En el marco de la elección judicial del próximo 1 de junio, las reglas están claras, aunque ahora muchos prefieren hacerse los desentendidos. La Constitución y las leyes secundarias no dejan lugar a interpretaciones alegres: únicamente el Instituto Nacional Electoral (INE) está facultado para promover institucionalmente esta inédita jornada electoral. Fuera de ese perímetro legal quedan partidos, asociaciones y, sobre todo, servidores públicos. No pueden destinar recursos, ni humanos ni materiales, para impulsar a tal o cual aspirante. Punto.
Y sin embargo, sobran los reclamos. Hay legisladores y funcionarios que, tras haber votado y celebrado las reglas del juego, hoy se lamentan de sus propias decisiones. Alegan que es excesiva la restricción impuesta a los aspirantes a jueces, magistrados y ministros, cuyas posibilidades de campaña se reducen a volantes, redes sociales costeadas con su bolsillo y foros abiertos sin exclusividad. Cierto, el esquema es limitado, incluso tosco, pero no hay nada nuevo bajo el sol: fueron ellos quienes aprobaron estas condiciones. ¿Ahora resulta que no les gustó el molde que ellos diseñaron?
El dilema, sin embargo, va más allá de la queja. En el fondo, estas quejas abren una discusión más profunda: ¿es posible democratizar el poder judicial si se restringe al extremo el debate público? Porque en los hechos, la elección judicial se está gestando bajo el silencio de las instituciones y con el margen de maniobra de los candidatos judiciales recortado al mínimo. No hay spots, no hay pautas oficiales, no hay debates televisados. Y para colmo, cualquier servidor público que se atreva a opinar corre el riesgo de ser sancionado por el árbitro electoral.
La paradoja es evidente. Se pretende legitimar al Poder Judicial por vía de las urnas, pero se bloquea el uso del aparato público para informar y entusiasmar a la ciudadanía. En una elección tan novedosa como esta, donde el común de los votantes desconoce quiénes son los aspirantes y cuál es su perfil, la promoción institucional era indispensable. Pero la ley prefirió apostar por la neutralidad absoluta, como si estuviéramos ante una elección rutinaria. Es un error de origen que hoy se traduce en una campaña invisible.
No extraña entonces que sea el Tribunal Electoral quien tendrá que intervenir —otra vez— para definir hasta dónde pueden los servidores públicos participar en la promoción de la elección judicial. Esa indefinición lastima la certeza del proceso y, lo más grave, puede comprometer su legitimidad. Porque sin participación ciudadana, sin entusiasmo social, cualquier esfuerzo democratizador se vuelve letra muerta.
Al final, lo que hoy se impugna es la consecuencia directa de una reforma que fue celebrada con aplausos, pero sin previsión. El silencio de los funcionarios públicos en este proceso no es censura, es cumplimiento de la ley. Una ley que ellos mismos escribieron. Si ahora quieren cambiarla, que lo hagan en el Congreso, no desde la tribuna de los lamentos. Mientras tanto, la ciudadanía tiene derecho a saber que, en esta elección judicial, la información llegará a cuentagotas, y la participación será tan limitada como la voluntad política que la diseñó. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@0nelortiz
