La música popular mexicana ha perdido a una de sus figuras más emblemáticas. Con la muerte de Paquita La del Barrio se cierra un capítulo de la bohemia nacional, un capítulo en que el desamor se entonaba con rabia y dignidad.
Francisca Viveros Barradas, la mujer detrás del personaje, fue discreta en su vida personal, alejada del escándalo que suele rondar a los artistas. Pero Paquita, la intérprete fue arrolladora, un icono de la cultura popular, la voz de todas aquellas que han sido engañadas y traicionadas.
En el altar de los grandes Paquita encuentra su sitio junto a Juan Gabriel, Vicente Fernández, Chavela Vargas y el inmortal José Alfredo Jiménez. No porque sus canciones tuvieran la grandilocuencia de un himno ranchero, sino porque su música se convirtió en el refugio de las que sufrían en silencio.
Su voz rasposa, su presencia imponente y su interpretación visceral hicieron que miles se identificaran con ella. Su estilo era sencillo pero eficaz: vestida de chaquira y lentejuelas, con el peinado impecable de salón, cantaba sin florituras, sin espectáculo, con el alma en su garganta.
Paquita y José Alfredo fueron dos caras de la misma parranda. Mientras el maestro de Dolores Hidalgo entonaba las penas del hombre que se ahogaba en tequila, Paquita representaba el grito de la mujer harta del engaño y la deslealtad. Él se emborrachaba por despecho, ella, con la frente en alto, llamaba “rata de dos patas” al sinvergüenza en turno.
Ambos construyeron un pilar de la educación sentimental mexicana. En un país donde las rancheras enseñan a amar y sufrir, ella puso la otra cara de la moneda: la de la mujer que no se doblega, que encara la traición con desprecio, pero sin perder la dignidad. Paquita no usaba un lenguaje políticamente correcto ni se preocupaba por los eufemismos. Hablaba “a calzón quitado”, sin rodeos ni adornos innecesarios.
Su canto estaba cargado de ironía, pero también de una justicia poética que resonaba en las mujeres de a pie, las de la colonia Guerrero y las de cualquier otro nivel social del país donde las historias de la infidelidad y abuso son el pan de cada día.
Su voz fue la de todas ellas, las que no tenían micrófono, las que cargaban el peso del engaño con silenciosa resignación hasta que una canción suya las ayudaba a sacudir la rabia contenida.
Hoy, el pueblo que la convirtió en leyenda le rinde homenaje. Se ha ido una artista que nunca necesito cambiar para seguir vigente. La mujer que, con un par de versos, reducía el ego masculino a escombros. Su legado no está en la radio ni en los chats de popularidad, sino en cada reunión donde alguien, con una copa en la mano o sin ella, elige desahogar a todo pulmón sus penas con una de sus canciones.
Paquita fue del pueblo y del sentimiento. Y ahí en la memoria de desamor y el desquite, vivirá para siempre. Descanse en paz.
@onelortiz