En la historia de nuestro país, hay fechas que no solamente marcan un día en el calendario, sino que encienden una llama en la conciencia colectiva. El 6 de abril de 1952 fue un amanecer de voces y voluntades que marcharon juntas para romper un histórico silencio. Ese día, miles de mujeres mexicanas, en un acto de dignidad, llegaron al zócalo capitalino, para exigir un derecho que les había sido negado por siglos: el derecho al voto. Concentración multitudinaria que terminaría por cambiar la historia política de México.

Vestidas de blanco, como si el alma misma caminara, portaban pancartas, miradas firmes y la memoria viva de tantas mujeres que antes de ellas soñaron con ser ciudadanas. La plaza que tantas veces había sido escenario del poder masculino, se volvió territorio de esperanza femenina. En medio de esa marea, la consigna era clara: “la democracia sin nosotras es una sombra mutilada”.

Jornada convocada por mujeres que hoy deben ser nombradas con gratitud y reverencia: entre otras, Amalia Castillo Ledón, escritora, diplomática, primera embajadora de México; Aurora Jiménez de Palacios, primera diputada federal; María Lavalle Urbina, jurista y primera mujer en presidir el Senado; Elvia Carrillo Puerto, pionera del feminismo y sufragista yucateca.

La lucha no nació en aquel abril. Venía desde antes tejida en los telares de la historia por manos como las de Hermila Galindo, que en 1916 clamaba desde las tribunas por la emancipación femenina o Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, periodista insurgente que denunciaba la opresión de las mujeres y los pobres.

Desde 1916, en el Primer Congreso Feminista celebrado en Yucatán, las mujeres mexicanas ya exigían su lugar en la historia. En 1937, bajo el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, se presentó la iniciativa de una reforma constitucional que reconocía el voto femenino. Pero la reforma quedó sin efecto por no haber sido ratificada por la mayoría de las legislaturas estatales. El viento de la igualdad parecía suspenderse siempre al filo de la consumación.

Sin embargo, los reclamos no cesaron. Las palabras del discurso de Amalia González Caballero, aún resuenan como eco de justicia: “No se puede hablar de democracia mientras media humanidad esté excluida de ella”.

Fue el 6 de abril de 1952, cuando la paciencia se volvió presencia. La presión social, la convicción encarnada en esa manifestación, impulsó de manera decisiva el cambio. Al año siguiente, el presidente Adolfo Ruiz Cortines, publicó el 17 de octubre de 1953, el decreto de reforma al artículo 34 constitucional, que reconocía finalmente el derecho al voto de las mujeres mexicanas. No fue un obsequio del poder, fue un logro de la movilización, fue la consecuencia de una lucha tenaz.

Hoy, más de setenta años después, debemos recordar con agradecimiento esa histórica fecha, que permitió a las mujeres mexicanas participar activamente en la vida política del país. Herencia directa de ese acto de coraje colectivo.

Cada vez que una mujer emite su voto, participa en una contienda electoral o encabeza una institución del Estado, está honrando el legado de aquellas que marcharon en 1952. Pero también está abriendo paso a quienes aún no encuentran lugar en la democracia. Pues la historia no ha cerrado su ciclo. El voto fue el inicio, no la cúspide. La paridad formal aun convive con la exclusión estructural. La voz de muchas sigue siendo silenciada por la violencia, la pobreza, el racismo, la indiferencia.

Nombrar el 6 de abril es recordar que la ciudadanía se construye paso a paso, voz a voz, lucha a lucha. Que aún hay niñas a quienes se les niega el futuro por haber nacido mujeres. Indígenas, rurales, trabajadoras, jóvenes, migrantes, reclusas, con discapacidad, madres solas, que enfrentan barreras aún más altas para ejercer sus derechos.

El 6 de abril debe inscribirse en la conciencia nacional como una fecha de memoria cívica, un día para honrar a las pioneras del voto femenino. Debe ser un faro en la conciencia nacional. Un canto de mujeres que no piden permiso, sino igualdad. Una procesión de nombres que no caben en una lista, pero laten en la historia: Consuelo Uranga, Clementina Batalla, Eulalia Guzmán, Refugio García, Matilde Rodríguez Cabo. Ellas y muchas más, sembraron la semilla. Nosotras, somos el fruto de aquella siembra. Hoy votamos, juzgamos, enseñamos, legislamos, gobernamos…

Ojalá que nunca olvidemos: el día en que miles de mujeres marcharon por el reconocimiento de nuestros derechos, la democracia mexicana comenzó a hablar con voz de mujer. Sin embargo, el eco de esas voces sigue vivo, como una promesa y como una deuda.

La autora es ministra en Retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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