Donald Trump, en una maniobra audaz y calculada, ha decidido trazar una línea sangrienta en la arena al designar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras (Foreign Terrorist Organizations, FTOs). Este decreto, envuelto en retórica implacable y promesas de acción despiadada, no es solo una declaración política; es un aviso sombrío de lo que está por venir, una guerra disfrazada de política exterior.

La maquinaria de este plan no conoce pausa. Trump, con su característico pragmatismo despiadado, ha diseñado un esquema que paraliza desde sus fundamentos. El Departamento de Estado no necesitará mucho tiempo para dictaminar que los cárteles cumplen con los requisitos para ser etiquetados como terroristas. Al fin y al cabo, ¿quién puede negar que las decapitaciones, las masacres y el flujo de drogas letales como el fentanilo constituyen actos de terror en su máxima expresión? Una vez decretado, la maquinaria financiera estadounidense se movilizará para confiscar cuentas, propiedades y recursos, dejando a estos grupos criminales financieramente mutilados. Pero esta no es solo una guerra de números: es una guerra de cuerpos y territorios.

El decreto, cargado de implicaciones siniestras, podría servir como carta blanca para intervenciones unilaterales en territorio extranjero. ¿Quién necesita permiso cuando la narrativa es proteger a millones de ciudadanos estadounidenses de un enemigo invisible, letal y omnipresente? Este escenario inevitablemente coloca a México en una posición precaria: ¿cómo reaccionará cuando drones armados crucen su espacio aéreo con el pretexto de erradicar el mal?

El núcleo de esta narrativa descansa en la definición de terrorismo en Estados Unidos, donde cualquier acto destinado a coaccionar o infundir temor a una población es suficiente para merecer tal etiqueta. ¿Acaso no es eso lo que hacen los cárteles? Torturar y asesinar con fines de dominación, sembrar miedo en comunidades enteras, y corromper instituciones hasta el núcleo. La epidemia de sobredosis de fentanilo, con decenas de miles de muertes anuales, es para Trump más que una tragedia sanitaria: es un ataque directo a la nación.

Mientras tanto, los órganos de inteligencia mexicanos observan con una mezcla de resignación y alarma. La realidad es clara: sus capacidades para infiltrarse y desmantelar las operaciones de los cárteles están limitadas por décadas de corrupción y recursos insuficientes. La colaboración con sus contrapartes estadounidenses, aunque efectiva en ocasiones, no garantiza un control absoluto. Al contrario, podría derivar en tensiones internas y presiones externas que sólo exacerbarían la percepción de un estado vulnerable.

En el plano internacional, las agencias de inteligencia de todo el mundo están observando este movimiento con un interés calculado. Europa, enfrentada a su propio resurgimiento del crimen organizado, podría verse tentada a emular esta estrategia. Israel, experto en manejar amenazas terroristas, podría asesorar discretamente a Estados Unidos sobre tácticas de eliminación selectiva. Sin embargo, también existe el temor de que estas acciones inspiren a otros actores no estatales a adoptar tácticas cada vez más brutales, con implicaciones globales.

La reacción de China y Rusia, en este contexto, añade una capa aún más inquietante. Ambas potencias, conscientes del vacío que podría crear una intervención masiva en México, no perderán la oportunidad de llenar ese espacio. Para Rusia, la posibilidad de profundizar los lazos con grupos insurgentes latinoamericanos representa una oportunidad estratégica para debilitar a Estados Unidos en su propio hemisferio. Por su parte, China, con sus redes de tráfico de precursores químicos hacia los cárteles, seguramente endurecerá su retórica contra las sanciones estadounidenses, mientras refuerza sus canales clandestinos para evitar pérdidas financieras. Esta dinámica promete convertir la región en un tablero de ajedrez donde cada movimiento podría desencadenar una escalada de proporciones impredecibles.

Un ejemplo claro de lo que Trump quiere hacer puede encontrarse en las operaciones estadounidenses contra los talibanes en Afganistán. En esa región, durante dos décadas, la Casa Blanca justificó ataques quirúrgicos y la utilización de drones y aviones no tripulados para desmantelar células terroristas bajo el argumento de proteger a la ciudadanía estadounidense. Estos métodos, aunque efectivos en términos de eliminación de objetivos, dejaron a su paso destrucción colateral, desplazados y un profundo resentimiento local. Si este mismo enfoque se aplica a México, la devastación podría ser inimaginable, con comunidades enteras atrapadas entre el fuego cruzado de cárteles y operativos militares.

¿Qué sucedería si los órganos de inteligencia y espionaje a nivel mundial decidieran sumarse activamente a esta cruzada? El peso coordinado de agencias como la CIA, el MI6 británico, el Mossad israelí, e incluso la DGSE francesa, podría cambiar radicalmente el panorama. México se convertiría en el epicentro de operaciones encubiertas, con agentes extranjeros infiltrándose en las redes de los cárteles, identificando líderes y facilitando eliminaciones selectivas. Pero este despliegue global también conllevaría riesgos incalculables: la erosión de la soberanía mexicana sería evidente, y las tensiones internas podrían escalar al punto de fracturar el tejido social. México tendría que decidir entre colaborar abiertamente con estas potencias o arriesgarse a ser tratado como un campo de batalla más, sin voz ni voto en las decisiones.

¿Es esto una oportunidad para México? En un escenario optimista, esta presión internacional podría obligar al país a reformar sus instituciones de seguridad y justicia de manera profunda, eliminando la corrupción y fortaleciendo sus capacidades operativas. Podría ser el catalizador para una nueva era de cooperación global que posicione a México como un actor clave en la lucha contra el crimen transnacional. Sin embargo, en el otro extremo del espectro, México podría quedar atrapado en una espiral de violencia interminable, perdiendo el control de sus territorios y convirtiéndose en una sombra de sí mismo bajo el peso de intereses extranjeros.

Pero México, con su reticencia habitual, parece aferrarse a su soberanía como si esta pudiera resistir el vendaval. El gobierno mexicano, por años cómplice y víctima de la violencia de los cárteles, se niega a calificarlos como terroristas. Admitirlo significaría reconocer que amplias regiones del país son campos de batalla, controladas no por el estado, sino por estas entidades insurgentes. Y, por supuesto, abriría las puertas a la intervención extranjera, una posibilidad que provoca escalofríos en los círculos políticos mexicanos.

Las implicaciones de esta designación son profundas y aterradoras. La diplomacia entre México y Estados Unidos se tensará hasta el límite, mientras los cárteles, acorralados, podrían intensificar su violencia para demostrar que aún son los amos del juego. La red de sanciones financieras podría arrastrar a empresas legítimas y a ciudadanos inocentes a una espiral de sospechas y destrucción. Los debates académicos sobre si el crimen organizado es realmente terrorismo palidecen ante la brutalidad que se avecina.

Sin embargo, lo más inquietante de todo es que esta medida, lejos de ser una solución definitiva, es solo el comienzo de una lucha interminable. Los cárteles, como un cáncer, han evolucionado en respuesta a cada golpe que se les ha asestado. Ahora, enfrentados a la etiqueta de terroristas, no cabe duda de que encontrarán nuevas formas de sobrevivir y prosperar.

Trump ha cambiado las reglas del juego. El campo de batalla ya no es solo un polígono de guerra contra las drogas; es una zona de combate global. Y mientras el mundo observa, la pregunta persiste: ¿cuánto tiempo podrá sostenerse esta guerra antes de que el precio sea demasiado alto, incluso para los vencedores?

@DrThe