de completa entrega, tejida con hilos de amor y alegría, cubierta tanto de satisfacciones como de desilusiones. Es un mosaico de aspiraciones que no siempre se cristalizan, pero también de logros que ennoblecen el alma y llenan de orgullo a las y los juzgadores, instándoles a seguir adelante, a pesar de las adversidades.

-Aprendí que la vanidad y el temor son dos instrumentos que disfrazados y sigilosos perturban la ecuanimidad. Por ello, en el dictado de la sentencia no influye el fino soborno de la lisonja y el elogio o la encubierta amenaza del improperio público.

Creo que la decisión final de la actuación de un juzgador sólo pertenece al tiempo. El día en que abandona definitivamente su sitial con la serena quietud de portar sin mácula alguna, la toga que nos acompaña en la realización de esta maravillosa tarea de impartir justicia. Esta toga que cotidianamente cobijó a nuestro solitario corazón de juzgadores que en la resolución de los asuntos, siempre, siempre latió con inquietud.

La autora es ministra en Retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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