Me sorprendió recientemente la noticia que en España viven ya al menos un millón de latinoamericanos. De éstos, un tercio se calcula son mexicanos que han dejado nuestro país. No los culpo y los entiendo. Encuentro tanta afinidad y tantas razones para vivir en ese país: idioma, seguridad, orden, limpieza, servicios públicos y, sobre todo, una identidad compartida que nos hermana de manera sutil y espontánea. Pero ¿qué lo ha hecho tan atractivo en las última décadas?

Desde que pisé por primera vez tierras ibéricas, en los años setentas del siglo pasado, advertí la transformación de un país que se reconstruía pausadamente, después de haber sufrido una guerra civil fratricida, seguida de la dictadura de Francisco Franco. En España se cocinaba un gérmen para vivir en democracia y modernidad. En esos años, sin embargo, todavía se podía advertir el rezago social de una fuerza laboral voluntariamente expatriada a los pujantes países vecinos: Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra. Los braceros españoles -además de griegos, turcos y portugueses, entre otros- eran parte de la mano de obra barata de esas potencias. Otros más, muchos más, ya habían buscado seguridad y fortuna en otras latitudes: desde los que optaron por la falsa  y fría promesa de la Rusia comunista, hasta los que con mejor instinto prefirieron las afinidades latinoamericanas, en donde parte del trayecto lingüístico y cultural del viaje ya estaba superado.

El verdadero cambio -sin quitar importancia a los Pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978- me parece fue su integración a lo que ahora es la Unión Europea. Las sabias regulaciones comunitarias y el manejo controlado de generosos apoyos económicos (cientos de miles de millones de euros, de 1985 a la fecha) hicieron la diferencia. Al destinar la UE cuantiosos recursos en condiciones más que atractivas, los europeos comunitarios tenían claro el inconveniente de tener un miembro con una población empobrecida dentro del vecindario, algo que –dicho sea de paso- norteamericanos y canadienses no tuvieron en mente cuando negociaron el TLC con un México en quiebra, nos obligaron a desmantelar en plazos perentorios subsidios, protección arancelaria y laxas regulaciones laborales y ambientales. Pero esa es otra historia.

Ya en los años ochentas del mismo siglo, las obras de infraestructura en toda España eran evidentes para quienes contemplábamos de lejos su vigorosa transformación: carreteras, ferrocarriles, aeropuertos, hospitales y -para mí, algo notable- el rescate de pueblos, villas y ciudades, haciendo de España una nación digna de visitar (123 millones de turistas en 2023, 20 millones más que el año previo). Conocer incluso los enclaves urbanos más remotos, resulta como un túnel del tiempo: aún los más emblemáticos cascos históricos parecen recién contruidos, limpios, ordenados, seguros. Desde los antiguos vestigios románicos, hasta las construcciones de la época del Imperio, revelan el amoroso cuidado con que los españoles reconstruyen y conservan su acervo cultural, urbanístico y arquitectónico. Tan solo este rubro es un poderoso y bello imán para cualquiera, pero más aún para los iberoamericanos.

Al caso debo decir me considero un mestizo con algunas raíces indígenas; pero compatriotas con más sangre indígena y una tez más obscura que la mía, éramos vistos -en lo general- con simpatía por el pueblo español. En mis primeros años de visitante, todo español buscaba, como todavía ahora, una afinidad afectiva con México. En ese entonces era Hugo Sánchez, el pentapichichi, el importante recurso de empatía; celebraban nuestra adicción a echar cohetes y contar chistes, y cantábamos juntos las rancheritas. Celebraban nuestro acento cantinflesco (cantadito), confirmando lo que decía Carlos Fuentes: “Hablamos cantando y cantamos llorando”. Otro Sánchez famoso, Cuco, lo confimaba con sus canciones. Pero si lo anterior era anecdótico, lo más hondo era (y es) la acogida que dio México a los españoles que huían del acoso franquista, durante y después de la guerra civil, algo que españoles -sobre todo los de viejo cuño-, no olvidan.

