Me pregunto cómo será el Día después de lo que la Ministra Norma Piña ha calificado como “la demolición del Poder Judicial”. Cuando cursaba la materia de planeación estratégica, el maestro decía: “hay cosas difíciles de predecir, particularmente el futuro”. Y no dejaba de tener obvia razón, pues sólo el futuro es susceptible de ser predicho; sin embargo, una baraja de escenarios sí que son predecibles. Por ejemplo, poner a cargo de una tarea compleja a un idiota, es previsible un resultado igualmente deleznable.

Así, cuando pienso en los posibles escenarios resultado de la reforma judicial en ciernes, una vez resueltos los litigios entre Poderes, bastará con que subsista la figura de elección de juzgadores por voto popular, para imaginar un escenario, no sólo posible, sino altamente probable; esto es, un sistema colapsado en diversos tramos del trayecto que encierra la impartición de justicia. Piénsese en una carretera -como las que hemos visto a causa de los recientes huracanes -en donde los deslaves, caída de puentes e inundaciones- hacen imposible el tránsito origen-destino. En el caso de la impartición de justicia, sería el trayecto demanda-sentencia.

Baste imaginar, primero, que entre los jueces recién electos los haya, desde experimentados y de probada honradez, hasta ignorantes, aprendices de buena fe, ideologizados o impuestos por organizaciones criminales. De todo podrá haber un poco. El problema vendrá cuando el juzgador de primera instancia, por ignorancia o por intereses creados, rechace, confirme o modifique la sustancia de la querella, y que la parte contraria decida impugnar la sentencia, para lo que existen decenas de recursos. El caso podrá subir y bajar entre juzgadores de primera instancia hasta la Suprema Corte. Si la tubería se tapona en cualquier instancia, resultado de la impericia o mala fe del Juez -como ya en algún grado sucede-, con la implantación de la reforma judicial más pronto que tarde llegará al punto del colapso.

El caos podrá reinar en el sistema de impartición de justicia por años, lustros o décadas. Lo que no podrá posponerse es la impartición de justicia, aquella que cotidianamente demandan individuos, grupos sociales, empresas y gobiernos regionales. Justiciables y juzgadores habrán de sufrir inevitables trastornos.

¿Cuáles serían entonces las alternativas para procurar una justicia pronta y expedita, en lo que se asienta la polvareda de la reforma judicial? Una de ellas (ya lo sabemos) será la justicia por propia mano, aunque con las graves consecuencias que en el tejido social tiene esta vía de ajusticiamiento. Hay, sin embargo, otras vías, distintas al cauce tradicional. Me refiero al arbitraje, la mediación y la conciliación, caminos alternativos que no necesariamente requieren de conocimientos jurídicos, aunque sí de expertos en materias especializadas (química, ingeniería, contabilidad, etc.), buena reputación y sentido común.

Es importante señalar que para desempeñar el papel de árbitro, mediador o conciliador en no pocas veces se requieren certificaciones previas por la autoridad judicial, sin dejar de ser el perfil de estos actores más de corte civil, privado, y siempre como una instancia voluntaria para los que recurren a ella. Un rasgo distintivo de los acuerdos por medio de arbitraje (llamados laudos) siempre serán exigibles ante la autoridad judicial. En la mediación y la conciliación, bien resuelven la litis (querella) en definitiva, por acuerdo de las partes, o constituyen un precedente poderoso en el proceso judicial, lo cual en ambos casos ya resulta benéfico.

La ventaja en todas estas figuras de justicia alternativa -además de aliviar la saturación de los tribunales-, son la celeridad del proceso, menor costo de transacción, mayor certidumbre de resultados y la aplicación de un mayor sentido de equidad (equilibrio de cargas y obligaciones) que, a diferencia del sistema anglosajón, no es aplicable a nuestra legislación civil. No es casual, por tanto, que a nivel mundial (y con desesperante lentitud en México), las instancias alternativas de justicia avancen inexorablemente. La ineficacia y corrupción de los órganos responsables de la procuración de justicia (me refiero a las fiscalías y ministerios públicos) y al oneroso, dilatado, complejo e igualmente afectado por fenómenos de corrupción de los tribunales, son el mayor aliciente para buscar caminos alternativos para un mismo fin: la obtención de justicia.

Así como por las deficiencias en el Sistema de Salud Pública advertimos una tendencia hacia la privatización (más o menos el 50 por ciento de los servicios), o por las deficiencias del transporte público (3.3 millones de motocicletas), o por el caro e insuficiente suministro de energía eléctrica que incentiva fuentes de energía privada, igualmente es previsible que en materia de impartición de justicia la ciudadanía recurra, sabiamente, a la solución privada de sus controversias. En términos similares, el demandante de justicia encontrará “lo mismo, pero más barato”.

Como en la física, la demanda de justicia tiene horror al vacío. Es de esperarse, por tanto, que la inercia social llene los vacíos que por algún tiempo dejará la malhadada reforma judicial.

¿Serán las instancias privadas un efecto indeseado de la reforma? ¡No!, todo lo contrario. En la medida que los querellantes prueben la mieles de una justica humanizada, personal, económicamente accesible, pronta y expedita, descubrirán que el siempre incierto y tortuoso proceso judicial puede soslayarse mediante la solución alternativa de controversias. El horizonte es amplio: conflictos familiares, de arrendamiento, responsabilidad civil, mercantiles, laborales e, incluso, penales, son susceptibles de solución por esta vía. A lo que me refiero es un tanto equiparable a lo que ancestralmente han venido aplicando los pueblos indígenas por usos y costumbres, aunque sin las aberraciones que en ocasiones emergen de estas reglas (castigos corporales, destierro o linchamientos).

En el previsible escenario de la post reforma judicial, será un proceso al que yo llamaría de “civilidad de la justicia”, en donde se respetan y cumplen las normas establecidas por la sociedad para la conveniencia y participación de todas las personas.

En mis locuaces disquisiciones, imagino la reforma judicial como un bosque de sequoias, los árboles más grandes del planeta, que sólo los incendios activan sus semillas para la conservación de la especie. Así avizoro el futuro de la actual reforma judicial. Mi esperanza reside en que, ante el sacudimiento (incendio) del Poder Judicial, el Poder Ejecutivo haga lo propio en el ámbito de sus órganos de procuración de justicia (fiscales, ministerios públicos, Guardia Nacional, policía), pero más importante será que la buena voluntad de los individuos prime sobre la armonía de la sociedad en su conjunto, sin ideologías, sin dogmas ni partidismos. José Antonio Marina (Historia universal de las soluciones) recoge una frase tan graciosa como cierta: “La mejor manera de conciliar posturas entre judíos y musulmanes es apegarse a las creencias de un buen cristiano”. El mensaje que aquí nos transmite el filósofo-jurista es que basta con ser un hombre bueno -musulmán, judío o cristiano-, para convertir un conflicto en problema, y éstos, por definición, conllevan una solución.

Privatizar la justicia, en suma, es llevar las diferencias a la consideración de un buen hombre, acompañada de la buena voluntad de las partes. Cuando acudimos a los tribunales esperamos del juzgador la derrota del demandado, cuando planteamos un problema a un árbitro, a un conciliador o a un mediador, lo que buscamos es una solución. Si a esto llamamos “privatización de la justicia”, bienvenida sea.