Ahora, en los últimos años, el sentido de la migración México-España se ha invertido, y también allá (como hace casi un siglo acá) en esas tierras ya hay una comunidad de refugiados. Ahora, de mexicanos. Las razones de su mudanza son muchas. Sin entrar a detalle, sólo diré que cuando la democracia y el Estado de derecho flaquean en un lado, España y México nos tenemos recíprocamente como alternativa de vida. Por eso no dudo: entre mexicanos y españoles es más, mucho más, lo que nos une que lo que nos separa.

Tal parece que el turno de migrar le ha tocado a los mexicanos. Me inquieta, sin embargo, que  ahora la migración, casi masiva, de mexicanos a España esté cambiando la percepción del español común respecto a nosotros. Ante el avance las corrientes antimigrantes y hasta supremacistas en las tierras europeas, me preocupa nos vean como una peligrosa invasión migrante más, y nos dejen de ver como amigos. Además, el hecho de que en la actualidad los cárteles mexicanos se hayan convertido en “los malos de la película” (y otros pillos mexicanos que por allá andan), muy por encima de los colombianos, ni tantito ayuda en contra de las corrientes adversas a la migración.

En lo general, no obstante, percibo que los latinos y, desde luego, los mexicanos, somos aceptados y nos integramos fácilmente al contexto español, pero, ¿no seremos ya demasiados? ¿Nuestra creciente presencia puede ser ya incómoda? ¿El nuevo migrante mexicano está modificando la imagen que de nosotros se ha tenido tradicionalmente en España?. El panorama, me parece, es variopinto.

Es cierto que el gobierno español ha facilitado la migración, procurando honrar la memoria histórica, facilitando la migración de mexicanos con antecedentes sanguíneos o por afinidad, tanto de españoles como de españoles sefarditas. Para estos mexicanos elegibles esa posibilidad un tanto inesperada ha sido por si sola motivación suficiente considerar la migración. Pero otro poderoso impulso migratorio reciente lo ha sido la búsqueda del un orden y seguridad que muchos mexicanos no encuentran en México, mudando capitales y familias, a cambio de su contribución a la economía local (Visa dorada); otros más, con menos recursos y más esfuerzo, buscan la nacionalidad o la residencia por vías más tortuosas y dilatadas. Unos y otros se acomodan como pueden, pero su presencia, me temo, está causando impresiones distintas.

Por un lado, los más adinerados -ya sean tradicionales o nuevos ricos- han optado por los barrios madrileños de moda y relumbrón: Chamberí, Chamartín, Pozuelo de Alarcón y, muy señaladamente, el Barrio de Salamanca (buenas tiendas, buenos restaurantes). Ahí han trasladado su estilo Valle y su Vail. Parejas jóvenes (o que pretenden serlo), impecablemente vestidos, seguidos por su empleada doméstica (“pa lo que se ofrezca”), debidamente uniformada. Ya podrá imaginar el lector la impresión que nuestros paisanos causan entre la familias tradicionales del emblemático barrio.

Por otro lado, el grueso de paisanos que ha decidio adoptar el estilo de vida español, aupados también por el deseo de huir de la atmósfera incierta, delincuencial y de escaso Estado de derecho, es el estereotipo de mexicano (creo, y lo pongo a juicio del lector)  que nos ha dado esa empatía y afecto de los gachupines; es el mexicano que sigue creyendo que el mestizaje es un proceso contínuo -cultural, lingüístico, de sangre y de tradiciones-, recíproco y enriquecedor, no subordinado ni humillante.

Sea como sea, entre México y España un proceso de mezcla de sangre y culturas ha tomado un nuevo impulso. Bienvenido sea. A lo largo de la historia los mestizajes han servido como antídoto a exacerbados fanatismos, nacionalismos e ideologías supremacistas. Cuando pueblos y naciones descartan el exterminio como medio de pacificación, contemplar al otro como uno, tarde o temprano, rendirá buenos frutos. Esta noción, seguramente, fue lo que inspiró la vieja conseja castellana: “Nadie es más que nadie, porque nadie es más que hombre”. Ver la igualdad de las personas como una obligación, nos abre las puertas al derecho de ser distintos.

Cierro estas líneas justo en el trance hacia un nuevo año, y lo que más deseo al término de este 2024, y lo que se nos viene en 2025 (¡gulp!), es que el mexicano siga siendo bienvenido en todas partes, incluso en su propia patria.